miércoles, 5 de febrero de 2020

MEMORIAS DE CIUDAD

Fotografía de arquitectura en Medellín
1879-1960
Autor: Luis Fernando Molina Londoño.
Editorial Universidad de Antioquia.


Saludo cordial a todos los seguidores de la historia fotográfica e histórica de la Medellín de antaño, en especial a los del grupo Medellín viejito.

Aquí iré reseñando los libros que nos muestran fotos de esta ciudad que tanto amamos, y las curiosas historias que protagonizaron nuestros ancestros. Hoy comienzo presentándoles este bello libro de la editorial Universidad de Antioquia. 


126 Páginas

Pedro Nel Gómez.




Ahora les presento este otro libro de mi biblioteca, muy recomendado para los nos gusta la historia antigua de Medellín y sus personajes.

El maestro Pedro Nel nació en plena selva, al lado de ríos turbulentos. Su niñez la pasó entre los bosques, las montañas y los caminos, sumergido en el pleno furor de nuestro trópico. De allá viene su devoción, su reverencia casi mística por la naturaleza y los animales. La aparición de este libro revela el afán de presentar a obra de uno de los artistas con más facetas e Colombia. Mario Calderón Rivera, Gerente del Banco Central Hipotecario, congregó en esta empresa al Banco de la República y a la Compañía Central de Seguros. Además, utilizó a personas de fina sensibilidad para analizarla, fotografiarla, diagramarla e imprimirla, coordinadas por Inés Gutiérrez Gómez. Esta suma de factores explica la bella edición, a la cual nos enfrentamos con complacencia estética.
Dirección diseño y edición:
Benjamín Villegas Jiménez.

Textos:
Pedro Nel Gómez.
Carlos Jiménez Gómez.

Este libro ha sido creado, diseñado y desarrollado en Colombia con el apoyo institucional de:
Casa Museo Maestro Pedro Nel Gómez. Medellín.
229 páginas

COP$ 280,000



                               Una rápida ojeada al libro.

Visita a la biblioteca:


domingo, 2 de febrero de 2020

CRÓNICAS DEL OLVIDO

SEGUNDA PARTE
EL OJO VAGO

Alberto López



Mi madre había organizado un pequeño corral en el balcón trasero, donde tenía tres o cuatro gallinas, criaba pollitos y recogía diariamente la ración de huevos. Habían pasado mucha hambre en la guerra y en la posguerra, y era una manera de tener una cierta reserva alimenticia. Muchas familias lo hacían, adecuando cualquier rincón de sus casas. Yo había puesto nombre a todas las gallinas. La más vieja se llamaba Marcelina.

Aquella vivienda fue nuestro primer hogar como tal, porque hasta entonces, y durante los tres años de la guerra, mis padres, ya con tres críos pequeños, vivían en los bajos de un edificio, donde compartían vivienda y taller. Cuando la familia aumentó, y los dos primeros chicos se fueron incorporando al trabajo, el taller expulsó a la vivienda, y mi padre alquiló un piso en el edificio situado justo en frente, a la otra parte de la calle. 

Allí nací yo, en la misma habitación, donde abandonaría el mundo mi hermana. Tras su muerte, la habitación se cerró, se fumigó y todas sus cosas fueron quemadas. Supongo, que se hizo, para eliminar los bacilos que hubieran podido quedar escondidos en algún rincón. Era lo que se hacía normalmente por entonces, para combatir la llamada plaga blanca. 

Sin embargo, y no sé el porqué, se salvaron de la quema sus libros, que quedaron olvidados en un viejo librero, lleno de polvo, que había en el taller, y que yo, sin decir nada a nadie, recupere: había un atlas del mundo, medio comido por las ratas, un diccionario de latín, otro de francés, una gramática de griego, un manual de teneduría contable y alguno más que no recuerdo, libros que, junto con una foto de mi hermana, es lo único que conservo de ella, en la biblioteca de mi casa de Altea.

Desde que falleció, al menos delante de mí, en casa, nunca se volvió a hablar de ella. Lo poco que se, lo he conseguido haciendo preguntas a mis hermanos, a una de mis cuñadas, a alguna prima, y a gentes del pueblo, que la conocieron o fueron sus amigas. Sobre ella se extendió un manto de silencio, para ahogar el dolor. Durante años, pille en muchas ocasiones a mi madre, conteniendo las lágrimas en cualquier rincón de la casa. 

Por cierto que aquella habitación, volvió a tener, tiempo después, otro inquilino, mi hermano Edu, el tercer varón, con el mismo padecimiento, aunque en un estadio menos acusado. La plaga no nos daba tregua.

Raquel tenía un novio que se llamaba Evaristo, un buen chico que trabajaba de dependiente en alguna tienda de Bilbao, y que a diferencia de mis hermanos, que siempre iban vestidos de obreros, cubiertos de aserrín y portando el correspondiente olor a sudor, lucía, como correspondía a un dependiente de una tienda importante del Ensanche: americana, pantalón con la raya bien sacada, camisa blanca, corbata, zapatos relucientes y una boina azul típicamente bilbaína. 

A mí me llamaba la atención, porque cuando me agarraba y me levantaba al aire (era muy cariñoso) siempre olía bien. Estaba enamorado de mi hermana hasta las cachas, y ella le manejaba y le llevaba al huerto, como han hecho todas las mujeres de la rama de mi madre, las Fernández, con sus respectivos maridos, mis tíos, incluido mi padre. Parece que las Fernández, escogían a propósito, hombres buenos y trabajadores, pero manejables, pues en cuanto a carácter, todos respondían al mismo rasero. Recuerdo que, a diferencia de mis tres cuñadas, que no lo hicieron hasta unas pocas semanas antes de casarse, entraba en casa, como un hijo o un hermano más. 

Entre las telarañas de mi memoria, le veo sentado en una silla en la oscuridad de la sala, llorando amargamente, como una Magdalena, la noche del fallecimiento. Estuvo muchos años sin casarse, y ya con una edad avanzada, se presentó un día en casa, para pedirle permiso a mi madre para hacerlo. Mi madre se lo dio, y al de unos días llego con su prometida, para presentarla a la familia de su antigua novia. Así de largo era el brazo de mi hermana.

Cuando los pollitos se hacían pollos y estaban bien gordos, mi madre los mataba para preparar el menú en fechas señaladas. El pollo por entonces era un manjar, casi como la merluza. En la cocina actual, hoy ninguno de los dos representan nada, entre otras cosas, porque los pollos de pollos, solo conservan el nombre y las merluzas, no pasan de pescadillas. 

Cuando los degollaba en la fregadera de la cocina, haciéndolos sangrar hasta su última gota (la sangre la guardaba para cocinarla, porque en aquella casa no se tiraba nada), yo tenía que salir de allí porque casi me mareaba de dolor y de horror al ver aquella degollina. El día en que, para una Nochebuena, sacrifico a Marcelina, lo hizo a mis espaldas. Cuando la vi cocinada al horno en una fuente, en medio de la mesa, me negué a participar en aquella antropofagia y me fui a la cama sin cenar. A nadie le importó mi ausencia.

Por las tardes, en aquel pequeño balcón, que cumplía la función de tendedero, daba un sol risueño y agradable sol, así que mi madre se sentaba en su pequeña silla de mimbre, adaptada a su pequeña estatura, y se ponía a repasar la montaña de bombachos, camisas de trabajo y calcetines de los hombres de la casa. Yo le solía hacer compañía, leyendo algún tebeo o entretenido con alguno de los juegos que inventaba con cualquier cosa que tuviera a mano, ya que nunca supe lo que era un juguete. 

En cierta ocasión, observando a Marcelina, que se sostenía sobre una de sus patas, como suelen hacer las de su especia, a la vez que dormitaba cerrando uno de sus ojos comente:

– A mí me pasa como a Marcelina, que solo veo por un ojo.
Mi madre, como casi siempre, no me hizo en mínimo caso y siguió a lo suyo, mientras yo miraba a la gallina, alternativamente con un ojo y otro. Cuando lo volví a repetir, paro de zurcir, levantó la vista y me soltó:
– ¿Qué bobadas dices?... ¿qué es eso, de que solo ves por un ojo?
– Pues eso, que solo veo por el derecho – y le pregunte – ¿tú ves por los dos?
Entonces se dio cuenta de que hablaba en serio. Me tapó uno y luego el otro, poniendo varios dedos y preguntándome cuantos veía. 

Entonces se dio cuenta que con el izquierdo a cierta distancia no acertaba.
– ¡Ay Dios mío! – dijo casi gritando
Se puso de pie, dejó la labor, me agarró de la mano y corriendo escaleras abajo cruzamos la calle y entramos en el taller. Al ver a mi madre tan azorada y pálida, todos se aproximaron para ver qué pasaba:
– Jacinto… ¡que este hijo dice que no ve por un ojo!
– ¿Qué dices mujer?
– ¡Pues que es tuerto!
– ¡Qué coño va a ser tuerto! – dijo mi padre – A ver ven aquí, mira que si esto es una broma de las tuyas, te voy a dar una paliza que te vas a arrepentir.

Y me volvieron de nuevo a hacerme las pruebas, poniéndome los dedos delante y claro a todos se les quedó la boca abierta, hasta que mi padre rompió el silencio y dijo:
– Lo que nos faltaba para el duro…ahora resulta que este idiota también es tuerto.
Entonces intervine yo:
– Ya os lo había dicho, pero nunca me hacéis caso… yo solo veo por un ojo – y dirigiéndome a mis hermanos les pregunte – ¿pero vosotros, de verdad, veis por los dos?
Entonces me di cuenta, que los raros no eran ellos, que veían por los dos ojos, si no yo. Y es que estaba plenamente convencido, que Dios nos había dado dos ojos, tan solo para tener uno de repuesto, como la quinta rueda de los coches.

A la semana siguiente, mi madre me llevo a Bilbao a la consulta de un médico oculista de mucho prestigio, un tal Castiella, que al parecer era hermano de un ministro de Franco. El doctor me hizo varias pruebas con unas gafas muy raras, me miro con una linternita cada ojo, me hizo mirar para un lado y para otro, para arriba y para abajo, y no sé, cuantas cosas más. 

Cuando acabo nos sentamos frente a él, en su mesa de despacho y dijo:
– Señora, su hijo tiene un ojo vago.
– Ya – respondió mi madre – que es un poco vago en la escuela, ya lo sabemos, pero aun así no saca malas notas… ¿pero y el ojo?
– No señora, no, me refiero solo al ojo, no a él…es el ojo el que es vago.
– Y eso que es… ¿es una enfermedad?... ¿es malo?
– No es bueno – dijo el médico – pero tampoco muy malo. Es un defecto de la visión que intentaremos corregir, aunque ya es un poco mayor para ello. 

Pero bueno…veremos cómo va… Se llama ambliopía, y se da como consecuencia de que un ojo domina al otro y este se deja de utilizar y no desarrolla la visión. Por eso se llama comúnmente ojo vago. 

Pero en sí, al ojo no le ocurre nada, es un ojo absolutamente normal.
– Y que se puede hacer doctor – preguntó derrotada mi madre.
– Le pondremos unas gafas, tapándole el ojo bueno y le obligaremos a trabajar al vago con una lente especial, hasta que se consiga que ambos vean parecido, como para tener una visión estereoscópica normal. 

En fin, se trata de recuperar la capacidad que tenemos los humanos en el cerebro, para integrar en una sola imagen tridimensional, en relieve y con suficiente profundidad, las dos imágenes independientes, que nos llegan desde cada uno de nuestros ojos.
– ¡Dios mío!...o sea que el niño tiene mal la cabeza.
– No señora no…no se alarme, su hijo es normal, pero va a tener que hacer un entrenamiento para recuperar la visión binocular.

En aquella conversación tan científica, yo miraba de hito en hito, al médico y a mi madre y no pillaba nada. Al final, le dio a mi madre dos recetas, una para que en una óptica nos hicieran aquellas gafas con un cristal negro y otro normal, y otra con los honorarios profesionales, que había que cancelar, y que le dejaron helada. Como no tenía dinero suficiente, le dejo lo que llevaba a la enfermera, junto con el carnet de identidad, con la promesa de que la semana siguiente, cuando fuera a recoger las gafas a la óptica, pasaría a pagar el resto. Y eso hizo.

Cuando entramos por la puerta del taller, mi madre tenía el rostro demudado. Mi padre y mis hermanos nos rodearon, preguntando qué había dicho el médico. En el centro de aquel corro de hombres grandes, de pronto me sentí protagonista por primera vez en mi vida. Solo por aquella sensación, merecía la pena ser tuerto.
– Pues nada… que dice el oculista que tiene un ojo vago.
– ¡No jodas!... ¿Eso dice?... Bueno que es rarito y un poco vago, sin llegar a tonto, ya lo sabíamos, pero…
– No Jacinto, no…que tiene un ojo vago, con el que ve muy poco, porque se ha acostumbrado a ver solo por el otro.

Y dirigiéndose a mí, mi padre me soltó:
– Y a ti… ¿Cómo coño se te ocurre hacer eso?... ¿Quién te ha dado permiso para mirar solo por un solo ojo? – Y levantando la voz, le reprochó a mi madre – Y tu Eulalia, porque no le has dicho que tiene que mirar siempre por los dos.
– Es que el ojo no tiene nada…está bien…es cosa de la cabeza.
– Si ya lo decía yoooo – comentó para si mi padre – Si a este retal, le han caído todos los males juntos, el más bajo, el más débil, el más tonto, el más rarito, siempre leyendo tebeos, pensando en babia y tirado por el suelo, jugando con botones y cerillas. 

En fin un cacho de carne con ojos. Bueno, ni eso del todo, porque ahora encima, tuerto. Ya había dicho yo, que este iba demasiado al cine y se iba a joder la vista, de tanto mirar a oscuras.

Una semana después fuimos a la óptica para encargar las gafas. Era una tienda muy grande que se llamaba La General Óptica, donde había un montón de señoritas muy simpáticas y guapas con bata blanca. Una de ellas, nos sentó en una mesa frente a ella y mi madre le entrego la receta.
– Muy bien dijo la señorita – con una sonrisa que parecía que se le iba a salir de la cara – ahora escogeremos la montura.
Trajo varias, muy bonitas, y me las fue probando frente a un espejo movible que había sobre la mesa. 

En cuanto mi madre se enteró de los precios, pregunto cuál era la más barata que tenían. Entonces a la chica se le fue la sonrisa, se levantó y se fue a buscar la más barata. Trajo un aparato pesado, que estaba, entre las que usaba el arquitecto Le Corbusier y el escritor Sánchez Mazas. Un horror. Mi madre dijo que aquellas, que no se trataba de presumir, sino de corregir la vista y que para ello valían lo mismo, unas que otras. 

La chica las adaptó a mi cabeza, que ya empezaba a avisar de que acabaría siendo grande, o sea cabezón, y dijo que podíamos recogerlas la próxima semana. Pagamos y nos fuimos para casa.

Y así fue como acabe llevando unas gafas ridículas, con las que me pegaba contra todas las puertas y todas las esquinas, y que, a la menor ocasión, me las quitaba, porque no había dios que las aguantara. Tenía siete años, y como ya había observado el doctor, estaba en el límite de la edad, para hacer del ojo vago un ojo trabajador. Y claro, fracasé. 

Mi padre y mi madre, estaban además muy ocupados en el taller para sacar la familia adelante, como para perseguirme haciéndome que no abandonara aquella mascara, de la que por cierto, todos los chavales de la calle y de la escuela se descojonaban. 

Además, en clase me las tenía que quitar para atender al fraile y para leer y escribir. Tampoco podía jugar con ellas al fútbol, ni a la pelota vasca, porque no daba una a derechas. Incluso, caminar por aquellas calles y aceras, por entonces tan mal pavimentadas, era un problema y un peligro, porque podía tropezarme con algo, caer al suelo y abrirme la cabeza. 

Y así continué, dejando las gafas al margen, asumiendo que iba a ser tuerto de por vida, hasta llegar a la adolescencia, donde me habitué a jugar en la banda izquierda del campo, porque si lo hacía por la derecha nunca veía llegar el balón.

Desde niño, las distancias siempre las he calculado mal. Con el tiragomas, no le acertaba a nada y en la mesa solía tirar las botellas y los vasos situados a mi izquierda. Y así sigo, rompiendo vajilla con la desesperación de mi mujer. Otro problema suele ser, el de meter la llave por la cerradura. Si vengo un poco chispa de una cena, no suelo conseguirlo, y tras cuatro o cinco intentos, tengo que acabar por ceder, llamar al timbre, y aguantar la sonrisa socarrona de ella, cuando me abre la puerta. 

Con el tiempo, mi ojo listo se ha hecho más listo, y ha aprendido distintos trucos para medir las distancias, recurriendo a la luz y a las sombras, a los reflejos, a los brillos y a los colores, lo que tiene su mérito, especialmente, si se tiene en cuenta, que soy arquitecto.

Lo único bueno que me trajo el ojo vago fue, que me libre de la mili, porque me declararon inútil para hacer la guerra. El médico militar dijo en su informe, que:
… ¨si bien el mozo puede apuntar con el fusil, cerrando el vago y observando el objetivo con el bueno, si le viene un enemigo con una bayoneta por la izquierda, le degüella sin remedio¨…
Como mi madre a la gallina Marcelina, añadí yo.
Y como nunca he tenido un amor especial a la patria y soy de naturaleza pacifista, estoy encantado de que fuera declarado inútil para matar a nadie. 

Además, ya estaba acostumbrado a que mi padre y mis hermanos me valoraran más bien poco, o sea que no me causó el menor trauma, sino todo lo contrario. Así que estoy encantado de no haber perdido el tiempo haciendo la puta mili. Y ello, gracias, a que a mi ojo le diera por tumbarse a la bartola, mientras su compañero hacía todo el trabajo. La vida es así, concluí, siempre hay unos que se desloman trabajando y otros que se quedan mirando. (continuará)