A veces hay
cosas que recuerdo y nadie más parece recordar, entonces pienso que las soñé o
las imaginé, pero luego insisto en ellas, por eso pregunto y las busco sin
ningún resultado.
EL CINE
Seguro si
estoy de que hace mucho tiempo, cuando Medellín era un pueblo grande, había pocas
salas de
cine y poco dinero para acceder a ellas. Pero los niños de entonces ni
nos enterábamos de eso. Era que solo pensábamos en lo que a los infantes les
compete: Jugar, jugar y jugar, bueno y estudiar, aunque lo primero primaba
sobre lo segundo.
Al barrio
La América se accedía por una larga y estrecha calle, aún llamada San Juan, en
cuyo costado sur aún se conservaban los rieles y las torres para las catenarias
del antiguo y desaparecido tranvía
municipal, que llegaba hasta San Javier.Palo de mionas |
Pero volvamos a lo del cine. Vinimos los niños a enterarnos de lo que era el cine gracias a que un día circuló un carro que en ese entonces denominábamos como “Bolas” y que a través de un altavoz pregonaba que esa noche habría cine gratis en la placita de La América, la noticia se regó de tal forma que a las seis y media de la noche no cabía un alfiler en ese sitio. Si mal no recuerdo el patrocinador de esa actividad era Colgate Palmolive, empresa que igual patrocinaba las exitosas radionovelas de entonces.
Como el parquecito estaba muy iluminado un señor subió por una escalera a aflojar los bombillos del alumbrado público para lograr el ambiente de penumbra mínimo para que se viera bien la proyección. Colocaron el proyector sobre la capota del carro y la gente no aguantaba su emoción al ver que pronto darían la película.
Les cuento a los que no les tocó, que en esos años el alumbrado público funcionaba con los tradicionales bombillos (focos) de filamento y pendían de portalámparas que colgaban de las redes de energía que estaban adosadas bajo los alares de las casas.
Ni en una procesión de viernes santo se había visto tal gentío.
Usaron como telón de proyección el gran muro blanqueado de una edificación de bahareque situada en la esquina suroriental de la calle Sn Juan con la 84, era perfecta para ello.
Se escuchó el inconfundible sonido del proyector: Tacatacata…, al tiempo que salió de él un poderoso haz de luz que como arte de magia comenzó a mostrarnos la película en ese muro. Hubo gritos y aplausos y después completo silencio pues quedamos hipnotizados con las extraordinarias imágenes de una película Mexicana en blanco y negro.
No recuerdo cuando duró esa película, pero sí de que fue un éxito completo, la gente se retiró formando largas filas que iban, unas para el Barrio Cristóbal, otra para La Floresta, otra para El Danubio y San Javier y una para las casa abajo de la placita.
Por mucho tiempo no se habló de otra cosa, que por lo demás fue extraordinaria, si tenemos en cuenta que aún no llegaba la televisión, éramos un mundo de radio.
Y NO FUE UN SUEÑO
¿Pero qué
es lo que recuerdo que nadie recuerda?
Resulta que
cuando íbamos a regresar a la casa llegó un amigo muy agitado y nos dijo que a
pocas calles había visto algo inusual, nos instaba a seguirlo para mostrarnos
esa cosa. La verdad confieso que lo desconocido me asustaba casi tanto como la
pela que me esperaría si no llegaba a tiempo a la casa.Como los demás aceptaron sin reparo no tuve más remedio que enlistarme en esa expedición hacia lo desconocido. Así fue que subimos dos calles por la calle 84 y luego doblamos a la izquierda entrando en una zona oscura y totalmente desconocida para mí. Miento si digo que no tenía miedo, pues nunca antes me había alejado tanto de mi casa, comenzamos a escuchar a lo lejos sonidos de tambores y murmullos de gente. La calle se acababa y de repente entramos a un lugar pantanoso y muy lóbrego, los sonidos nos indicaban que nos acercábamos a lo que eso fuera.
Luego de
cruzar algunos cañaduzales nos topamos con un asentamiento de ranchos a medio
hacer, algunas antorchas ardían sobre
pedestales de guadua dándole un aspecto cálido al lugar, caminamos lentamente
entre los callejones de aquel insólito rancherío que parecía salido de la nada
y mirábamos con disimulo a sus habitantes, todos eran negros, pero negros
negros. En la Medellín de entonces nunca los había visto, hombres con el torso
descubierto como de ébano, mujeres de ropas coloridas y sonrisas blanquísimas
que relucían en la noche, ancianas tejiendo unas pajas gruesas, hablaban todos
una lengua muy rara, pero ya no sentía miedo, es más, comencé a sentirme a
gusto allí y por la expresión de mis amigos ellos también.
Al pasar
frente a un grupo de hombres que cantaban lo que parecía ser una melodía
Africana nos invitaron a acompañarlos, aunque no entendimos sus palabras fue
claro que deseaban que los acompañáramos un rato. Nos sentamos en una estera y
nos dejamos transportar por esa música que ni siquiera imaginábamos, me llamó
la atención un hombre que hacía sonar lo que parecían dos cucharas de palo
entre sus dedos, era una percusión maravillosa, increíble. Otro negro tocaba el timbal y todos cantaban. Al ver mi interés por las cucharas ese hombre se me acercó y yo un poco espantado traté de pararme y emprender las de Villadiego, me miró de una forma tan pacífica que resolví quedarme mientras él me ofrecía las cucharas para que las tocara, las tomé mientras me daba unas instrucciones que no entendía y por supuesto no fui capaz ni de agarrarlas adecuadamente y menos de hacerlas sonar con la maestría que el exhibía. El tipo se rió con respeto y continuó su concierto.
Esas
personas eran tan amables y acogedoras como nunca antes vi, pero se hacía tarde
y corrimos todos a casa temerosos de que nos castigaran por llegar tarde y con
los zapatos llenos de lodo.
No hubo
castigo, ni pela. Solo una reconvención por habernos expuesto a algún peligro,
es que en ese entonces en los lugares oscuros y alejados dizque andaba en las
noches “El chupasangre”, el coco de los niños.Poco tiempo después y ante la incredulidad de nuestras familias tuvimos que llevarlos al lugar donde estaba el raro caserío. Seguimos la ruta que hicimos en esa noche de cine, entramos a los cañaduzales y al atravesarlos solo encontramos una laguna pantanosa, ni un rastro, ni un sonido, nada de nada.
La jalada
de oreja y el regaño no se hicieron esperar, habíamos quedado como unos
mentirosos. Como quedé tan aburrido con esto no quise marchar al lado de mi
familia y me retrasé intencionalmente con mi orgullo herido. Cabizbajo caminaba
lentamente mirando como mis viejos zapatos se hundían en el barro, pero
inesperadamente vi que flotaba algo que se me hizo familiar, me incliné y lo
tomé. Sorpresa, eran las dos cucharas de
madera que me había mostrado el negro. Las guardé con disimulo en mi bolsillo y
nunca, hasta ahora, se lo conté a nadie.
A veces cuando
voy al campo las llevo y en las noches, en medio de la soledad, las tomo adecuadamente
y las hago sonar casi con la maestría de ese negro amable que me invitó a
unirme a su grupo de músicos. Es que aunque nadie lo recuerde yo sé que no fue
un sueño.
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