sábado, 1 de agosto de 2015

DE CUANDO LOS BARCOS ERAN BLANCOS

MOTES Y APODOS
Recuerdos de mi infancia en el barrio.
Alberto López



En el barrio todos teníamos motes, algunos hasta dos. Los hombres más que las mujeres, pero incluso familias enteras respondían a un apodo que se trasmitía junto con los apellidos de padres a hijos, sin representar carga negativa ni complejo alguno. Tan era así que, no sabíamos el nombre de pila de muchos vecinos. Para nosotros no tenían otro nombre que su apodo. Pienso que algunos, incluso, habían casi olvidado el suyo propio. 

La causa de la elección de los motes, podía ser de lo más diversa. Desde lo más natural, como cuando se vinculaba al oficio que practicaba una persona, hasta lo más peregrino o disparatado. Algunos se perdían en el túnel del tiempo, hasta el punto de que los mismos que lo llevaban desconocían su origen y significado. 

Estoy convencido que en aquellos tiempos caracterizados por las estrecheces económicas, la gente tenía un ingenio más despierto y agudizado que en la actualidad, donde los valores burgueses nos han adocenado a todos. Quizás ahora se sepa más, de algunas cosas, pero ante la vida y en el mundo de los principios morales, no creo que se tenga una posición más consolidada.

Del oficio de la carpintería tomábamos el apodo los componentes de mi familia. Éramos los Carpin. La señora del puesto de caramelos, donde acudíamos los niños del barrio era, Mari la Caramelera. Uno de los bares más populares era el de Jamadillas (supongo que lo tomaba de jamada, equivalente a comida) por los pinchos y raciones tan estupendos que ofrecía. La Pajarina era la esposa de El Pajarín, obviamente criador de pájaros. 

El Perrero, un hombre vinculado a las actividades náuticas de la Ría, recibía su apodo tanto por ir siempre acompañado de sus perros, como por ocuparse de capturar para el Ayuntamiento los perros vagabundos, que por entonces proliferaban de manera importante, supongo que por las estrecheces de postguerra. A Maxi, uno de mis vecinos que tenía varios cobertizos en el patio trasero de la manzana, le apodamos Txabolas.

El cine tenía su influencia en la elección de motes. Uno del barrio muy elegante (la elegancia la confundíamos entonces los chavales con lo afeminado) era Marlene, supongo que por la Dietrich, aunque también le llamábamos Señorita. La verdad era que, tras el mote, se ocultaba una cierta envidia por su elegancia y distinción en el vestir, en unos tiempos, donde todos los chavales llevábamos remendones en una ropa, mal que bien arreglada y heredada de nuestros hermanos mayores. Las películas de indios y vaqueros, las del oeste (lo de decir cowboy o western vino mucho después) motivaban la creación de motes basados en las características físicas. Los había de los más sonoros y elocuentes. 

Media Luna nombre de indudable gran jefe Sioux, tomaba su mote de una gran mancha violácea que llevaba en la cara desde el nacimiento. Pasos Largos no era alto, pero tenía esa manera de andar. Culo Bomba era zambo, con un culo caído enorme y fofo. Ojos de Uva era rubio, con los ojos saltones claros y acuosos como los de un lagarto. Ojos Tiernos era el tapicero de la esquina, supongo que el apodo se lo habría puesto alguna mujer perdidamente enamorada de su mirada. 

A uno del barrio periférico de Tartanga (en el barrio, a pesar de su base social obrera, también había distintos niveles económicos y de pobreza) del que nunca supe su nombre, le llamábamos Gavilán, nombre sin duda de jefe apache. A otro que tenía una gran mancha negra y peluda en un brazo se le decía El Lobo. Uno alto y desgarbado con los pies abiertos al andar era Zapatones, aunque este quizás perteneciera al mundo de los vaqueros.

También había motes que se heredaban, con evidente carga negativa. Era el caso de Los Malasangre, una recua familiar tan larga como una tribu. Tenían muy malas pulgas. En una ocasión, el padre le dio un navajazo al farmacéutico porque no le quería dar un fármaco sin receta. Los Matagatos tenían fama de ser grandes cazador de gatos. Eran tiempos de escasez y no estaba la cosa para dejárselos a los perros. Además, según decían, el gato en salsa era muy superior al conejo y bien aliñado no había quien distinguiera uno de otro.

Bala Negra era un extremo derecho rapidísimo que jugaba en el Erandio, nuestro equipo de futbol local. El nombre lo había tomado, sin duda, del famoso, Bala roja, Gorostiza, el gran extremo del Atlhetic de Bilbao. A Pepín un medio volante de nuestro modesto Erandio (ahora les llaman centrocampistas y ya no hay dos fijos como antes, sino que el número es variable entre dos y diez) con un regate fácil (entonces, cuando el fútbol de la ciudad de la Ría estaba todavía plagado de términos ingleses, por la influencia de los marinos de esta nacionalidad que llegaban en los barcos de mineral, se decía driblar) y una cintura portentosa, le llamábamos Jiribillas, por las maravillas malabares que hacía con el balón. 

Curiosamente, jiribilla, a decir de Lezama Lima, es una expresión cubana que significa alegría y salero. ¿Me pregunto, cómo llegaría a mi barrio este cubanismo?...Quizás a través de los cargueros de medio mundo que entraban por la Ría, que además de lo legal, traían bajo cuerda de contrabando (entonces se decía estraperlo) múltiples objetos de uso doméstico, como pastillas de jabón, colonia, libras de tabaco prensado de La Habana, bebidas apenas conocidas como el wiski o ya conocidas como la ginebra holandesa y el ron cubano, medias de cristal para las señoras y tantas cosas más. Con todo ello llegaron también palabras como: ultramarinos, coloniales, habaneras… 

A Hilario, el enterrador, por la mala leche que tenía y que le llevaba a pelearse con todo el mundo, le llamábamos Iscariote. Influencia evidente de la religión, en aquellos tiempos de crucifijo, espada y Cruzada contra el marxismo, derrotado en la gloriosa gesta de la Guerra de Liberación. También la política oficial (era la única, porque la otra estaba refugiada en las alcantarillas) tenía su presencia. El Español era un falangista que, todos los 18 de Julio (día en que se conmemoraba el Glorioso Alzamiento Nacional) se vestía de azul, se encasquetaba la boina roja y con sus relucientes botas de caña, salía a lucir sus correajes. 

Vivía en el alto de Arriagas y de allí bajaba, por la cuesta de Cruces, solo, desfilando marcialmente, recorriendo toda la calle alzando su bandera roja y gualda con el escudo del aguilucho, recogiendo tras su enseña a los pocos acólitos que el franquismo tenía en nuestro barrio. Cuando pasaba por delante de mi casa, mis ojos infantiles grababan como las gentes, en silencio, se metían en sus casas más por miedo que por protesta. Cuando acababan de pasar, volvían a asomar el morro y hacían comentarios.

El tener dinero, aunque fuera poco (entonces cualquier cantidad parecía mucho) era, como en todas partes, socialmente importante. A uno que hizo carrera en el Banco Vizcaya y que volvía al barrio de vez en cuando a pasear su opulencia y tomar unos chiquitos, le llamábamos “Faruk, por el de Rey de Egipto, aquel personaje, extravagante, cleptómano, de vida lujosa y pródiga en despilfarros, que contrastaba con el hambre y la extrema pobreza que sufría la mayor parte de su pueblo y al que destronaron los militares capitaneados por Nasser. Nuestro Faruk local, era, como el egipcio, de una gran complexión física, con un abultado vientre de capitalista americano y un bigote neofascista, corto y recortadito acorde con la época. 

Decían que era un alto cargo del Banco de Vizcaya (algunos exagerados decían que el banco era suyo) que había entrado de botones y que por su inteligencia, lealtad y dedicación (era lo que predicaba el Régimen) había ido ascendiendo hasta la cúpula de la institución. Solía ir rodeado de una cuadrilla de hombres más bien bajitos (casi todos empleados de oficinas en las empresas más importantes del barrio) sobre los que destacaba con su gran humanidad. Mi padre solía comentar: “ahí va Faruk con su corte de enanos, pelotas y tiralevitas”.

A los físicamente grandes que presumían de serlo (sin dinero en el pueblo había de pocas cosas de las que presumir) supongo que en venganza para ridiculizarlos un poco (la mayor parte de nosotros, con nuestra dieta de entonces, a base de pan y patatas éramos más bien bajitos) les añadíamos al nombre el mayestático ON. Así Luis de nombre, era Luisón, y Gabiola de apellido, Gabiolón. 

Estos nombres siempre tuvieron para mí una cierta reminiscencia sinfónica. Los jóvenes españoles de hoy, con relación a nosotros han pegado un importante estirón. Entonces con poco más de uno setenta ya se era alto. Ahora con esa altura se es casi bajo, pero claro, con tanta carne, leche y yogurt, así cualquiera.

Eran tiempos en los que las cuadrillas, en el chiquiteo, cantaban en los bares y además se presumía de cantar bien. Así a uno le llamábamos Caravana porque siempre estaba cantando aquella canción, que él presuponía que la bordaba y que decía: “… la caravana con sus cantos y risas…la caravana…”.

A Terio le apodaban El Hombre de las Tres Voces (buen título por cierto para una película). En el exiguo coro parroquial, que dirigía Don Juan, el cura organista, Terio hacía de tenor, barítono o bajo, según las necesidades del momento. Había que verle moviéndose según las indicaciones de Don Juan pasando de un lado a otro, para ocupar el lugar que en cada momento demandaba cada una de las voces. Con tanta versatilidad, no se podía esperar lógicamente un elevado nivel de calidad en los tres registros, pero en verdad resultaba un todo terreno muy oportuno para los momentos difíciles en los que al coro le fallaba alguno de sus componentes. 

De aquel coro nacería el famoso Trio Sentimiento. Bueno famoso en el barrio porque gano un concurso en radio Bilbao de cantantes noveles. Cantaban rancheras con dos guitarras y un solista. Según mi padre (al que se le consideraba un entendido entre los melómanos del barrio) eran bastante buenos. 

La noche de la final del concurso, todo el mundo estuvo al pie de radio con el corazón en un puño. Cuando llegaron después de su gran éxito radiofónico se les dio un recibimiento en la plaza como a verdaderos héroes. No pasaron de aquel momento de gloria, ni llegaron a grabar disco alguno, aunque todos les veíamos haciendo giras mundiales y películas como Pedro Infante y Jorge Negrete. 

Pero durante varios años fueron una gloria local. La radio por entonces era muy importante. Lo que en ella se decía era verdad absoluta. Los locutores eran verdaderas estrellas de las ondas. La radio con sus concursos, sus anuncios y sus inacabables dramones novelaos (Ama Rosa, Llegaron las Lluvias…) era el centro de la vida de la familia, quizás, más de lo que ahora es la televisión. La paradoja de la radio estaba en que, la ausencia de imagen, estimulaba nuestra imaginación

El pronunciamiento físico de alguna de las partes del cuerpo era fácil objeto de mote. Así teníamos a El Negro de Arriagas o al Chato de Axpe. A mi amigo Josean, por los nervios, le llamábamos Venadas, con lo que le sacábamos aún más de sus casillas. 

A Paco, el pobre chaval siempre con diarrea, le apodábamos Paco Cagalera. A su hermano mayor, Tony, un chico alto y de buena planta que, hizo sus pinitos en el boxeo aficionado, le apodaron, no sé si en broma, Tony Galento, por aquel gran peso pesado que llegó a disputar la corona mundial a Joe Louis. Por entonces el boxeo era con el fútbol el deporte rey. Cuando apareció el gran Cassius Clay, todos comentábamos si con su baile y habilidades hubiera conseguido ganar al Bombardero de Detroit. 

Por la manera del hablar y por la espuma que siempre tenía en las comisuras de la boca a Pedromari le apodábamos Babosa A una tal Encarna que tenía problemas con los ojos, la llamábamos La Pistoja. El frío y la falta de limpieza traían las pistas en los ojos, los sabañones en las manos enrojecidas y el pelo al rape por las liendres. Toda una estética para el cuerpo, en aquella época que estaba saliendo a duras penas de las miserias de la posguerra. 

Mano Mocha era el acomodador del cine. Bueno acomodador es mucho decir, más bien se limitaba a alumbrar con la linterna para acompañar a los espectadores a su localidad, aunque todos pensábamos que tenía un acuerdo con el párroco para descubrir con la linterna a las parejas que en las filas de atrás se estaban metiendo mano. Era implacable, sin las pillaba con las manos fuera de su pulcro lugar, las sacaba del cine. 

Así de difíciles eran por entonces las cosas del amor, ya que nadie tenía automóvil, y para darse el lote había que meterse en algún portal oscuro o esconderse en las huertas de las afueras. En fin que, también en este aspecto, se sufría lo suyo. 

Mano Mocha había tenido un percance en el brazo durante la guerra y lo llevaba para atrás, como amarrado a la espalda. Pertenecía a los inválidos del bando nacional a quienes el estado premiaba con algún trabajo semioficial. Para los niños de entonces aquella invalidez no nos movía a compasión, si no bien al contrario a ensañamiento. Los niños, en su inconsciencia, pueden llegar a ser muy crueles. 

A tres hermanos de La Ribera, a los tres, les llamábamos Los Cagones. ¡Cómo de mal comerían en casa, en aquel tiempo de estrecheces, aquellos pobres! A Torralba, que era guardia de circulación en Bilbao, de aquellos que vestían de blanco con casco de safari, por ser muy hablador le decíamos Carraca. 

Al único abogado existente en el barrio por chulillo, estirado y “echao palante” le llamaban Numeritos. Era un personaje como del centro de Bilbao, a donde iba todos los días a trabajar en el tren de los empleados de las ocho treinta. En aquel barrio obrero, era el único que llevaba habitualmente traje y corbata. Tenía una mujer rubia de bandera que, siempre iba con zapatos de aguja luciendo unas piernas perfectamente torneadas (las piernas y el busto eran por entonces, el objeto del deseo erótico de los hombres) con unas medias de cristal de costura bien derechita y una faja apretada que prometía un estupendo pandero. Era el paradigma de la mujer ideal de entonces, generosa en carnes y curvas. 

Los chavales al verla pasar la mirábamos con encendido deseo. ¡Si ella supiera cuanto semen juvenil se desperdició soñando con ella! Cuando salían juntos a pasear, tan puestos y elegantes, causaban sensación. Iban saludando muy educadamente a uno y otro lado con leves inclinaciones de cabeza. Su hijo siempre lucía limpio y compuesto. Me preguntaba, como conseguía caminar por el barrio sin que la suciedad ambiental le tocara. Aunque era de nuestra edad, no jugaba con nosotros. Parecía pertenecer a otro planeta. Yo no entendía cómo podían vivir en un barrio como el nuestro.

A Javi, un vecino de mi calle que de niño había sido un bebé precioso, rubito, pacífico y regordete, con cuarenta años le seguíamos llamando Panchito. Alejandro, un pobre hombre al que se le había ido la olla con el baile, hasta el punto de creerse Fred Astaire, le daba por bailar en solitario, sin pareja, abrazando al aire, pasodobles los domingos en la plaza cuando tocaba la raquítica y desigual banda municipal. Le llamábamos Panchita. 

A José Luis de tez morena y que se deshacía en lenguas hablando de un Caribe de despampanantes hembras mestizas, le apodaban Chocolate. A Fermín siempre elegante y con los zapatos relucientes (le ponía enfermo que le pisaran los zapatos) le llamábamos Zapatitos. La verdad es que yo no recuerdo otros tiempos con tanto tiempo destinado en todas las casas a lustrar los zapatos. 

Por cierto, los zapatos entonces siempre eran negros. Teníamos un Varillas larguirucho y delgado, un Oculto por su carácter silencioso y reservado, un Pino por su nariz pronunciada, un Potorro por su enorme polla de la que, con razón presumía, un Epecha (en la América hispana pechar es sinónimo de empujar para adelante) por cómo, a pesar de ser bajito, sacaba pecho al caminar.

También los comercios y bares tenían sus motes. A una mercería, por la pluma que tenía José Mari, su encargado, le apodaban la mercería de Huevitos. El Chorizo (sinónimo de ladrón de pequeños vuelos) era un bar donde se hacía todo tipo de transacciones comerciales legales e ilegales, y donde en su bodega trasera, se vendía y compraba cualquier cosa de estraperlo. Recuerdo que en una ocasión a unos marinos americanos que traían un cargamento importante de tabaco rubio, les pagaron allí con dinero acuñado durante la guerra por el Gobierno de Euskadi y se fueron tan contentos. 

En el barrio de Arriagas, un barrio en el monte, al que se ascendía por una cuesta que quitaba el aliento, teníamos un Pirata. Al hombre le faltaba un ojo (lo llevaba tapado con un parche negro) y una pierna, por lo que llevaba una suplementaria de palo. Lógicamente tenían que apodarlo El Pirata. El hombre cogía día sí y día no, unas melopeas de campeonato y allí iba a la noche, renqueando cuesta arriba para su casa, dando tumbos para un lado y otro de la carretera con su pierna de palo. 

Desde el portal de mi casa le veía venir a lo lejos con su particular andar, subiendo poco a poco la cuesta. No recuerdo, sin embargo, haberle visto nunca caerse al suelo. Un pirata, acostumbrado al balanceo del barco, no debía tener inconveniente para aguantar, a pesar de su pierna de palo, el balanceo de una borrachera. Eran tiempos duros en los que los hombres bebían mucho. La vida era ingrata e injusta, pero el vino peleón era barato y la gente bebía para ahogar en el sus penas. A uno de aquellos incansables sedientos, por las continuas borracheras que agarraba, le apodaban Moskorra (borracho en vasco). 

Beber y fumar eran los dos vicios fundamentales de entonces, bueno y el fútbol, que no era un vicio, pero en el que se ponía la misma pasión. En el barrio solo había una persona que, al menos en público, fumara en pipa. Mi recuerdo es que fumara o no, iba siempre con la cachimba colgada de la boca. Le apodaban el Pipas. Era bajo, grueso, blando, bien vestido (me refiero a llevar americana y corbata) con forme de tonelete y aire de tener dinero. 
Se dedicaba, al por entonces boyante negocio de la chatarra.

El cine español tenía también representación en algunas folklóricas del barrio que imitaban en su forma de vestir, peinarse y pintarse, a las auténticas del cine nacional, tales como Estrellita Castro, Imperio Argentina o la emergente Lola Flores, a la que llamarían la Lola de España, modelo y paradigma entre la nueva remesa de folklóricas. 

Así teníamos a La Lirio, grande, chula y flamenca y a La Cariño que con sus rulos ensortijados a lo Estrellita, uno a cada lado de la frente, contestaba a todos: dime cariño.

En el colegio de los hermanos Maristas, al chaval más travieso (un pelirrojo que me recuerda al personaje de Guillermo Brown, de las novelas infantiles de Richmal Crompton, que devore de niño) le llamábamos Demonio. Llegamos hasta olvidar su verdadero nombre. Los frailes también tenían su mote. Uno de ellos, entrañable para medio barrio que pasó por sus manos, le llamábamos Ramplin. No sabría decir porqué. Lo que sí recuerdo es que si oía el apodo, se ponía hecho una furia y si cogía al atrevido, le hacía pagar con creces su osadía en vara de avellano. Pegar a los alumnos en aquella época, nos parecía normal tanto a padres como a hijos. 

No se consideraba un abuso del maestro, sino una manera de enderezar la rama torcida del árbol. Sin duda estaba mal, pero no se concebía otra manera de hacer entrar la letra que a fuerza de sangre. Creo que en la actualidad, nos hemos pasado al otro extremo al prohibir hasta el más minino castigo. Recuerdo que aunque temíamos sus palos, todos le queríamos. También había otro hermano de nombre José María al que llamábamos El Blando. Siempre le sudaban las manos. No hubo niño en el colegio al que aquel maricón no le hubiera metido mano. Y claro está, todos callábamos. 

Si se lo contábamos a nuestros padres, lo más probable es que antes de acabar de explicarnos recibiéramos un trompazo. Así era por aquel entonces la educación. Cuando ahora veo la delicadeza y cuidado con que tratamos a los niños, me sorprende que, los de entonces, no acabáramos todos medio delincuentes.

A Carmelo, la Flor de Otoño del pueblo, siempre entre comadres, le llamábamos Carmelita. Vivía en una chabola de lo más coqueta en las afueras, un poco como un apestado. Su hermana, vecina de mi familia, estaba casada y sin hijos. Era lo más parecido a un hombre. La naturaleza, en muchos casos injusta, da a unos hombres y mujeres un cuerpo opuesto a lo que desean y sienten dentro de sí. Aquellos no eran tiempos fáciles para los que tenían las mismas inclinaciones que los dioses.

Un paradigmático representante de El Avaro de Moliere era el viejo droguero de la esquina, con su bata gris, sucia, raída y sus antiparras caídas sobre la punta de la nariz. No se pasaba en darte un gramo de más, ni perdonaba una chiquita de menos. Las mujeres decían que tenía la balanza trucada, una balanza por cierto tan antigua y destartalada como la propia droguería. Tenía una trastienda a la que nadie tenía acceso y a la que los niños imaginábamos llena de vasos de vidrio y probetas donde, según nuestra fantasía, confeccionaba innombrables drogas y bebedizos para los destinos más oscuros e inimaginables. Su mujer, con una bata similar, aunque un poco más limpia, era pequeña, desagradable, seca como un palo y con la misma mala leche avinagrada de su marido. 

A los chavales nos daba miedo ir a hacer recados a aquella tienda. Era una pareja siniestra. La llamábamos la droguería de El Tío Miserias.

En los años de posguerra, faltaban casas y empezaban a aparecer chabolas en los bordes del barrio, donde lo urbano perdiendo su nombre, se disolvía entre las huertas. Varias de estas chabolas las ocupaban familias numerosas de inmigrantes pobres, emparentadas entre sí como una tribu. Su pobreza y sus pintas sucias y desaliñadas, hacían decir la gente que, a pesar de no ser gitanos vivían como gitanos. De entre ellos, los más peligrosos para nosotros eran Los Rechinaos. 

Los chavales de mi calle nos apartábamos cuando los hijos de aquella familia pasaban en grupo por delante de nosotros camino de la plaza. La verdad es que les teníamos miedo. Descarados y abusadores nos quitaban la merienda sin la menor consideración

El juego con el lenguaje, deformando las palabras, tenía también buenos ejemplos de apodos. Uno era Usebiocone. Es decir se llamaba según él Usebio. Cuando se le matizaba que sería Eusebio con “E”, decía que sí, que Usebio con E. Así se quedó, Usebiocone. Un chaval de mi calle tomo su apodo, de la costumbre materna, de llamarlos a él y a su hermana a voz en grito desde la ventana, para que fueran a casa. Los hermanos se llamaban Juan y Conchi, y él se quedó con el grito materno completo como mote… Juaniconchi. A los de la cuadrilla de Los Vagos, a la que pertenecía uno de mis hermanos, como eran muy chirenes, (ahora diríamos surrealistas, aunque ellos no sabían lo que era el surrealismo) les dio una temporada por hablar al revés, convirtiendo en apodos todos los nombres. Así Emilio Bórica tenía por apodo Koribo y José Luis Solachi, Chilasu e igualmente todos los demás. 

Era un grupo que siempre estaba dando la nota con sus extravagancias y marcando la diferencia para reforzar su carácter de grupo. Y en este caso lo hacían de manera original, utilizando el lenguaje al revés. Eran jóvenes humildes, simples obreros, pero he pensado muchas veces que en ellos se daba, sin ninguna afectación, el más puro comportamiento surrealista y dadaista. Lo sorprendente de aquella gente es que, las cosas que hacían, no se limitaban solo al periodo de la adolescencia, sino que cuando se hicieron mayores, incluso casados, seguían haciendo cosas que aunque podían calificarse como gamberradas, tenían siempre un toque ocurrente. 

He llegado a pensar que, estos comportamientos que se daban en mi barrio, se debían en cierto sentido, al crisol social que se dio con el aluvión de la inmigración que se dio en aquellos años, cuando el hambre del campo volcó sobre las ciudades industriales a enormes masas campesinas, con orígenes, costumbres y culturas diferentes. La burguesa Ciudad de la Ría cambió de manera definitiva.

Siempre he sido favorable a la inmigración y a la mezcla entre gentes de distinto origen y procedencia. Me parece que la diversidad es buena y enriquece la sociedad. Por eso no puedo con los nacionalismos y con los que conciben la cultura y las costumbres como un recinto sacrosanto que hay que defender contra viento y marea de los extraños. Estas posiciones, suelen llevar a la paradoja de acabar convirtiendo en extraños a los mismos defensores.

Guardo en mi memoria algunos apodos, cuya procedencia y origen no pude nunca descifrar. Taringo el de Tartanga, era un joven personaje extravagante, atlético, deportista y un poco loco, que solía ponerse grandes retos. 

En cierta ocasión, coincidiendo con las fiestas patronales del barrio, se propuso hacer la machada de cruzar nadando sin parar, diez veces la Ría ida y vuelta. Corrido el intento de boca en boca, allí estábamos todos frente a pretil, para ver a Taringo intentar una nueva hazaña. Pero le dio un calambre y por poco se ahoga. Lo tuvieron que sacar del agua en un bote de mala manera. Aquel día su hombría quedó bastante dañada. Mi madre, siempre tan refranera, comentando el incidente sentenció: dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. 

A José Ramón, el del bar siempre le llamamos Peter y tampoco sé por qué, pero en la puerta de entrada ponía: Bar de Peter. Para mis hermanos mayores era algo que tenía que ver con Inglaterra, porque José Ramón había sido marino mercante. Para nosotros, los niños, estaba claro que era cosa de Peter Pan. 

A mi amigo Juanra le pusimos por mote Chicha, no creo que fuera por la bebida de los incas, ya que nosotros, por aquel entonces, solo conocíamos el vino. A Juan Mari, sin explicación le llamaban Camarote, al hijo de la estanquera de la carretera Chilandro, al hermano de Bórica Pastín (no creo que procediera del plato culinario italiano). Había una señora a la llamábamos La Marabaixo, no sé, quizás por el nombre fuera gallega, aunque la palabra remite a una manifestación cultural de origen africano del estado brasileño de Amapá.

Nunca supe de dónde procedían todos estos apodos.
Algunos motes tenían reminiscencias cultas como a Elías, que siendo maquinista naval le llamábamos Caronte (supongo que tendría algo que ver con la leyenda griega). Había un personaje curioso que tenía fama de irse por El Foro. Le llamábamos El Forero. Era un matrimonio que apareció después de la guerra, sin que nadie supiera de dónde venía. El era realmente exótico, como de otra galaxia. Abrió un bar, instaló un piano y entre chiquito y chiquito servido en la barra por su mujer, tocaba jazz. Murió tuberculoso. Fumaba como un carretero. Era todo un personaje, de esos que la literatura inventa para imitar a la vida.

Ramallets era un pobre loco, ya mayor, que creía haber sido de joven, el célebre portero del Barcelona. Los chavales después del colegio, hacíamos con las carteras de los libros porterías en medio de la calle (entonces casi no había coches) para echar un partido y si por allí estaba Ramallets, ocupaba sin decírselo dos veces una de ellas, con la boina calada para atrás. Era el loco de mi calle que, a nadie hacía daño, con una sola pasión que le llevó al desvarío, el fútbol. Un personaje entrañable, al que le iba a recoger, como a un niño, su esposa, una mujer de negro, todavía joven que, daba la impresión de arrastrar una tristeza infinita.

No sé cómo se llamaba, recuerdo que le llamaban Ramba. Cuando se cocía, rechinando los dientes lanzaba su grito de guerra: Que viva Pancho Villa y muera Pascual de Orozco. Lo mexicano en aquella época estaba de moda, porque el cine mexicano y el argentino eran prácticamente los únicos que la Dictadura dejaba entrar. Para los censores fundamentalista del gobierno, el cine de Hollywood era poco menos que pornografía. 

Nos gustaba el cine mexicano de charros machos y valientes. Además aquello de que los villistas, en una carga de caballería, echándole cojones, se lanzaran a pecho descubierto contra un tren militar y les ganaran a los soldaditos uniformados del gobierno, era una manera de alentarnos contra la dictadura franquista que nos oprimía. No sé si Ramba habría sacado el grito del cine o habría vivido algún tiempo en México. Otro ejemplo de la influencia mexicana era el hojalatero de la plaza, al que apodaban Jalapa. 

Tampoco sé porque, ya que no tenía nada que ver que se sepa, con aquella localidad mexicana. De aquella época, me ha quedado la afición por las rancheras, cuya música y letra, de muchas de ellas, aprendí por entonces y que sigo cantando para gusto y sorpresa de mis dos hijas pequeñas que, acaban de descubrir, por influencia de su madre a Vicente Fernández, a mi juicio un cantante menor, a años luz de Jorge Negrete, Pedro Infante, Pedro Vargas o Aceves Mejía.

Antón, de mote Pirula (de hacer malas faenas o trampas) fue quizás, en aquellos tiempos, uno de los personajes más curiosos y singulares del barrio. Había sido un buen calderero y trazador en los astilleros, pero como bebía como un cosaco, la empresa no hacía carrera con él y le acabó despidiendo de trabajo. Desde entonces ocupó el puesto de maletero oficial en nuestra diminuta estación, a la que nunca llegaba nadie con maletas. Su actividad productiva real era la de limpiabotas. 

Vivía con su mujer, Mónica, la otra Caramelera oficial, una especie de Lola Flores local que tenía instaurada una tertulia de acera junto con Mari la otra Caramelera, la Lirio, La Cariño y Carmelita nuestra Flor de Otoño. Una reunión normal entonces para mis ojos de niño, pero un espectáculo casi inenarrable con mis ojos de adulto de hoy.

Antón Pirula y Mónica vivían en una casita de madera, en realidad una chabola, aunque muy digna que, ellos mismos habían construido en unos terrenos olvidados del ferrocarril junto a la estación donde teóricamente Antón ejercía de maletero sin maletas. La habían pintado en azul y blanco, con los colores del equipo de fútbol local en el que, en sus tiempos, Antón había sido una figura. Estaba rodeada de macetas con geranios, como una villa elegante, pero a una escala más próxima a la maqueta. 

Altos y guapos, los dos se daban cuero a tope cuando bebían. Sin embargo, estando serenos, se perdonaban todo y salían a pasear del brazo con sus mejores trapos, presumiendo ella de él y él de ella. Mi madre solía comentar: la verdad es que están muy enamorados…y es que… quien bien te quiere te hará llorar…
Varillas y Ramón Plaza espontáneos poetas locales que a todo lo que pasaba en el pueblo le ponían letra, utilizando melodías de canciones populares, les sacaron una canción:

… Antón es un hombre genial
limpia el calzado con esmero
y la casita que se ha hecho
es digna de admiración.

De todos los que se casan
cuántos quisieran tener
una casita así de bonita
y así de pequeña.

Todos los que se casan
poquitos son
los que no han soñado
con una casita
como la de Antón…


Foto de https://ocionea.com coloreada para el blog

Cosas tan curiosas y personajes tan entrañables como los poetas surrealistas de aquel barrio de entonces, que ya solo habita el recuerdo, han desaparecido definitivamente. Son cosa de otra época, en la que todo era distinto, más humilde y más difícil, pero a la vez más claro y sencillo, y con seguridad, también más entrañable. Una época en la que para los niños del barrio, los barcos que subían y bajaban por la Ría, fueran de los colores que fueran, estuvieren nuevos, viejos o destartalados, todos… todos, eran blancos.