miércoles, 15 de septiembre de 2021

Cuadernos y cebolletas




Hoy recordé otro retazo de mi vida. Este venía desde mi época escolar, cuando aún se aplicaba eso de que “la letra con sangre entra”.


Entonces parecía que los maestros tenían licencia para castigar físicamente a sus alumnos para corregir sus faltas de disciplina o incumplimiento de sus deberes. No sé si esto provenía desde el ministerio de educación, o era una costumbre heredada de nuestros ancestros.

 

Lo cierto es que era una práctica común en mis tiempos escolares, y aceptada por la sociedad como cosa normal y hasta necesaria.

Había profesores muy adictos a este tipo de castigo y lo hacían con frecuencia ante cualquier tontería que hiciéramos; en cambio otros, en especial las maestras, a las que nos referíamos como “señoritas”, lo aplicaban muy poco y sutilmente.


Nos pedían salir al frente y con un brazo extendido, con la palma de la mano abierta hacia arriba. Entonces tomaban una regla de madera de buen tamaño y zas, golpeaban nuestra palma de la mano con una fuerza proporcional a la falta.


Ahí es cuando entra el cuento de la cebolleta; una yerba que crecía silvestre en las mangas que estaban alrededor de la escuela.


Decían que tenía propiedades analgésicas, por lo que los compañeros más traviesos cogían y maceraban sus largas hojas para embadurnarse las manos y luego, en las clases, cometer alguna pilatuna y hacerse merecedores del consecuente reglazo. 


No me consta que funcionara, pues nunca apliqué esa técnica y además no recuerdo que me hubieran aplicado ese castigo. 


Pero parece que algo de cierto tenía, pues en varias ocasiones las reglas se quebraron ante la sonrisa burlona del chistoso compañero que era repetidamente golpeado ante su sarcástico comentario de “no me dolió”.


Seguramente el nombre de esa maravillosa hierba no era cebolleta, pero así le decíamos.


Cuando cursaba tercero de primaria tuvimos un compañero hiperactivo y muy travieso de apellido Mejía, en verdad era insoportable y no dejaba que el maestro dictara su clase ante sus continuos desplantes.


En cierta ocasión el profesor le ordenó que se sentara y lo dejara dar la clase. El muchacho muy orondo le respondió que no lo haría pues él no lo mandaba pues no era su papá.


El maestro salió del salón y al rato regresó con el padre del chico rebelde. El señor se quitó la correa y se la entregó al maestro, al tiempo que lo autorizaba para que diera “una pela”. Mejía con sus ojos desorbitados no lo podía creer y trató de emprender las de Villadiego, pero su padre lo detuvo mientras el profesor le dio una pela más didáctica que fuerte, ante las risas del respetable público.