miércoles, 11 de junio de 2008

Paisaje de pueblo

Cañasgordas, Antioquia


Crecí en esta bendita tierra Antioqueña, escuchando esas historias tradicionales como las del mayor el menor y el patojo, siendo beneficiario irrenunciable del testamento del paisa y de los cuentos de Peralta y compañía salidos del genio de Carrasquilla; no menos cautivadoras eran las historias que contaban las muchachas del servicio, que en las noches, salpicadas por la titilante luz del fogón de leña, narraban historias de brujas y duendes, contadas con una voz trémula y aterradora.


Y los domingos, como olvidarlos, eran como entre color rojo y naranja, nos vestían con las mejores prendas, camisa blanca, pantalón corto negro y unos zapatos apretados y brillantes. El domingo era tan sagrado como pagano en ese pueblo mío, mientras veíamos por un lado las grandes multitudes que entraban a la misa después de la última campanada de la torre del templo, situado en una plaza que parecía una acuarela llena de color, tachonada de tolditos cubiertos con lonas blancas, por el otro lado las cantinas se iban llenando de campesinos que en medio de la música de los pianos y de cervezas, cuyos envases se apilaban en las mesas, se iban aproximando a las tradicionales grescas a machete con las que generalmente terminaba esta fiesta dominical.
El almacén de mi papá se atiborraba de bellas y jóvenes campesinas que olían a jabón reuter y a pachulí, ellas siempre compraban unos pañuelos grandes y vistosos en los que metían el rollo de billetes que les daban sus esposos o padres luego de haber vendido sus carga de café; colocaban el pañuelo abierto sobre el mostrador, luego el rollo de billetes sobre este, entonces con gran pericia doblaban sus bordes hacia arriba hasta juntar y anudar sus puntas, hecho esto lo guardaban entre sus senos, era hermoso ver aquello.
Compraban sin falta, hilo machete o cadena, el machete era muy ordinario y se rompía fácilmente, por lo que uno distinguía cuales eran las campesinas mas adineradas según llevaran de una u otra marca, también siempre compraban colorete, un cosmético rojo en pasta que venía en unas cajitas metálicas y redondas, el jabón palmolive o el reuter, el paño de agujas y uno que otro corte para mandarse hacer alguna bata o un pantaloncito para sus hijos. El almacén hervía de gente pues los precios del café entonces eran altos al igual que la cosecha.
Cuando las mujeres terminaban sus compras comenzaban a entrar los hombres, campesinos de piel tostada por el sol y con esa expresión serena que solo tienen estos aguerridos luchadores paisas, olían a fique seco, con el que se elaboraban los costales nuevos en los que bajaban al pueblo su café a lomo de mula, por los barriales del camino.
Ellos eran los clientes para los bellos sombreros de fieltro borsalino, que acomodaban en sus cabezas con gran pericia, formateándolos luego con sus dedos ante un pequeño espejo que colgaba de la pared, los machetes, las ruanas y los ponchos eran prácticamente arrebatados de los estantes y se agotaban rápidamente, las linternas eveready de metal niquelado o las rayo vack, primeras en llegar de plástico era las favoritas de ellos, también se apertrechaban de pilas para la linterna y el radio. Los que tenían muchos hijos compraban calcetines de hilo, chupones para bebé, aceite johnson, talco mexana, cascabeles de pasta y muñequitos, el desodorante yodora , un par de botas y los tenis croydon eran otra compra fija, eran amplios en el gastar para sus familia y lo hacían con gran placer.

Los edredones y ajuares para bebé se usaban para llevarlos a bautizar y cuando la nueva madre entraba con su niño a comprarlos todas las mujeres jóvenes la rodeaban y no ocultaban su emoción, pues veían en ello su ilusión. Mi papá siempre vendió a precios justos y era preferido y querido por aquellas bellas personas, por lo que no fué extraño que el tuviera una gran cantidad de ahijados que de cuando en cuando y de todas las edades llegaran al negocio a pedirle: “La bendición del altar padrino”, de rodillas.

El único teatro del pueblo, El Dorado, quedaba frente al almacén y pregonaba por una estridente corneta, al son de música de fondo, películas mexicanas con Rodolfo de Anda, Arturo de Córdova, Libertad la Marque, María Félix, Ana Berta Lepe, Tongolele y una gran cantidad de ídolos de esa época, no puedo dejar de mencionar la película éxito en las semanas santas “el mártir del calvario” con Enrique Rambal, al que casualmente conocí muchos años después, en una afortunada ocasión que luego les referiré. en mi historia: "El extra".

DZR.

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