viernes, 22 de julio de 2016

EL ANCIANO Y EL NIÑO

Albert Anker (Suiza, 1831-1910)

 No creo en Dios, dijo el niño. Si existiera no habría tanto dolor e injusticia en el mundo, por eso por más que lo pienso no creo que exista.

El anciano lo miró con ternura, como mira un abuelo la pataleta de su pequeño nieto.

Mira, si hay dolor en el mundo no es porque Dios lo permita. Somos los hombres los que llevados por nuestra insensatez sembramos tanta desdicha y recogemos su cosecha de dolor.

Primero tengamos claro que Dios no es el ancianito de cachetes rojos y cabellos canos que vemos en los cuadros de los grandes pintores. Él no tiene la figura física del humano, porque no es humano. Él es un ser espiritual, en términos más comprensibles es la energía que creó todo lo que existe, y por ende está presente en todo lugar al mismo tiempo. Omnisciente y omnipresente.

Tampoco piensa como humano, comprende que Él lo sabe todo, es omnisapiente. Puedes también estar seguro que no es un castigador. La venganza y el rencor solo moran en el hombre, jamás en Él. Fuimos los humanos los que inventamos al dios castigador, a ese de Sodoma y Gomorra, al que inspiró a Sansón para que se convirtiera en el primer terrorista de la historia al derribar un templo repleto de Filisteos.

Ese no es Dios, porque Dios solo ama, pero sin olvidar la justicia. Pero esa será otra historia mi niño.

El anciano cerró sus ojos y se quedó como dormido. El niño salió sin hacer ruido de la choza, sintiendo que su conciencia estaba despertando.

¿A DÓNDE VAN LOS MUERTOS?

Al día siguiente el niño llegó a la casa del anciano y lo encontró tomando su desayuno.


Óleo de Albert Anker

- Hola abuelo, dijo el niño.
- Hola niño, respondió el anciano invitándolo a sentarse mientras le daba una manzana.
- Abuelo, me gustó mucho la historia que me contó ayer, pero ahora hay algo que no entiendo.
- ¿Qué cosa es esa?, respondió el abuelo.
- Quisiera saber a dónde van los muertos, le dijo el niño.

Esa no es una pregunta fácil de responder pues que yo sepa nadie ha regresado de la muerte para contarlo, o tal vez sí...
Dice el libro que Lázaro, un gran amigo de Jesús, salió de su tumba tres días después de haber fallecido respondiendo a su llamado.

Algunos de los presentes en el lugar lo rodearon sorprendidos y uno de ellos se atrevió a hacerle la pregunta precisa; le pidió que les contara como era el mundo de los muertos. Todos quedaron muy satisfechos con tal propuesta, pues coincidía con la curiosidad general.

Conocían varias cosas fundamentales sobre la muerte, pero ninguno sabía con certeza a dónde van los muertos. El sabio Salomón había dicho: “Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tiene más paga; porque su memoria es puesta en olvido.”. Intentamos vivir lo máximo posible, pero seguimos preguntándonos qué nos sucederá al morir.

Cuando se nos muere un allegado quisiéramos saber si su alma va a algún lugar, si sufren o están bien allí, si ven nuestras cuitas y pueden interceder por nosotros y ayudarnos.

Algunas religiones enseñan que después de la muerte seremos juzgados para que después del veredicto seamos premiados o castigados y disfrutar del cielo o sufrir los suplicios del fuego del infierno.

- Pero abuelo, ¿Qué pasó con Lázaro?
El viejo sonrió al ver la natural impaciencia del niño.

- Pues Lázaro respondió sin titubeos la oportuna pregunta, asegurándo que no tenía conciencia de nada de lo que había ocurrido durante esos tres días, que para él habían sido como cerrar y abrir los ojos; un pestañeo.

El libro también enseña con toda claridad este hecho: cuando una persona muere, deja de existir. La muerte es lo contrario de la vida, de modo que los muertos no ven ni oyen ni piensan. Ni una sola parte de nosotros sigue viviendo cuando muere el cuerpo. Salomón escribió que “los muertos no tienen conciencia de nada en absoluto”. Entonces amplió esa verdad fundamental al decir que no pueden amar ni odiar y que “no hay trabajo ni formación de proyectos ni conocimiento ni sabiduría en el sepulcro”.

De igual modo, un salmo dice que cuando alguien muere, “perecen sus pensamientos”; en efecto, se acaban por completo.  Lo cierto es que somos mortales y no seguimos viviendo después de la muerte del cuerpo. Nuestra vida es como la llama de una vela. Cuando se apaga, no va a ningún sitio, sino que sencillamente deja de existir.

- Abuelo, ¿entonces con la muerte todo acaba?, ¿Da lo mismo hacer el bien o el mal?, eso es algo muy extraño.

- Querido amiguito, no puedo decirte nada distinto a lo que pienso, teniendo la certeza de que soy poca cosa para pontificar sobre nada. Lo que tengo seguro es que hay que respetar las creencias de los demás, y que hacer el bien o el mal es una opción y una responsabilidad de cada uno. 

- Tengo claro que cuando hago algo que perjudique a otros o a mí mismo me siento muy mal. En cambio cuando mis actos redundan en beneficio mío o de otros siento una gran paz interior. Es así que percibo que según mis obras recibo un castigo o un beneficio. Si después de la vida descubro el cielo, obviamente eso me haría muy feliz, pero si no hay nada te aseguro que ni me enteraré. 

Para concluir te digo que hago cosas buenas sin esperar ser recompensado con el cielo, solo me basta hacerlo para sentirme bien conmigo mismo.

No sé ni para que te digo estas cosas, seguramente ni las entenderás ahora.

El niño estaba fascinado con las palabras que decía el anciano y le respondió:

- No pienses eso abuelo, las entiendo muy bien y las he guardado en mi corazón, cuando sea grande las consignaré en un libro que de seguro escribiré.


El anciano limpió sus labios con una servilleta luego de haberse tomado el vaso de leche, regocijado al ver la luz que rodeaba a su pequeño amigo.