viernes, 21 de julio de 2017

EL DUENDE DE CIRIGUARÍ


Los  arreboles de la tarde ya pintaban los blancos muros de la escuelita rural con sus reflejos ocres y naranjas cuando los niños salieron hacia sus casas llenando los caminos de risas y algarabía, y la joven maestra guardaba en su bolso las hojas de tareas que debía calificar esa noche en su casa. 

Dos horas le tomaba la caminata para cubrir la distancia hasta el pueblo por esos caminos de tierra y piedra, llenos de polvo en verano y fango en los días lluviosos.

Corrían los años cuarentas cuando fue nombrada para ejercer el año rural en Ciriguarí, al sureste de Cañasgordas. Ella había terminado sus estudios en el colegio María Auxiliadora de Medellín y estaba feliz por estar ejerciendo su magisterio en el pueblito de sus ancestros.

Ya oscurecía y estaba lista para salir cuando unos fuertes golpes en la puerta la sorprendieron. Al abrir vio a un grupo de campesinos muy asustados.

- Maestra, estamos muy preocupados, hace más de una hora ha desaparecido el niño de la familia Rojas. Él solo tiene cuatro años, ya anochece y amenaza lluvia; por favor  ayúdenos.

En la vereda no había inspector ni estación de policía, y por eso para ellos era la maestra la mayor figura de autoridad.



Ana Rengifo, que era el nombre de la joven profesora, los invitó a entrar y comenzó a planear la búsqueda. Le solicitó a las mujeres que trajeran arepas, aguapanela y café para atender a los hombres en la larga y fría noche que les esperaba. Creó cuatro grupos para que recorrieran los cuatro puntos cardinales, es muy pequeño el niño y no debe estar lejos, les dijo. 

Así fue que partieron llenos de optimismo con la esperanza de hallarlo antes de que llegara la tempestad que ya se anunciaba con truenos y relámpagos. 

Una hora más tarde regresó el grupo encargado de cubrir el camino al sur, el que llevaba a Abriaquí. 

- Maestra, el aguacero ya estaba muy fuerte cuando llegamos a la quebrada y era imposible pasarla pues está muy crecida. Igual el niño no podría estar al otro lado, él sería incapaz de cruzarla.
Los hombres de secaron el rostro con una toalla y se tomaron el café, para luego salir de nuevo a buscar al niño.

Tomasito… Tomasito…, gritaban todos mientras avanzaban por los difíciles y oscuros senderos.

Las mujeres se sentaron en los viejos pupitres y comenzaron a rezar el rosario, al tiempo que algunas alentaban a la desconsolada madre del niño. Fue una larga y angustiosa noche en las que los minutos parecían días.

Los hombres regresaron a recuperar fuerzas y a esperar la salida del sol para continuar el rastreo.

La luz del día entró pleno por las ventanas de la escuelita y los campesinos salieron todos hacia el sur con el corazón arrugado sospechando que Tomasito hubiese caído a las aguas de la quebrada. Ya había escampado y el arrollo estaba manso, vadearon sus aguas hurgando entre las ramas y troncos que se amontonaban en las orillas sin ningún resultado.

De pronto oyeron los gritos de Francisco, que los llamaba desde una alta roca a la que se había subido.

Miren ese árbol al otro lado, miren las ramas de arriba. Allí hay un niño, allí hay un niño. Cruzaron la quebrada y llegaron al lado de ese árbol, y José, que era el más joven, hábilmente se trepo y bajó con mucho cuidado al niño; era Tomasito.

Estaba empapado y tiritaba de frío, pero de resto se veía bien.
Cuando entraron a la escuela las mujeres gritaron emocionadas y su madre lo tomó entre sus brazo y lo llenó de besos. Lo bañaron con agua tibia y lo vistieron.

Le preguntaron cómo era que se había subido a ese árbol. Él les dijo que su padre lo había llevado "a opa" (en hombros), y lo había dejado en esa rama. Su madre rompió en llanto y les dijo que su marido en ese momento andaba haciendo una venta de café en el pueblo.  Todos quedaron mudos de asombro y nunca entendieron lo que allí había pasado.

Ahora ese extraño acontecimiento forma parte de las historias habladas de esa región que hoy quiero rescatar; la historia de El duende de Ciriguarí.

Agradezco a mi prima Olga Ruiz, por haberme contado la historia en la que se basa esta crónica. No sobra decir que la maestra era su tía.

domingo, 16 de julio de 2017

MEDELLÍN VIEJITO - REMINISCENCIAS


Medellín era un buen vividero en la mitad del siglo pasado. Hasta el clima era más fresco, casi frío, y no era extraño ver a la gente en las calles abrigada con ruanas y sacos gruesos de paño. En las mañanas la ciudad amanecía cobijada con esa niebla propia del campo y arrullada con el trino de los pájaros. Las golondrinas inundaban los cielos de la aún pequeña ciudad y atravesaban el cielo con su gracioso vuelo. El pito del tren sonaba con puntualidad inglesa a las siete de la mañana y lo escuchábamos claramente desde mi casa situada a varios kilómetros del río, a cuyo lado estaban los rieles del ferrocarril.

Entonces no se tomaban fotos sino "vistas", el aeropuerto no era aeropuerto, era el campo de aviación "Las playas". No había grandes superficies ni sofisticados supermercados, estaba la tienda de la esquina, aunque mercados La Candelaria ya incursionaba con dos pequeños y bonitos locales, la televisión era solo un aburrido y nuevo embeleco y la radio reinaba y acaparaba la sintonía. En el centro de la ciudad le sacaban a los transeúntes fotos "instantáneas", que podían reclamar al día siguiente presentando en pequeño recibo que les daban.


Jardines a orillas del Río Medellín al el fondo la Plaza de Toros La Macarena 1960
Los niños podíamos jugar en la calle sin mayor riesgo y de verdad que jugábamos hasta el cansancio, los juegos electrónicos, el Facebook. y el chat no estaban en la imaginación de nadie.

Los vecinos eran amigos y a veces casi familia, el carro de la policía era "La bola" y el chupasangre era el coco de los niños. Las mamas lavaban la losa con jabón lucero y en el baño no faltaba el jabón de tierra. 

EL PAPEL HIGIÉNICO.
Aunque ya había sido inventado en la China en el siglo II antes de Cristo y reinventado en Estados Unidos por Joseph C. Galletty en 1857 el papel higiénico no había llegado a Medellín y en baño que se respetara no faltaban las tiras recortadas de papel periódico engarzadas en un alambre.

Con sorpresa recuerdo en un paseo que hicimos a la finca de mi abuela materna, descubrí que allí no había inodoro sino que usaban una letrina encerrada en un pequeño habitáculo de madera rústica y que en lugar de las tiras de papel periódico mantenían tusas de mazorca atadas a un alambre clavado en la pared.

Aún comíamos frisoles y desayunábamos diariamente con chocolate, arepa y quesito. Tomábamos la media mañana, el algo, y tarde en la noche la merienda. El maíz y los granos se median por puchas y las telas para hacer la ropa se compraban por varas o yardas. Éramos montañeros en un pueblo grande.



Las mujeres le llevaban a sus esposos el almuerzo a las fábricas en porta comidas y los acompañaban mientras comían, a veces iban acompañadas con sus pequeños hijos.


Agente de transito en San Juan con Carabobo, 1944
Los semáforos se contaban con los dedos de las manos y el tránsito era controlado por agentes parados sobre unas tarimas de madera. Comíamos muchas frutas y verduras y la leche de vaca sabía entonces a leche de vaca y al hervirla le subía tanta nata que servía como crema para untar en las arepas.

El ruido no había llegado y eso se reflejaba en la salud de todos, la gente era amable, se saludaba, andaba sin prisa y la alegría y la tranquilidad era el común denominador de este pueblo paisa.

Y así pasaron muchos años hasta que con las nuevas migraciones las laderas verdes de la ciudad se fueron llenando de adobe y concreto para alojar a sus nuevos inquilinos. El río fue cambiando de color y de olor y el ruido irrumpió solapadamente llenando poco a poco el silencio bucólico de la vieja ciudad. Muchos ni se enteraron de estos cambios y pensaban que todo estaba bien.

Los aviones pasaban todo el día sobre nuestras cabezas desde o hacia el aeropuerto de las playas, era poco el tráfico aéreo en un comienzo pero con el tiempo su paso era constante y no era raro que mientras hablaban por teléfono las señoras dijeran: "Esperate querida..., aguardá hasta que pase el avión".

Cerro Nutibara, Medellín años 50s - Álbum familiar