sábado, 14 de febrero de 2015

EL GRITO Y EL MIEDO

Alberto López

Alberto López nos comparte este viaje al interior de la psicología humana, escudriña el origen y los efectos del miedo, esa sensación que todos hemos sentido y seguimos sintiendo en algunos episodios de nuestra vida. Extraordinarias reflexiones alrededor de este tema. ¿Te atreves a leerlas o te da miedo?

EL GRITO



El cuadro de Edvard Munch (1863 – 1944) El Grito, que ilustra este texto, resulta el gesto más expresivo del arte contemporáneo para significar el gran desaliento que el hombre moderno sentía ante el fin de siglo y la transición al siglo XX. Munch nos habla de sus sentimientos cuando pintó esta obra: … ”Iba caminando con dos amigos por el paseo… se ponía el sol… el cielo, de pronto se tornó rojo… yo me pare… cansado me apoye en la baranda… sobre la ciudad el fiordo, oscuro, azul, no veía sino sangre y lenguas de fuego… mis amigos continuaban su marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo… y sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza”…

Estas frases tremendas nos hablan de una hipersensibilidad del autor que, con la realización de este cuadro se convierte en altavoz de una angustia existencial que algunos atribuyen a los horrores del siglo pasado, pero que para otros va más mucha más allá, a un pasado lejano, donde el hombre comenzó a ser hombre.

El simbolismo de la imagen es patente en el rostro agitado del protagonista en primer plano, que es casi una calavera que se aprieta el cráneo con las manos para que no le estalle. El empleo de los colores, violentos es puramente simbólico y trata de transmitir al espectador el agitado estado de ánimo del autor. Esta sensación se refuerza con la presencia de dos testigos mudos, lejanos, anónimos, dos figuras negras que se recortan al fondo de una violentísima perspectiva diagonal que agrede la visión de quien la contempla. Las formas se retuercen y los colores, completamente arbitrarios, no buscan una verdad racional, objetiva, si no que tan sólo intentan expresar el sentimiento del autor.

Pero… ¿porque llegamos a gritar de esa manera?... ¿dónde aprendimos a hacerlo?... ¿de dónde surgen los fantasmas que nos hacen explotar así?... ¿son expresiones culturales adquiridas o vienen con nosotros de más atrás, desde antes de la cultura?

Me encontraba en el aeropuerto de Barajas, consumiendo indolente las horas, a la espera de mi vuelo a Santa Cruz de la Sierra, concentrado en una novela de un joven autor ya consagrado que no conseguía acabar (aunque todos decían que era una obra maestra, a mí me parecía una cosa insustancial) cuando de pronto me estremeció un grito desgarrador. Quien lo emitía era un niño de seis o siete años que, sentado en uno de esos asientos incómodos que hay en los aeropuertos, se había quedado cuidando del equipaje mientras su madre iba a hacer una consulta al mostrador de una compañía aérea. Pensé, que niño más mal educado, y despotriqué para mi interior contra la irresponsabilidad de su madre. Mientras el niño lloraba desconsoladamente, esta, charlando animadamente con otra señora, volvía caminando tranquilamente. Cuando llegó, le dirigió unas palabras para calmarle, recogió las maletas y el niño se levantó entre sollozos, agarrando por detrás del cinturón de su madre y se fueron hacia las puertas de embarque. Entonces me di cuenta que el niño era ciego.

Niño, ciego y en un inmenso aeropuerto donde hasta para los videntes no entrenados resulta difícil orientarse, me pareció una situación de desprotección donde se expresaba la más profunda de las soledades impuestas, la de un niño desamparado.

Cuando paso por su cabecita la sospecha de que su madre quizás no volviera, le entró un pánico tan aterrador que le llevó a gritar desesperadamente como única reacción ante el pavor de sentirse solo y abandonado. Entonces me vino a la memoria el cuadro de Munch, abrí mi cuaderno y tomé las notas que hoy me llevan a escribir este texto. Aquel cinturón de la madre al que agarrarse, era todo lo que aquel niño tenía como seguridad para asirse a este mundo

Todos los cachorros de los grandes mamíferos, incluido en hombre, comparten ese pavor, es miedo al desamparo, ante la desprotección frente al depredador, siempre al acecho, del que somos presas fáciles en nuestros años de aprendizaje. Nuestro cerebro sigue siendo el de un cazador recolector menor, tanto en entidad física como en número entre los depredadores (el del agricultor en el arco de la evolución es relativamente reciente) así que continúa poblado mayoritariamente por los miedos a ser cazado.

El miedo a los monstruos que habitan las pesadillas de nuestros cachorros, viene de ahí, de la fiera que nos persigue y nos da caza. Los niños de hoy experimentan ese pavor en las pesadillas del sueño nocturno, cuando se despiertan llamando a su madre. Reflejos de orígenes ignotos de aquel miedo ancestral con el que llegamos a este mundo.

Cuando llego por la noche a mi casa, después de una jornada de trabajo y mi perra Lara sale alegre a saludarme moviendo la cola, no es solo por la alegría de verme de nuevo, ni por la comida que le espera, sino por la tranquilidad de saber que un día más su amo ha vuelto y no la ha dejado sola y abandonada. Su infinita fidelidad se basa en la tranquilidad de que su amo siempre la cuidará y nunca le dejara abandonada. Por eso cuando el amo muere, si no hay sustituto, el animal se ensimisma esperando la muerte.

La cultura nos enseña a reprimir los gritos…”no grites le decimos al niño”…y sin saber por qué el niño sigue gritando… Y no le entendemos…Y es que el niño simplemente grita porque le sale de dentro, porque es parte de su condición de ser humano. Ante un hecho singular el hombre adulto también se exalta incontrolado y grita. Lo hace en el futbol, en las peleas, le grita a la mujer para imponer su poder y al animal indefenso en su mudez, lo hace desde un automóvil a otro o grita con el vecino cuando discute porque su perro se ha meado en su puerta. Por eso se podría decir que en el cuadro de Munch, no es el hombre quien grita…grita el miedo.

EL MIEDO

Todo sería distinto si no tuviéramos miedo, al futuro, a la pobreza, a la soledad, a la vejez, a la enfermedad, al dolor, a la muerte, a la soledad. Todos en el fondo deseamos el orden, la seguridad, la ausencia de duda. Todos tenemos miedo a la libertad, en lo que representa de desconocido, de imprevisible, de futuro incierto.

El miedo a perder las cosas que tenemos o a no conseguirlas nunca, es la causa de la infelicidad. Tememos incluso más el no poder tenerlas o el poder perderlas que el no tenerlas o el perderlas realmente. Tener y no tener son los dos polos de nuestro desasosiego que alimentan la infelicidad. Jesucristo repetía una y otra vez:”no tengáis miedo”. El cristianismo con la promesa de un más allá, pretende exorcizar el miedo, hacerlo llevadero.

La felicidad o su imagen virtual no es la ausencia de dolor, sino más bien, la ausencia de miedo. El miedo, los miedos, se han ido acumulando con el paso del tiempo en la memoria biológica de los hombres, hasta modelar en cierta medida su ser existencial. Estos son los miedos viejos, los ancestrales, los que ya estaban en nosotros cuando nos concibieron, los que heredamos de generaciones y generaciones de humanos que se pierden en el túnel del tiempo.

Buena parte de los miedos nuevos, los que devienen como producto de la cultura, se forman en nuestra adolescencia, (un periodo de nuestra vida dominada por la inseguridad y de la que algunos nunca salen) y ya nunca nos abandonan, dejando su sello impreso en los pánicos de la madurez.
 La memoria parece a veces especialmente preparada para guardar los recuerdos vinculados a nuestros miedos, siendo más poderosa que nuestro deseo de olvido. Incluso aquel recuerdo que creíamos definitivamente enterrado, surge de manera imprevista en el momento más inesperado agobiando nuestro espíritu desprevenido.

Todo organismo vivo, por el solo hecho de vivir, tiende a la estabilidad, al equilibrio, a la seguridad. Es la incertidumbre de la naturaleza, la que, a través de generaciones imprime en él una especie de pánico biológico que acaba formando parte del propio ser viviente.

Los miedos viejos o nuevos, no son producto de algo histórico, ni consecuencia de un suceso, aunque así se presenten aparentemente. Son sucesos en sí mismos, que toman cuerpo, que se vehiculizan a través de un hecho, al que adjudicamos el motivo de nuestro miedo. En el fondo todos los miedos son ancestrales. Todos son el mismo miedo.

El miedo no viene con las cosas, no viene con la historia. Como el mal, está en nosotros, en nuestra propia naturaleza, en nuestro ser. Forman parte de nuestra herencia. Es la historia la que pone las palabras al miedo. Por eso no cabe la felicidad o solo cabe la de los tontos, la de los simples o la de los inconscientes.

La felicidad es como la alegría, la experimentemos en momentos de exaltación como chispazos de tiempo, cuando por breves momentos, aletargado el miedo, nos sentimos seguros. El estado opuesto, también más o menos fugaz, es la tristeza, que como la melancolía, son estados de pacto con el miedo. Sin embargo el estado natural, hacia el que tiende el hombre es el del aburrimiento.

Sabemos que el motivo de nuestra infelicidad, el miedo, es realmente algo ridículo, una pérdida de tiempo, como la tristeza o la melancolía. Porque también sabemos que las cosas pasan irremisiblemente. La cabeza nos dice que nada podemos con la aleatoriedad de la vida que algunos, para consolarse, llaman destino. Pero eso no calma el miedo. El miedo habita en nosotros desde antes de nuestra historia, por eso es una enfermedad sin cura.

El hombre cuerdo oscila entre la imbecilidad de la ausencia de miedo y el dominio por el miedo de la personalidad del alienado. El hombre cuerdo ambiciona la seguridad y el orden. Su estado natural de espíritu es la cobardía. Por eso potencialmente todos somos conservadores. Por eso no le costó al nazismo llegar al poder…solo tuvo que gritar más alto y más fuerte.