Es grato encontrar en la red cosas tan interesantes como las que escribe Alberto López, arquitecto y escritor nacido en Bilbao y ahora habitante de Tarija, Bolivia.
Con un estilo literarario sui géneris nos atrapa con sus relatos al punto de hacernos dudar si lo narrado es realidad o ficción, es por esto que no es raro encontrar comentarios en su página en Facebook de lectores algo preocupados por sus historias. Cuando un escritor logra esto es porque está haciendo muy bien su oficio.
Alberto López ha editado varias obras entre las que destacamos: Cartas de Don Lope, Cabos sueltos, El caimán y Los Vascos en el Alto Perú. Igualmente sigue compartiendo con los seguidores de su perfil textos que surgen de su imaginación sin límite que nunca dejan de sorprendernos.
Muchas gracias Alberto por habernos autorizado la publicación de este estupendo relato.
EL TIBURÓN
Cerca de mi casa, hay una pequeña caleta a la que no hay otra manera de acceder, que a través del mar. Yo solía ir nadando desde el punto accesible más próximo de la costa, lo que viene a ser una distancia de unos cincuenta metros. Casi nunca había nadie. En ocasiones atracaba algún velero, que después de un baño y un rato de descanso volvía a zarpar.
Me había preparado un saquito impermeable, flotante, como si fuera un salvavidas, con un libro, un cuaderno de notas, el bolígrafo y la toalla. Las aguas eran tan transparentes en aquel lugar, que con unas simples gafas de buceo, se disfrutaba de un espectáculo único. Era un mundo submarino cristalino y lleno de vida, donde habitaban infinitos peces en una inacabable pradera de posidonia. La soledad en la cala, cuando no había nadie, era como encontrarse con el significado profundo del Mediterráneo.
Este es un mar donde no hay grandes peces, como en la costa atlántica de mi adolescencia. Bueno, eso creía yo. Porque un día salí espantado corriendo del agua, al adivinar a poco más de quince metros, la silueta de un pez enorme, que aunque no vi su aleta dorsal que lo identifica, supuse que se trataba de un tiburón o algo parecido.
Me dio un buen susto. Estuve un buen rato oteando desde la orilla en busca de la fiera, pero no vi nada. Así que me fui tranquilizando y convenciéndome a mí mismo que, quizás me había equivocado y solo había sido una sombra. Y es que me parecía imposible que un bicho así pudiera encontrarse por aquellos lugares de la costa.
Había pasado una semana y ya tenía el susto olvidado, cuando el animal volvió a aparecer, cruzando de parte a parte la cala, a una distancia más cercana a la orilla. Una gran cola de lo que sin duda era un pez enorme, aleteaba sacando gran cantidad de espuma, avanzando y girando a gran velocidad. Pensé… ¿será un delfín?
Aunque en los días siguientes volví a la caleta, ya no me atrevía a bañarme. Leía, escribía y paseaba por la orilla, pero nada más.
En las jornadas siguientes el escualo o le que aquella cosa fuera, comenzó a presentarse puntualmente, coincidiendo con mi horario de llegada. Paralelamente a la playa, iba y venía una y otra vez, acercándose a la orilla paulatinamente, cada vez más de día en día.
Empecé a llevar unos prismáticos para observarlo mejor, pero nunca conseguí ver más allá de la espuma que levantaba y el remolino que generaba al avanzar en las aguas. Tuve la sensación que, aquel animal se sabía observado y que se había adaptado a la presencia del ser humano. Pero resultaba curioso, que cuando en la caleta había alguien más (en general, alguna joven pareja de enamorados en busca de intimidad) el escualo no aparecía.
Cierto día que llegue una hora antes de lo que tenía por costumbre, me sorprendí al ver que, a unos treinta metros mar adentro, se encontraba una mujer bañándose. En la playa no había nada, ni ropa, ni toalla, ni ninguna otra cosa que delatara la presencia de gente, y en el mar tampoco había yate alguno. Supuse, por su manera de nadar, que quizás se trataba de una nadadora bien entrenada que, habría llegado nadando desde algún punto de la costa o de alguna embarcación de recreo que estaría tapada tras un recodo o anclada en alguna caleta próxima.
Me tumbe en la arena y me puse a leer una vez más el Makrol El Gaviero, de mi admirado Alvaro Mutis. Cuando me pareció oír un cierto aleteo mezclado con el ir y venir de las olas cerca de la orilla, levante la vista y descubrí a la mujer más bella que jamás había visto en mi vida. Me quedé como obnubilado. Entonces ella, que no paraba de nadar lentamente con una elegancia para mí desconocida, con medio cuerpo fuera y unos pechos perfectos, me hizo una señal para que me acercara a la orilla.
Estuvimos charlando un buen rato, yo parado en junto al agua y ella a cuatro o cinco metros dentro, sin parar de nadar lentamente. Le invite a salir, para seguir nuestra conversación sentados cómodamente sobre la toalla, pero declinó mi invitación. Entonces di dos pasos hacia el mar y descubrí su secreto…era una sirena…si una sirena de verdad, que charlaba animadamente y estaba al corriente de lo que sucedía en el mundo.
No sé cómo fue, pero tomé aquella situación, como la cosa más normal del mundo. Desde entonces, comencé a bajar todos los días sin falta a la caleta, incluso con la comida y pasaba el día entero desde casi el alba hasta el anochecer. Y me enamoré perdidamente…y ella también.
Cuando entre los besos y caricias en el agua, a unos pocos metros de la orilla, ella dejó deslizar su cola como si fuera una falda, lo hizo con una sensualidad, que yo no había visto en mi vida. Aquella primera noche memorable, la pasamos en el mar haciendo el amor. Ahora tenemos dos sirenitas preciosas de diez y cinco años, con los mismos ojos del color azul Mediterráneo y los mismos cabellos dorados de su madre.
A una la llamamos Sirena Virginia y a la otra Sirena Valeria.
Vendí mi casa, y conseguí comprar un gran terreno que abrazaba toda la caleta, donde a su vez construí una casa junto al mar. Y allí me fui a vivir, para estar más cerca de mi familia. Y allí sigo. Mi casa está llena de conchas a cual más bella. Son los regalos que día tras día, desde lo más profundo del mar me traen mis pequeñas sirenas.
Tengo sesenta y seis años, he envejecido, pero sin embargo por mi sirena madre no pasan los años. Dicen los antiguos mitos griegos, que cuando llegan a la treintena ya no envejecen más. Mis pequeñas siguen creciendo felices, sanas, bellas y fuertes. Siempre he pensado y aceptado que de manera natural, nacemos para morir. Pero ahora pienso que es una gran injusticia, pasar toda una vida intentando aprender a ser feliz y cuando tocamos la felicidad con la punta de los dedos, nos llega la muerte.
Llevamos diez años juntos si separarnos. Nunca le he preguntado por su vida anterior. Sé que en han debido haber muchos hombres y que después de mi los habrá más. Es el sino de las sirenas, enamorar y hacer felices a los hombres. Algunos me preguntarían ¿no sientes celos?...Como voy a sentir celos de ello, respondería, si no hay labor más generosa en la vida que el proporcionar amor. Si acaso tendría que sentirme orgulloso de ello.
Por eso cuando los humanos contaminamos la costa y el mar, con vertidos industriales y urbanos, o como cuando vertemos cantidades ingentes de petróleo en accidentes como el del Prestige, me hecho a temblar pensando en mis sirenitas.
Me contaba mi sirena esposa que, el Mediterráneo, donde los mitos antiguos situaban el nacimiento de las sirenas, la vida, por la contaminación, cada vez resulta más difícil y van quedando menos. Los pescadores de altura, a los que antes ofrecían sus cantos, ya casi no existen, por eso tienen que acercarse a la costa, para buscar a sus hombres con el peligro que ello conlleva. El futuro de nosotras – me dijo en una ocasión – está condenado a una más pronta que lejana extinción…tus hijas van a ser de las últimas.
En las noches de verano, salgo a la terraza de mi casa que se asoma al mar, y me tumbo a dormir plácidamente sobre una hamaca, acompañado por las voces de mis tres sirenas, que me arrullan desde la costa con las mismas canciones que, hace siglos, cuando el mar Mediterráneo estaba al cuidado de los dioses, arrullaban a Ulises.
Alberto López
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