martes, 20 de julio de 2010

EL DÍA QUE ME VOLVÍ INVISIBLE

Llegan montones de correos, muchos de ellos con cadenas de oraciónes que prometen que si los reenviamos mínimo a 16, 24 o 32 personas recibiremos por ello fabulosos favores de Dios, los Ángeles o de algún gurú de la India, y que si por el contrario no lo hacemos, seremos castigados con horribles cosas que comenzarán a sucedernos en cualquier momento.

Otros correos nos dicen que enviémos dinero para salvar la vida de alguien, generalmente un niño, del que adjuntan una foto para conmover al destinatario y hacerlo sentir culpable y avaro por no enviar nunca nada a la cuenta bancaria que supuestamente pagará la cirujía salvadora.

Pero hay correos que al leerlos nos conmueven hasta el fondo del alma, que nos exprimen el corazón hasta hacenos derramar unas lágrimas de emoción o tristeza.

Este es el caso del texto de la escritora Silvia Castillejos Peral, nacida en Texcoco, estado de México en 1957, ella se inició como escritora con narraciones cortas y como guionista de radio y televisión. Estudió letras en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México.

Actualmente alterna su escritura con su trabajo como profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Chapingo, México. Entre sus publicaciones se cuentan: La Internacional sonora Santanera (1987), Debe ser una broma (1989), El diario de Sili (1996), El día que me volví invisible (2002), y Malos amores (2002). Sin más introducciones les comparto su texto:


EL DÍA QUE ME VOLVÍ INVISIBLE


En esta casa no hay calendarios y en mi memoria los hechos están hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, unos primores ilustrados con las imágenes de los santos que colgábamos al lado del tocador, ya no hay nada de eso, todas las cosas han ido desapareciendo, y yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.

Primero me cambiaron de alcoba, pues la familia creció, después me pasaron a otra más pequeña aún, acompañada de una de mis bisnietas. Ahora ocupo el cuarto de los trebejos, el que está en el patio de atrás.

Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, pero se les olvidó, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.

Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me he pasado semanas buscando un lápiz, y cuando al fin lo encontraba, se me olvidaba dónde lo había puesto. A mis años las cosas se pierden fácilmente.

La otra tarde me di cuenta que mi voz también había desaparecido, porque cuando le hablo a mis nietos o a mis hijos no me contestan, todos hablan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos escuchando atenta lo que dicen. A veces he intervenido en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno y les va a servir de mucho mis consejos.

Pero no me oyen, ni me miran, y tampoco me responden; entonces llena de tristeza, me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar la taza de café.

Lo hago así para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta que me han ofendido, y vengan a buscarme y me pidan perdón, pero nadie viene a verme.

El otro día les dije que cuando me muriera entonces sí me iban a extrañar, y el nieto más pequeño me dijo: ¿Abuela es que estás viva? Les causó tanta gracia que no paraban de reír. Estuve tres días llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos días me dio.

Fue entonces cuando me convencí de que soy una persona invisible: me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo, pero mi hija me mira y sigue barriendo sin tocarme, y los nietos pasan corriendo de un lado a otro sin tropezar conmigo.

Cuando mi yerno se enfermó, tuve la oportunidad de serle útil; le llevé un té especial que yo misma preparé; se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara, sólo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia; el té se fue enfriando poco a poco, mi corazón también.

Un viernes se alborotaron los niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos de día de campo, me puse muy contenta, ¡hacía tanto tiempo que no salía, y menos al campo! El sábado fui la primera en levantarme, quise arreglar las cosas con calma, los viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban bolsas y juguetes al carro.

Yo ya estaba lista y muy alegre me paré en el zaguán a esperarlos. Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en el bullicio, comprendí que yo no estaba invitada; tal vez porque no cabía en el auto o porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a su gusto por el bosque.

Sentí cómo mi corazón se encogió, la barbilla me temblaba como cuando uno ya no aguanta las ganas de llorar. Vivo con mi familia y cada día me hago más vieja, pero cosa curiosa, ya no cumplo años, nadie me lo recuerda, todos están tan ocupados... yo los entiendo, ellos si hacen cosas importantes: ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, y se besan.

Yo ya no sé a qué saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos, era un gusto enorme el que me daba tenerlos entre mis brazos como si fueran míos, sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí, la vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar; pero un día mi nieta Laura que acababa de tener un bebé, me dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños por cuestión de salud; entonces ya no me les acerqué más, por temor a que les pasara algo a causa de mis imprudencias. ¡Ahora siento mucho miedo de contagiarlos!

Sin embargo, aunque los quiero mucho, voy a causarles un último contratiempo; mañana que es domingo, y no están tan atareados, se encontrarán con una sorpresa: ya tengo en mis manos el frasco de pastillas que me voy a tomar y no lo voy a soltar, con eso de que todo se me pierde, lo haré en la sala para que me encuentren pronto.

¡Dios Mío... que tengan dinero para mi ataúd y que no me guarden un mal recuerdo! Yo los bendigo a todos y los perdono, porque ¿qué culpa tienen los pobres de que yo me haya vuelto invisible?

Les dejaré éste papel para que tomen sus precauciones. Con tantas cosas que se inventan hoy, estoy segura que habrá algo que puedan comprar para que siempre sean vistos y escuchados; para que el día de mañana no tengan que morirse estando muertos desde antes... como yo.



Silvia Castillejos Peral.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, y muchas gracias por este post muy sentido, y con una profunda reflexión para todos nosotros,pues todos tenemos cerca a un adulto mayor del cual preocuparnos.
Saben uds como contactar a la señora Silvia Castillejos? en la red no hay un correo al cual escribir. en fin , muchas gracias.
Jorge Morales, Quilpué,Chile

danubio dijo...

Hola Jorge, lamentablemente tampoco he encontrado la forma de contactar a la escritora.Lo que comentas es cierto, muchos tenemos en nuestra familia y en nuestro entorno adultos mayores que necesitan nuestra atención. Feliz día y gracias por el mensaje.