miércoles, 25 de junio de 2014

UNA LLAMADA AL AMANECER

El miedo es algo inherente al ser humano, tal vez nos viene como heredad genética desde tiempos inmemorables, cuando los primeros homo sapiens se desplazaban por las llanuras en busca de alimento acechados por las fieras.

Tengo muchos retazos de mis miedos infantiles, cuando en la noche apagaban la lámpara y mi cuarto quedaba en tinieblas sentía que levitaba en medio de la nada, pues todo dejaba de ser.

Al rato mis ojos se iban acostumbrando a la oscuridad y el negro se iba convirtiendo en gris mientras los grillos daban su frenético concierto nocturno en el solar de la casa. Las cosas se iban transformando mágicamente, mi ropa que reposaba en una silla que estaba junto a mi cama se convertía en una bruja acurrucada lista a saltar sobre mí para asfixiarme sentada sobre mi pecho, así  lo había escuchado en las conversaciones a media voz que sostenían las sirvientas en la cocina.

Después de mucho mirar ese bulto tan miedoso sobre la silla, lograba discernir que solo era un atado de ropa. Pero luego llegaban unas extrañas sombras que se desplazaban por el aire ondulando velozmente  sin hacer ningún ruido. Me metía bajo las cobijas en esas horribles  noches que solo terminaban cuando me dormía.

Pero con los años también entendí que no había tales espectros, que solo eran remanentes lumínicos que persistían largo rato en la retina. Ya no había brujas ni espectros voladores y la oscuridad no me atemorizaba, solo al miedo había que temer.

Y pasaron muchos años en los que el miedo no existió para mí, hasta que una vez, rayando la media noche ocurrió algo que me sacó de de mi idílico estado. El concierto de los grillos fue interrumpido por el repique del teléfono que me despertó de forma incómoda, queda uno en un lamentable estado entre el sueño y la vigilia. Extendí  torpemente mi brazo y casi no acierto a tomar el auricular del teléfono que reposaba en la mesita de noche.

Me senté rápidamente en el borde de la cama y encendí  la lamparita, solo entonces dije alargando la palabra: - Aló…

Por qué será que casi todas las cosas malas nos llegan al amanecer:  Que se murió tu madre, que se murió tu amigo, que se accidento tal o pascual, fultanito o sultanito. Y uno como un zombie, medio dormido, medio despierto, indefenso escuchando aquellas noticias. Peor estos nuevos miedos que la bruja de mi infancia, que al fin y al cabo nunca se decidió a saltar para sentarse sobre mi pecho, y mejor aún que dejó de espantarme  cuando entré a la pubertad.

Nada peor que esas llamadas a la media noche, mensajeras de males y tragedias, repiques tenebrosos que llegan cuando el lucero del alba se apresta a salir temprano y el firmamento se pinta de azul lapislázuli.

Llamadas que a veces presentimos, que a veces esperamos y que nos  recuerdan que somos viajeros efímeros. Cuando pasa mucho tiempo sin recibir tan desagradable sorpresa comenzamos a barruntar, porque sabemos que es inevitable y que por algún designio misterioso la parca parece tener la incómoda manía de trabajar antes de que el sol despunte.

Ahora mismo suena mi teléfono, miro el reloj y veo que son las doce y treinta y seis de la madrugada, dejo el teclado y contesto angustiado: - Aló…