lunes, 25 de mayo de 2015

APRENDIENDO A QUERERME

Un cuento con sabor a ajenjo y a miel.
"Un hombre se vuelve viejo cuando los lamentos ocupan el lugar de los sueños" 
Oscar Cellini


Pasé más de media vida creyendo que todos mis defectos eran superlativos y que mis pocas cualidades solo estaban en mi imaginación, que en realidad no existían. Por eso cuando nací no lloré para respirar sino para lamentar la triste existencia que percibía. Tenía un enemigo acérrimo que me esperaba en este mundo para hacer que eso fuera así, y a fe que se esmeró en ello y lo logró por el tiempo que le fue otorgado, que para mi infortunio fue bastante.

La felicidad para mí solo fue una palabra en el diccionario que se hacía real solo para los otros. Infancia no tuve, pues en mi mente siempre me sentía mayor. No supe tampoco lo que era la adolescencia ni la juventud, pues entonces me sentí consecuentemente primero viejo y luego anciano.

Fui creciendo viendo pasar todas las cosas que pensaba me habían sido negadas. La salud, la belleza la inteligencia, la creatividad y todos esos dones que anhelaba, solo parecían ser dádivas que disfrutaban los demás. Y lo aceptaba, con resignación y entereza, pero siempre con gran dolor.

Con el tiempo aprendí a odiarme por no ser capaz de sentir todas esas cosas buenas que los otros derrochaban y poseían, por ese sentimiento de ser amados, mimados, abrazados, consolados.

Casi los envidiaba, y digo casi, porque estaba convencido que no merecía nada de eso, y no se puede envidiar lo que por fuerza no es para uno.

Mientras  tanto, mi enemigo se encargaba de que eso fuera así. Siempre golpeándome, insultándome, descalificándome. Rememoro con amargura que lo  hacía desde el confín de mis primeros recuerdos, desde cuando todavía no entendía el lenguaje humano.

Aferrado en esos hechos que cada vez se aclaraban más a medida que crecía, fui trasladando ese odio hacia tan desalmado agresor, pero no podía hacer nada para impedirlo, pues al ser tan grande el poder que me había impuesto, mi cuerpo no respondía a los deseos de mi pensamiento.

Y lo peor no era eso, las primeras veces que me atreví a acusarlo siempre se las arreglaba maquiavélicamente para hacerme aparecer como un niño mitómano, mientras lloraba y lograba que se conmovieran al punto de ser él, el defendido y consolado.

Al saber que mi palabra no valía nada opté por hablar solo lo indispensable desarrollando una infinita capacidad de paciencia, dejando que el río corriera, qué más podía hacer un niño de siete años.

El tiempo es corto y la vida efímera.

Me refugié en los libros, me deslumbré con la riqueza de los grandes pensadores y por primera vez tuve algo mío, el conocimiento. Descubrí la sabiduría milenaria de hombres que ya habían desenmarañado la condición humana y entendí que los verdugos solo deben inspirar conmiseración, lástima. En términos paisas solo deben ser “Pobretiados”. Es que la ignorancia es la miseria más grande que alguien pueda tener, el peor castigo, pobrecito.

Ahora estoy aprendiendo a quererme, a comprender; pero no a perdonar. Como se puede perdonar a alguien que nunca sintió que era objeto del perdón, que siempre se creyó con el derecho de hacer sufrir a otros, cual cruel dios del Olimpo disparando rayos mortales mientras plácidamente bebía la copa de ambrosía que le servía Ganimedes, su copero favorito.

Estoy aprendiendo a quererme y tengo la esperanza de que poco a poco sepa lo que es la felicidad  y el amor. Tal vez pronto pueda mirarme en un espejo sin horrorizarme, aunque sea en el espejito que acerquen a mi nariz para saber si aún respiro.