sábado, 2 de febrero de 2013

EL INTERNADO

Era cosa común que en la Antioquia de los años cincuentas y sesentas las familias de los pueblos enviaran a sus hijos a estudiar a Medellín. Sucedía que en los pueblos de entonces había muy pocas instituciones de educación media y ninguna de educación superior.



Las muchachas en una gran mayoría optaban por estudiar en la escuela Normal de señoritas o en el instituto central femenino, hoy día el Cefa de Medellín, para formarse como educadoras. Igual los muchachos se matriculaban en la escuela normal de varones para dedicar su vida a la pedagogía.

Había en Medellín muchas otras instituciones educativas a las que llegaban muchos estudiantes de los pueblos antioqueños y algunos incluían internados para alojar a los alumnos.

 LAS ENCOMIENDAS

Son muchas las historias que cuenta la gente de esa generación sobre su estadía en los internados y una experiencia común para todos eran las llamadas encomiendas. Resulta que los padres enviaban a sus hijos paquetes llenos de cositas para hacerles más agradable la vida en la lejanía, en cajas de cartón amarradas con cabuya empacaban galletas, leche ordeñada envasada en botellas de gaseosa que tapaban con un trocito de tuza. Las colaciones de Jericó, el queso urraeño no faltaban, ni tampoco los gauchos que fabricaba en Cañasgordas el Che Larita.

A muchos les enviaban parva y artículos de higiene como desodorantes en crema Yodora, Odorono  y Mum que venían en unos pequeños envases, no había ni roll on ni mucho menos spray. A los chicos no les faltaba el talco para los pies para combatir la pecueca, muy común entonces.
A las niñas les llegaban además cosméticos como coloretes, crema Linda, tricófero de Barry, Jabón Reuter, colonias y pintalabios. A veces las encomiendas traían también ropa.

Esos paquetes llegaban desde todos los pueblos a bordo de buses y vehículos de escalera hasta la terminal de transporte que quedaba en los alrededores de la plaza de Cisneros.
Dicen los que disfrutaron de esos tiempos, que el día de las encomiendas era para ellos inolvidable.

Mi caso fue totalmente a la inversa, pues fui enviado a estudiar mi primer año de bachillerato de la ciudad a un pueblo. El primer día me sentí algo desubicado al verme en una ciudad tan pequeña y diferente a “a la gran ciudad”, que ese año creo no llegaba al medio millón de habitantes.

Tiempo después comprendí que esta ha sido una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida, un año cerca de la naturaleza en un sitio tranquilo y rodeado de gente buena.
No es común que un muchacho de doce años pase doce meses fuera de su casa al cuidado de un internado que se convirtió en su segundo hogar, eso forma carácter e independencia. Como olvidar a Teresa Rivera, la ecónoma del internado que manejaba la cocina y mantenía surtida la despensa.

Con Teresa los horarios eran estrictos para sentarse a la mesa, si llegaba retrasado, así fuera unos minutos, se enojaba y me hacía sentir su autoridad ante mis compañeros, negándose a servirme la comida, pero bajo cuerda me llamaba con señas medio oculta tras la puerta de la cocina para acomodarme en el comedor de los profesores, al que ya había hecho llegar mi plato. Preparaba los mejores frisoles que yo haya probado.

Como esto se hacía costumbre los profesores me hacían bromas y me daban pequeños coscorrones, acabé siendo uno más de su grupo. Lo importante no era llegar primero, sino saber llegar.

El sitio siempre estaba muy organizado y limpio, era una vieja casona donde según me contaron funcionó mucho antes el hospital, tenía un enorme patio en el centro y las habitaciones eran enormes galerías llenas de camas púlcramente tendidas.

Había tiempo para estudiar, jugar al parqués y ajedrez, conversar y dormir. La señal de televisión no había llegado todavía a esos parajes y muchos ni siquiera la conocían pues no habían visitado nunca la capital. Me entretenía bastante antes de dormir escuchar la radio de onda corta bajo las cobijas, en un radio de transistores y con audífonos para no molestar a nadie, de ahí mi posterior afición al diexismo.

EL ESQUELETO DE TASCÓN

Hubo un día en el que algunos compañeros “secuestraron” el esqueleto del laboratorio del liceo* y subrepticiamente lo llevaron hasta el internado. Como era uno de los más chicos no me enteré para que habían hecho eso, bueno hasta que a la media noche todos despertamos con los gritos del mono Tascón, que en calzoncillos y parado en su cama saltaba lleno de espanto voleando un cordón de San Francisco que le había dado su madre para librarlo de todo mal y peligro. Resulta que habían acomodado el esqueleto a su lado mientras dormía, bien cobijado y todo.

La clase de educación física era una de mis preferidas, la dictaba un teniente que era el comandante de la policía local. Nos sacaba trotando al campo por caminos empedrados y trochas a medio abrir, al grito de “Aviones enemigos” teníamos que tirarnos al piso boca abajo con las manos en la cabeza, pobre del que en ese momento estuviese pasando por un pantanero Otras veces el grito de: “A coger estrellas”, sin detener la marcha debíamos saltar lo más alto que pudiéramos al tiempo que levantábamos los brazos chocando las manos con un sonoro aplauso para atrapar una alta y supuesta estrella. Era bien lúdico aquello, al tiempo que ganábamos en motricidad y estado físico.

HORA DE LECTURA

Otra cosa hay que recuerdo con nostalgia, en el colegio todos los días teníamos una hora de lectura, todos los salones de clase tenían su propio estante lleno de libros, nos peleábamos por coger los mejores y una vez lo obteníamos se respetaba la elección hasta que termináramos de leerlo. Así fue que leí los miserables de Víctor Hugo y otros clásicos, como eran ediciones juveniles traían unas hermosas ilustraciones, en verdad al comienzo nos daba un poco de pereza esta actividad, pero finalmente sucumbimos todos ante la fascinación de los buenos libros.

El deporte que más promovía el liceo era el básquetbol, y allí aprendí a jugarlo y a disfrutarlo, se decía que este deporte nos ayudaría a crecer.

EL CORO Y LA VIOLENCIA

El liceo tenía un coro que sonaba bastante bien, lo dirigía un profesor blanco, delgado, con bigote y bajo de estatura. Un día me mandó llamar para que hiciera parte del grupo, el tipo sabía bastante y muy pronto ya nos tenía leyendo partituras y disfrutando de la polifonía.

No llevaba mucho en el coro cuando un día estábamos en un ensayo y el director nos daba algunas instrucciones. Acertó a pasar en ese momento por la calle del liceo un cortejo fúnebre que llamó mi atención, a través de la ventana veía a un pequeño grupo de dolientes que acompañaba un féretro cubierto con una bandera de Colombia, marchaban hacia el cementerio lentamente en medio de llantos varias mujeres vestidas de negro y unos cuantos hombres trajeados a la usanza campesina, era gente humilde que ya en aquel entonces sufría por culpa de esta violencia sin razón que nos sigue carcomiendo.

Cargaban el ataúd cuatro policías, seguramente compañeros del finado, esa imagen me tenía impresionado hasta tal punto que me había hecho olvidar que estaba en el salón de clases. ZAPATA, gritó enfurecido el profe, mientras venía raudo hacia mí con el rostro enrojecido por la cólera, cuando le mostré el motivo de mi distracción ya era tarde pues me había dado un tremendo pellizco en el brazo, aún me duele cuando lo recuerdo, me sentí tan ofendido por esto que salí del salón sin atender los llamados del profesor. Luego varias veces me mandó llamar pero nunca quise regresar al coro, ese fue el final de mi carrera de cantante.

EL COMEDIANTE

En toda clase que se respete siempre hay un buen humorista, Moncada nos hacía "totear" de la risa en todos los descansos y entre salidas y entradas a clase. Tenía la chispa adelantada y siempre disparaba apuntes llenos de fino humor que aunados a una innata expresión corporal nos divertían mucho.
Coincidió un día que mientras estaba haciendo sus morisquetas entró el profesor de geografía y lo reprendió ordenándole que se presentara en la rectoría. El muy obediente salió y todos supusimos que había acatado la orden, pero la sorpresa nos la llevamos cuando vimos que entre las hendijas del entablado del piso, justo bajo los zapatos del profesor, emergían unas pequeñas llamas.

El profesor frunciendo las fosas nasales nos preguntó: ¿No sienten ustedes un olorcillo a quemado?
Todos soltamos la carcajada al tiempo que el profesor saltaba al sentir el calor en sus pies. El resto se lo podrán imaginar, el pobre Moncada por poco es expulsado, Don Hernán Cardona que era el rector nos reunió en el patio y nos dijo que con esa pilatuna hasta podría haber quemado el colegio, y bueno tenía razón, el último chiste de Moncada si fue bastante peligroso, pero así y todo todavía me produce algo de gracia.

LA INUNDACIÓN

Ese año durante mi estancia en Cañasgordas fui testigo de una terrible inundación en el sector de La Planta eléctrica, que queda a la entrada del pueblo. Los profesores nos prohibieron subir hasta ese sitio por el peligro que ofrecía, pero a veces prohibirle algo a un muchacho es como decirle vaya. Fue así que mi curiosidad pudo más que la razón y tomé el camino hacia La Planta.

Al llegar allí reinaba el caos, los trabajadores del municipio luchaban por reorientar el lecho de la quebrada, La Apucarco, que en ese preciso sitio se había desviado hacia el caserío que había allí, fue tal la fuerza del agua que había roto el muro de la fachada de una casa y había emergido por el otro lado arrastrando todos los enseres.

El terreno por donde pasa la carretera estaba anegado y se veía como un gran lago de color marrón, y en el centro había un remolino gigante como si abajo hubiera un desagüe por donde se sumíera gran cantidad de agua.

La quebrada bramaba con el gran estrépito que producían las enormes rocas que arrastraba como si fueran piedras de cartón. La gente comentaba que hacía mucho tiempo la quebrada no se ponía así, y era verdad, yo ya la había visto días antes, era una pequeña corriente de agua, ni comparación a lo que se veía en ese momento.

Algunos recordaron que en la inundación pasada habían llevado al bendito y milagroso Cristo del pueblo y fueron a decirle al párroco que por favor organizara con urgencia una romería con el Cristo para ver si como en esa ocasión apaciguaba el ímpetu de las aguas. Así se hizo y en poco tiempo las aguas recobraron su curso en medio de las plegarias y el favor del Cristo.


LA PRIMERA LICENCIA

Y llegó la semana santa y con ella las vacaciones que aprovechábamos para salir a caminar hasta las veredas cercanas o para montar en bicicleta, jugar baloncesto o simplemente hacer pereza. El tiempo era caluroso y siempre terminábamos en la heladería de Manuel Vargas para tomar malteada y disfrutar de sus deliciosos conos de vainilla cuyo helado salía del dispensador como por arte de magia.

Una tarde estando al frente de la casa de los Pérez montando en bicicleta, llegaron dos agentes de la policía y nos dijeron que teníamos que sacar licencia de conducción y ponerle placa a nuestros vehículos, inmediatamente nos hicieron las pruebas de habilidad y nos hacían trepar por la calle loma arriba para finalmente sortear una escala alta que había al final del trayecto.

Ganábamos entonces la mayor velocidad que podíamos para tratar de ganar la altura de ese escalón, pero intento tras intento terminábamos indefectiblemente en el piso descovalando las ruedas de las ciclas y con raspones en nuestras rodillas en medio de la risa de los agentes.

Luis Pérez creo que finalmente fue el único que perseveró al punto de saltar el alto escalón y con ello ayudarnos a obtener nuestra primera licencia de conducción. Ahora Luis Pérez es un destacado dirigente de la vida política del país y aún conserva ese espíritu de lucha que desde niño tenía.

LOS GAUCHOS DE LARITA

El Dorado era el único teatro del pueblo, estaba en el segundo piso de una vetusta edificación en el marco de la plaza principal. Anunciaba las películas a todo volúmen por un inmenso megáfono instalado sobre el techo, entre anuncio y anuncio ponían música. Fueron muchas las películas que vi allí. También de vez en cuando venían compañías de teatro y magos, recuerdo mucho a la compañía de teatro de Harry Geithner, que presentó una obra por más de una semana con lleno completo.

En la entrada principal siempre estaba Larita, que vendía gauchos y chicharrones de coco, las mejores golosinas que he probado en mi vida. Decían que era un argentino que llegó con un circo transhumante y que se quedó para siempre al encontrar en una hermosa jóven del pueblo el amor de su vida. Jorge era su nombre, y Josefa el de ella. Su pregón para vender sus delicias era:

"Con cinco prueba, con diez se ceba y con quince a su casa lleva"

Los conocí siendo casi ancianos, ya deben estar haciendo sus piruetas en el circo celestial. Buenos recuerdos que me roban siempre una sonrisa.


Seguramente iré agregando otros retazos a esta entrada en la medida que vayan emergiendo de los cajones de mis recuerdos.

*Liceo Nicolás Gaviria Echeverri, fundado en Cañasgordas, Antioquia, Colombia el 2 de febrero de 1921. A partir de 1969 comenzó a funcionar como bachillerato mixto ya que la normal sagrada familia cerró sus puertas. A partir del año 1985 con la implementación de las modalidades agropecuarias, salud y nutrición y académico, se traslada la sede a la vereda imántago barrio los balsos, donde actualmente funciona.

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