sábado, 19 de junio de 2010

EVANGELIO DE SIMÓN EL PAISA

LAS BODAS DE CANÁ

Apócrifo de Simón el Paisa.


Fue en la demolición de una antiquísima casa del sector de Belén, cuando un humilde trabajador penetró en un profundo subterráneo que no aparecía en el plano que le habían dado, en el fondo del oscuro túnel el haz de su linterna alumbró una carcomida urna de madera, sorprendido y pensando que se trataba de algún tesoro la abrió temblando de emoción, para descubrir que dentro de ella solo había un vetusto cuaderno lleno de garabatos, es que el pobre no sabía leer. De todas formas guardó el cuaderno entre su camisa y salió jadeante del húmedo lugar.

Ya en el terreno de la construcción me contó sobre su hallazgo y sonriente me entregó el mugriento cuaderno. Estuve a punto de botarlo, pero me detuve al ver un misterioso símbolo en su carátula, por lo que opté guardarlo en mi mochila.

Pasaron varios días cuando recordé el asunto y me apuré a sacar el intrigante objeto de la mochila, estaba medio desbaratado, pero sus notas aún eran legibles y aunque tenía hojas rotas pude pegarlas con cinta adhesiva.

Lo llevé con mucho cuidado y lo puse bajo las luces de mi mesa de dibujo, con unas pinzas pasaba sus hojas de una en una, no sin antes fotografiarlas.

Comencé pues a transcribir las notas a mi portátil con mucho esmero, descubriendo que se trataba de un incunable evangelio apócrifo, el evangelio de Simón el Paisa.

Al leer este evangelio, hallé una historia muy curiosa que robó de inmediato mi atención, y estoy seguro que ahora también la vuestra, era el verdadero relato de las bodas de Caná, que publico a continuación.

Caná de Galilea era un pueblito de hermosos amaneceres, seguramente cerca de Nazaret donde vivía Jesús con sus padres.

Sin duda eran unos parientes de María los que celebraban ese matrimonio, pues ellos fueron especialmente invitados. Imagino los apuros de la madre de Jesús para conseguir el regalo de bodas. Al mercado de San Alejo de Nazaret tuvo que ir la Virgen María a comprar el presente, allí ofrecían lámparas de aceite de Roma, cobertores de lana de Grecia, vajillas de cerámica de Turquía, papel papiro traído de Egipto con un Kit. de tinta y plumas fuentes de la India, era el epicentro del naciente negocio del contrabando. También vendían ropas finas de lino y sandalias de cuero de Italia, collares con piedras de colores de África y finos perfumes de la Galia.

Así se pasó pues la Divina Madre, loliando y recatiando precios toda la tarde en el bullicioso mercado. Finalmente compró las túnicas y las sandalias para ella y Jesús, pues la ocasión ameritaba estren, para los novios compró dos finísimas lámparas de cerámica Romana con su respectivo frasco de aceite combustible, una loción finísima que le había recomendado María Magdalena y un tazón sopero de barro cocido.

Feliz llegó a la casa y les mostró sus compras a José y a Jesús, su hijo se mostró satisfecho con su ajuar, el cual se midió inmediatamente para asegurarse que era de su talla y tener tiempo de ir a la sección de devoluciones de no servirle. José disimuladamente le preguntó en voz baja: - ¿María, cuanto te valió todo eso?, le dijo cuanto ella y el por poco le da un patatús, es que desde entonces las mujeres eran gastoncitas.

El día de la boda se llegó, y partieron hacia Caná María y Jesús, que a la sazón tenía como 28 años. José tuvo que quedarse cuidando a los niños al tiempo que tenía que cumplir un contrato para colocar unas ventanas en la casa de un ricachón del pueblo.

Las fiestas de bodas en aquel tiempo, eran como animaditas, algunas duraban entre tres y ocho días, esta era una de estas últimas, de semana completa, con músicos, comilona, vino y baile.

Llegados allí, fueron acogidos con gran alborozo, pues eran para los de Caná sus familiares más queridos, María y las otras mujeres se encerraron en una pieza a chismosiar y a ayudar a la novia que se estaba poniendo el traje de boda, Jesús y los otros hombres presentes se quedaron en el jardín con el novio para iniciar el asado de cabrito al calorcito de unos buenos vinos, hablaron de las últimas noticias del Reino de Judá y de los conflictos con el Imperio Romano, de la depresión económica y el desempleo reinante. Juan Bautista, el primo hermano de Jesús comento con gran conocimiento que la vida estaba muy cara y los impuestos del Cesar los tenían hasta el cuello, entonces todos asintieron e hicieron un brindis chocando sus griales de madera.

Se llegó la hora y los novios se encontraron bajo un pequeño toldo rodeado de bellas flores, los músicos interpretaron el Haba Nagila. Un viejo rabino inició la ceremonia ante la aburrición de los señores y las lágrimas de todas las emocionadas damas.





Los novios ya casados y cansados se sentaron en sendos taburetes de madera y cuero y ahí fue cuando entre varios los levantaron, con taburete y todo paseándolos tambaleantes en procesión por todo el sitio, la cosa más miedosa, más aún cuando había entre los cargadores varios muy chapolos, pero afortunadamente nos los dejaron caer.

En síntesis la boda fue muy lucida y los regalos abundantes y bonitos, bueno, todos, menos el que les llevó José de Arimatea, que por entonces era muy avaro, ocurrírsele darles un cucharoncito barato de madera.

La rumba se inició y la música llenó el hermoso jardín de alegría, quién iba a imaginar que los judíos eran tan fiesteros, el padre de la novia se paseaba entre todos los invitados y les decía: - Que no se vea la miseria y azuzaba a los meseros para que sirvieran vino copiosamente.

Que así pasaron uno, dos, tres, cuatro días, la comida y el vino rumbaban, pero ocurrió lo inevitable, que el licor se acabó, las tinas de piedra quedaron inesperadamente vacías.

La familiar de María la llamó con disimulo y le contó: - María, mija, que voy a hacer, el vino se acabó en lo mejor de la fiesta, el estanquillo del pueblo está cerrado a esta hora y la gente se nos va a pasmar, se nos dañó la fiesta querida, que pena con los invitados.

María luego de pensar un poco tuvo una sin igual idea: - Mirá, mi hijo hace unas magias muy grandes, de seguro el nos saca del apuro, desde ahí las mamás siempre ofrecieron inconsultamente a sus hijos para hacerles favores a sus amigas, recuerdo que a mi, me ofrecía la mía para hacerle mandados a las vecinas, y uno para no hacerlas quedar mal pues aguantaba y los hacía. Comprendo por ello muy bien lo que sintió Jesús, cuando su madre le pidió tamaña encomienda. Inicialmente el se rehusó: - Mamá, yo solo tengo veintiocho años y no se me ha autorizado para hacer milagros públicos hasta después de los treinta.

Tanto insistió María, recalcándole que ya se había comprometido con su familiar y que no quería quedar como un zapato, corrijo, como una sandalia. Ante tal presión materna Jesús asintió con la condición de que no se enteraran más que los meseros.

Fue entonces Jesús con su madre a la cocina y esta les dijo a los sirvientes que hicieran todo lo que su hijo les pidiera, les dijo Jesús a los sirvientes que llevaran las seis tinas al pozo y las rebozaran de agua, (Cada tina era como de 100 litros), estos lo hicieron sin reparo y las pusieron ante Jesús, el hizo sobre ellas unos pases mágicos y recitó como unas palabras mágicas, pidió entonces le llevaran al mayordomo un vaso, y este sin saber de donde provenía aseguró que era el mejor vino que jamás había probado.

Se repartió el vino de nuevo a los asistentes y todos quedaron felices con el delicioso licor, más tarde el anfitrión llevó a su mayordomo hasta un rincón del saloncito principal y le dijo que era el era el mejor catador del reino y que jamás había probado tal ambrosía, dejaste el buen vino para el final pillo, te lucites.

La fiesta se animó otra vez y tomó un segundo aire, fueron ocho días de buena música, comida, baile y sobre todo muy buen vino.

Nota del traductor: No explica mucho el evangelio de Simón el Paisa si Jesús bailó y tomó vino, pero yo no lo pondría en duda, era entonces un hombre joven y practicante de las costumbres de su pueblo, que vivan las bodas de Caná. Se me antoja ahora un buen vinillo, que raro.

D.Z.R.

viernes, 18 de junio de 2010

SARAMAGO

José Saramago escritor, dramaturgo y periodista Portugués, nació en Azinhaga, Santarém, Portugal el 16 de noviembre de 1922, murió hoy 18 de junio de 2010 en Tías, Lanzarote, IslasCanarias, España, a los 87 años.
José Sousa da Piedade hubiese sido su nombre correcto, si no fuera por que el funcionario que asentó su acta de registro hubiese cometido un error de pluma, no se sabe si voluntario o no, su apellido Saramago viene del apodo de su familia: Saramago, en español Jaramago, que era una yerba crucífera.

Sus padres eran campesinos, cosa que marcó sus tendencias político teóricas. Vivió con sus padres un tiempo en Argentina y luego regresaron a Lisboa. A sus 12 años descubrió las obras clásicas en los textos escolares gratuitos de su época. Abandonó sus estudios, ante la imposibilidad que tuvieron sus padres para pagárselos, entonces trabajó en una herrería industrial y en sus ratos libres se leyó toda la biblioteca del barrio.

Como no es mi intención publicar toda la biografía de este fenomenal escritor les pego un link para los que deseen consultar una. http://es.wikipedia.org/wiki/José_Saramago

Lo que si quiero compartir con mis lectores es este cuento inédito que encontré en la pagina mundo latino. http://www.mundolatino.org/cultura/saramago/saramag5.htm


LA ISLA DESCONOCIDA
Cuento inédito de José saramago.

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase: los obsequios que le ofrecían a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza, que, no teniendo en quien mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio. Y tú, qué quieres.

El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba
la respuesta, y ya no era chica señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía
un informe fundamentado por escrito al primer secretario, que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración,
o simplemente dinero, respondió, Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío.

Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante de cada vez, de donde
resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios.

En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre
los beneficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las peticiones. Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.

El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero después reflexionó que parecía mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos,
enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle.

La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, hizo tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo más nada que hacer; pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al Rey hasta tal punto desconcertado, que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba.

Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas. Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó: Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre, Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, en los mapas, están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas. Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida. A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, a nadie, en ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos.

Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos eres nada, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás.Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar, Dale el barco, dale el barco.

El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia de palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco. Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran estas las palabras que él había escrito sobre el hombre de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro.

Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada otra vez.

La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo es, es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con que la mujer de la limpieza había estado mirando, ya que, en ese preciso momento, tomó la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría (...) Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto (...) Un poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos atracados. Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del puerto.

El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de arriba abajo, y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes carné de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, ese lenguaje es de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese.

El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas, lo aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entendí, vas a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas. Sí, a veces se naufraga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto a donde llegué fue ese, Quieres decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo. Voy a a darte la embarcación que te conviene, Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la limpieza percibió para donde apuntaba el capitán, salió corriendo de detrás de los bidones y gritó: Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había gustado, simplemente.

Parece una carabela, después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela. Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos.

Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela mira cómo está aquello después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó.

Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe ser la peor manera de gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanse, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.

La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya las malvadas se precitaban sobre ella gritando, furiosas, con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfrentaban.

La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó bien los pies en la pasarela, y, remolineando la escoba como si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida. Tiró al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las costuras, ha pasado tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son los músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio, Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza. Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas.

En cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos. Ya le enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco: no falta mucho para que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre.

No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, pero antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso. Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada.

Es una ilusión tuya, también las islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual, dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo. Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces por fuera, qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo.

Bajaste a la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco. Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.


En menos de un cuarto de hora habían acabado la vuelta por el barco: una carabela, incluso transformada, no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya no la quiero. Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad fue esperar al rey tres días, y no desití. Si no encuentras marineros que quieran venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú, ni vale la pena explicarlo, es un disparate, Después veremos, ahora vamos a cenar (...) Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida. La tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una isla desconocida.

Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste que no se sabe dónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a que sea la estación propia, y salir con marea buena, y que venga gente al puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna inluminaba la cara de la mujer de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada, debía haberlo pensado todo durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera.

La sirena de un paquebote que salía para el mar soltó un ronquido potente, como debieron ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del muelle, el agua se onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre me dijo, Pero nos balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir, No es que yo tenga mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre resondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor, probablemente porque todavía están practicando en las artes.

La mujer volvió atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la llama bajo la cúpula de los dedos curvados, la llevó con todo el cuidado a los viejos pábilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida, he aquí como se equivocan las personas interpretando miradas, sobre todo al principio.

Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme bien, él quiso decir lo mismo de otra manera, Que tengas sueños felices, fue la frase que le salió dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño, después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil, muda las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas que están juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.

Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando. Soñó que su carabela nevegaba por alta mar, con las tres velas triangulares gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la rueda del timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban allí los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la grosera ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos, gallinas, lo habitual de la crianza doméstica, el viento dio una cabriola, la vela mayor se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres que incluso sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros, se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se ha viajado así.

El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la limpieza y no la vio, Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe, aunque tampoco sepa cómo la sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó para embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y comenzó a llover, y, habiendo llovido, comenzaron a brotar innumerables plantas de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida, sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que transplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores que abrirán de estos capullos.

El hombre del timón pregunta a los marineros que descansan en cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que no ven ni de unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la primera tierra habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear, una taberna donde beber y una cama donde folgar, que aquí no se puede, con toda esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla desconocida es cosa inexistnte, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey fuero a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es algo que se acabó hace mucho tiempo, Debíais haberos quedado en la ciudad, en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No sois marineros, Nunca lo fuimos, Solo, no seré capaz de gobernar el barco.

Haber pensado en eso antes de pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta que ella era el reflejo de una otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron, dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Ésta es una isla del mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a la muralla del embarcadero, Podeis iros, dijo el hombre del timón, acto seguido salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y la gallinas.

El hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para retener a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los trigos y las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y pendían de la amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían roto y derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que venga un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ve al hombre del timón comer, debe ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño le apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más.

Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino.

Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar pájaros, debían de estar escondidos por ahí y de repente decidieron salir a la luz, tal vez porque la cosecha ya esté madura y sea la hora de la siega. Entonces el hombre fijó la rueda del timón y bajó al campo con la hoz en la mano, y, cuando había segado las primeras espigas, vio una sombra al lado de su sombra. Se despertó abrazado a la mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas las literas, que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma.

miércoles, 16 de junio de 2010

DEL PREGON AL RUIDO

Recuerdos también de tiempos idos son los pregoneros, que con sus cantos anunciaban sus servicios y productos. Afiiiiilo las tijeras, los cuchiiillos; la mazamoooorra del pueblo; Colombiano, Correo, Tiempo, Espectadorrrr…, los periódicos de moda.

Pasaba el carbonero dos veces por semana con su cara ennegrecida por el polvillo de la carga que llevaba en su carreta, también el carro del petróleo pasaba, era que entonces en Medellín había cortes continuos de energía eléctrica y no había casa que no tuviera fogones de carbón y de petróleo.

Cuando la luz se iba en la noche, los niños hacíamos fiesta y salíamos a la calle a jugar con linternas que hacíamos con tarros de saltinas
con una vela adentro.

Pasaba el pregonero de las panelitas de leche, la vendedora de flores de Santa Elena con sus cachetes rosados, la vendedora de parva con su canasto lleno de panes y pande quesos sobre su cabeza, la señora de las arepas recitaba su oferta, el que pregonaba laaas jaletinas, jaletina blanca y jaletina negra, los vendedores de frutas, de esas frutas en vía de extinción como los mamoncillos, el chachafruto, las guamas, los tamarindos, los corozos, las algarrobas, los zapotes y tantos otros que sería largo enumerar.

Todas las mañanas se escuchaba el tintineo del carrito de madera tirado por un caballo que vendía la leche embasada en botellas de litro con tapa de cartón.

La negra tocaba las puertas ofreciendo las verduras frescas, pasaban también los pregoneros de hierbabuena, limoncillo y otras deliciosas yerbas aromáticas, en ese entonces no se vendían las tisanas elegantemente empacadas en los súper mercados, pero que digo, tampoco había supermercados ni grandes superficies, solo la tiendas de la esquina, la tienda de Rosales de Don José, El Chaquiro de no me acuerdo quién, el granero de Don Tulio, el de Cachi Bajo, en fin, en cada calle había una tienda donde atendían con amabilidad y le fiaban a las viudas y a los menos pudientes, el tendero era un amigo del pueblo, por que el mismo era del pueblo.

Los pregoneros creaban sus canciones para anunciarse, amaban su trabajo y siempre se veían alegres, tilín, tilín, pasaba el carrito de helados, su vendedor uniformado siempre de traje y gorra blanca, otros vendedores preferidos por los niños eran los de globos de gas que llevaban como de paseo sus flotantes productos atados con piolas, flotaban sobre el cielo azul, translúcidos y vaporosos, con sus vivos colores, rojos, verdes y amarillos, juro que nunca he vuelto a ver los tonos de los globos de mi infancia.

Perseguíamos también con gran algarabía a los pregoneros del algodón de azúcar, al de las velitas (Dulces de panela) y al de los churros, Benditos tiempos de sonidos olores y sabores tan incomparables, sin juegos electrónicos ni televisión, cuando la vida se vivía en el mundo real.

Marchaban por esas calles de entonces, los vendedores de velas, de emplastos, de menjurjes para el reuma, los que arreglaban las máquinas de moler y la olla “Atómica” (De presión).

Pregones que alegraban el alma, voces que reflejaban a gente buena y trabajadora, cantos del alma Paisa aún montañera y heredera de los pregoneros de la época colonial. No olvido tampoco a los vendedores de paños de agujas, los vendedores de tapetes persas y de cortes de telas.

Era un concierto de cantos, cuando aún el ruido era ajeno a la ciudad, tiempos en los que no había discotecas, ni licoreras. Cuando se enseñaba la urbanidad de Carreño, se rezaba el rosario en familia y se escuchaban radio novelas y musicales por la radio.

El éter ahora está lleno de ese enloquecedor y estruendoso pun pun taladrador que sale de los estrambóticos equipos de sonido de los autos de estos días.

La gente parece haber perdido el sentido de la belleza, el ruido y el mal gusto impera y parece no importarle a nadie. Los vendedores modernos distan años luz de los bien recordados pregoneros del ayer. Ahora estos mercaderes se apertrechan con estridentes cornetas eléctricas que amplifican sus desagradables gritos, ya no se oyen esas bellas voces de gente buena, En cambio nos agreden con gritos ensordecedores y repetitivos, ya no hay armonía ni cadencia, solo un frío perifoneo, sin alma y sin respeto, el pregón ha muerto y los jinetes del Apocalipsis nos invaden con sus trompetas.

Interrumpen nuestras tertulias, nuestro rato de descanso del medio día, nuestro derecho de escuchar buena música en nuestro hogar, nos invaden, no hay respeto, el caos de la sin razón impera, ya no hay autoridad, la ley existe pero no se hace cumplir.

Quiero rematar agregando que el descontrol llega a nuestro entorno en la forma de indeseables vecinos, que sin reparo interrumpen el sagrado derecho al sueño y a la tranquilidad, que escuchan sin recato su dizque música a unos decibeles explosivos que hacen vibrar los cristales de las ventanas casi hasta romperlos, Pun Pun, si eso es música entonces los jalapeños serán deliciosos melocotones.

D.Z.R.