sábado, 8 de abril de 2017

TEORÍA DE LA MEDIOCRIDAD

Por Alberto López.


Aunque lo poco que pueden todos, dependa de lo mucho que unos pocos anhelan, el mundo no es de los sabios, ni de los santos, ni de los héroes, sino de los mediocres.

Aunque no tienen voz propia, sino eco, aunque repiten las ideas y las voces de otros, aunque opinan como oyen opinar, aunque juzgan como oyen juzgar, el mundo es de ellos.

Paladines del sentido común, que es el menos común de los sentidos, porque es colectivo, refranero, retrogrado y dogmático, su sombra, apenas una penumbra carente de líneas definidas, lo cubre todo, como una nueva peste.

Tengan los años que tengan, los mediocres son siempre viejos, porque no se nace joven y porque la juventud no se regala, sino que se adquiere.

Nadan a favor de la corriente amparándose en la manada, en la raza, en el pueblo, en la clase, en la secta, en la iglesia, en el partido…No existen solos, porque solos no son nada. Están como muertos en vida. Carecen de biografía.
Sus admiraciones son prudentes e interesadas y sus entusiasmos oficiales.

Aunque la idea sea trasparente, ellos dirán que es relativo. Aunque se trate de la mayor sandez, toda opinión la consideran respetable, porque no tienen opinión y confunden la tolerancia con la cobardía y la discreción con el servilismo.

Cuando se muestran modestos, su modestia es o una impostura o un refinamiento de la vanidad.

Desconocen la ironía, que es la agudización del ingenio, y el humor que es soporte de la tolerancia y la sabiduría.

Confunden el eclecticismo con no tener opinión. Se apropian de todo un poco y hacen resúmenes de las opiniones de los demás, presentándolas como innovadoras.

Se amparan en la solemnidad para ocultar su falta de ideas, y callan y prefieren delegar y otorgar ante el riesgo de opinar. 

Prefieren el silencio y la inercia, porque es la única forma de no equivocarse. Sus modelos son el funcionario, el burócrata y el tecnócrata, pero sus valores o su ausencia de valores, está extendida en todas las capas sociales, desde la burguesía hasta los obreros marginales

En el arte, ante la ausencia de ideas, el recurso a lo espectacular, a la sorpresa y a los fuegos de artificio, con la intención de entretener, es el denominador común. Es a su vez, a lo máximo a lo que aspira un público mediocre, que sigue los dictados de la moda, donde todo es repetición y conformismo. La necesidad de vender obliga a seducir y agradar al gusto dominante, convirtiendo al arte en esclavo del éxito. 

Así el valor de una obra, está en función de los índices de audiencia y no de la valoración objetiva y de la sabiduría de unos pocos educados. Convertido en industria para las masas, el arte actual, está abocado a naufragar en el mar de la mediocridad.

La rutina que es el soporte de la mediocridad, adquiere tal fuerza en su inercia que resiste la carcoma del tiempo. La rutina es la renuncia a pensar. Contagiosa y cómoda, como la pereza, es el sustento de la vida del mediocre. Porque este vive satisfecho entre los engranajes de esa máquina trituradora del espíritu que es la rutina.

La democracia presupone un hombre libre, con criterio propio, pero la actual democracia formal es la dictadura y el gobierno de la medianía, que algunos llaman con razón mediocracia, y que se asienta en presupuesto de un hombre normal. Un hombre que no existe, porque lo que existe es el mediocre, el domesticado, el servil, el gregario, que se reproduce en el silencio y en las tinieblas de las cloacas

Según rolen los vientos, los mediocres aflojan las ligaduras de su conciencia, desconociendo la dignidad, lo que los convierte en rebaños. Si les conviene, apuntalan las doctrinas y las creencias más irracionales. Gregarios del primer líder que les susurra al oído, glorias de las que carecen y ambicionan, acaban apoyando la mayor de las ignominias en nombre de la razón de la manada. 

El nazismo, el fascismo, la socialdemocracia, el comunismo bolchevique, cimentaron su poder en masas vociferantes de mediocres, cargados de consignas e ideas banales.

Hitler, Stalin, Mussolini, Franco y sus secuaces, no fueron unos dictadores locos, como suele decirse. Fueron mediocres que administraban el mal como grises e insensibles burócratas. Tampoco fueron líderes que embaucaron y engañaron a su pueblo. No hizo falta. El pueblo que les siguió ya estaba envilecido en su mediocridad. 

Tras la derrota, como todos los mediocres caracterizados por su cobardía, dirán que no oían, que no veían, que no sabían, y aun así les perdonaron una y otra vez, porque en el fondo unos y otros seguían cambiando cromos bajo la mesa. Bertolt Brecht, nos advirtió sobre el peligro de que todo se volviera a repetir de nuevo…”No os regocijéis en su derrota. Por más que el mundo se mantuvo en pie y paró al bastardo, la perra de la que nació está otra vez en celo ".

Hoy en el teatro de política, donde nunca se pueden encontrar amigos sino cómplices, los mediocres siguen medrando como lombrices en un intestino. Paradigma de ello es, el Registrador de la Propiedad Mariano Rajoy presidente de una España derrotada, postrada y envejecida, y compañero de vergüenzas y miserias de ese nido de burócratas y tecnócratas de Bruselas que, en manos del poder del dinero que se oculta tras ellos, escenifican el gobierno Europa.

Mediocres encastillados en la distancia, tras una mesa blindada, como la monarquía española, antes campechana con olor a bar de putas, bocadillo de tortilla y cocido de repollo, ahora pija, refinada y perfumada con Chanel, pero igual de ignorante y mediocre que la anterior. Y es que el alimento del mediocre es la vanidad, y el que aspira a parecer sea rey, burgués o plebeyo, renuncia a ser.

La prensa, la televisión, la radio y las redes sociales, se han convertido en verdaderos vertederos de vulgaridad. Ni la cultura, ni las artes, ni las letras, están a salvo de esta ola de mediocridad que arrasa con todo. La paradoja en este baile de criadas y de horteras, como dice la zarzuela, donde se adora el éxito y se incentiva la competitividad más feroz y la individualidad más insolidaria, es que nadie quiere ser tachado como mediocre y, sin embargo, todos lo son.

En el estado actual del capitalismo, el dominio social, más que en la explotación económica de la fuerza de trabajo, está en la aceptación pasiva de dominio ideológico y de los valores de las clases dominantes y de sus núcleos dirigentes de poder. Cuando un pueblo acepta la esclavitud al grito de ¡vivan las cadenas! está realmente perdido para la historia.

Llegados a este punto el dominio ideológico y de valores sociales, está mucho más allá de lo que hasta ahora representaba el dominio económico. El dominio y el sometimiento por convencimiento representa la forma más absoluta de dominio y poder. Ninguna sociedad autoritaria, había conseguido antes llegar a tanto.

La socialdemocracia intento crear una amplia clase media que, actuara como aceite pacificador de los conflictos sociales. Pero se equivocó. Hoy esa clase media, con trabajo, tiempo libre, sanidad y escuela pública y vacaciones pagadas está en retroceso. La identidad de esa clase se ha perdido barrida por los acontecimientos de la crisis del capitalismo económico financiero. 

Ahora la burguesía, la pequeña burguesía, las clases medias y los obreros y trabajadores, suscriben los mismos sistemas de valores. La diferencia económica no los hace diferentes. Todos son igualmente mediocres. 

En términos de consumo, pueden tener unos, acceso, a más cosas que otros, pero son las mismas cosas: el automóvil, el chalet, la barbacoa, la hamburguesa, la televisión, el futbol del domingo, la señora estupenda…Todos quieren las mismas cosas. La diferencia solo está en el número de pulgadas de la pantalla de tv.

La mediocridad presente en todos los órdenes de la vida actual, plantea la duda de si no habrá contaminado también a los componentes del mismo grupo que detenta el poder. A fuerza de vender banalidad y medianía, cabe pensar que quizás han llegado a creerse su propio discurso y sus propias mentiras. 

Ya sucedió en dos ocasiones con el capitalismo industrial y financiero alemán, que acompaño a los mediocres alucinados encaramados en el poder en su orgía de sangre y destrucción.

La pregunta no es ociosa si nos atenemos a la reciente llegada a la Casa Blanca de un personaje como Trump (o como Putin, versión rusa de lo mismo) que hace virtud pública de su mediocridad, frente al elitismo de los dirigentes de los partidos tradicionales y de los aristócratas y patricios del capitalismo industrial yanqui, que se han horrorizado, ante el mal gusto del patán que ha llegado a encaramarse, en el trono de la primera potencia del mundo. 

Pero no es algo nuevo. Parece como si de tiempo en tiempo, la mediocridad dominante llamara a retornar a las ideas irracionales predicadas desde la cueva de la historia, para, como en el cuadro de Goya, devorar a nuestros propios hijos.
Y es que la carrera de la mediocridad no tiene límites, o si los tiene están a la altura de la estupidez humana, que puede llegar a negarse a sí misma, escenificando su propia destrucción. 

Hoy podríamos decir que, entre el animal irracional y el hombre mediocre, la distancia es menor que entre este y el ser humano cultivado y consciente de su moralidad.

Resulta paradójico que, después de haberse librado del servilismo medieval y de la dictadura ocultista de la religión, hayamos llegado a este punto de inhumanidad. La universalización de la mediocridad ha cambiado este mundo e incluso el del más allá, porque hasta el viejo cielo ha dejado de ser aquel lugar espacioso, confortable y democrático, donde sin cupos, se acogía a riadas de mártires en los primeros tiempos. 

Hoy, el reino de las nubes, se ha convertido en un exclusivo club inglés para triunfadores, aristócratas del dinero y gentes con influencia en todas las cortes, incluida la corte celestial. Y es que el Dios de hoy, ateniéndose al rolar de los vientos, se está convirtiendo también, en un Dios mediocre. 

Por otra parte, el infierno está en crisis y va de capa caída. La gente cada vez cree menos en él y le están perdiendo el miedo. Los diablos de clausura apenas tienen trabajo, porque ahora casi no quedan otros malos que los de las películas y el Papa se está pensando en la posibilidad de clausurarlo.

Así las cosas, el purgatorio se ha tenido que reinventar, saliendo del olvido y renaciendo con nuevos brillos, para acoger a las grandes masas de envidiosos y mediocres, porque como dijo el Dante, no son dignos ni de llegar al infierno.