Hay libros que uno lee una vez y se van a los estantes de la biblioteca a gozar del descanso eterno hasta quedar cubiertos de polvo y telarañas. Otros en cambio se resisten a ser leídos una sola vez y se vuelven asiduos visitantes de nuestra mesita de noche y tan indispensables como el café de la mañana. Esto me pasa con el libro "El club de los lagartos" de Daniel Samper Ospina. El libro es una recopilación de crónicas de su vida diaria, una especie de retazos de la vida narrados de manera ágil y siempre salpicados de humor.
Daniel Samper Ospina.
Nació en 1974 en Bogotá y a los pocos días, cuenta, fue sometido a una lobotomía por lo cual terminó dedicándose al periodismo y siendo hincha del Independiente Santa fe, su equipo del alma. Es director de la revista SoHo, una publicación de vanguardias con la que refrescó el periodismo colombiano.
Es felizmente casado y padre de dos hijas, Guadalupe y Paloma. En 2004 comenzó a escribir su columna en la revista JetSet con la que consiguió la admiración de algunas señoras y, más meritorio para él, el desprecio de algunos personajes de la alta sociedad. Es columnista de la revista semana, desde donde procura encontrar el lado gracioso de la realidad política colombiana. Confiesa que la actividad política lo hace roncar, y lo dice con el temor de que lo nombren ministro de Gobierno. Ni le va ni le viene que lo comparen con su padre, el también periodista Daniel Samper Pizano, de quien no sabe si heredó la pasión por escribir o solo la calvicie, pero a quien espera heredarle sus bienes inmobiliarios.
Como bocadillo y sin permiso, y teniendo casi la seguridad de que no le molestará al escritor, les transcribo una de las historias de su libro.
MI PROBLEMA CON LA CATA DE VINOS
Me invitaron a una cata de vinos. ¿Han ido a una cata de vinos? Bien, yo no había ido a una cata de vinos. Es una reunión a la que llega un señor que siempre es un especialista traído de Chile, que acepta venir a enseñarle a lo que para él debe ser una manada de campesinos cómo se debe beber vino.
Esperaba, entonces, a que saliera un maestro a enseñarme a tomar un trago, pero apareció un señor viejo, con la nariz llena de grumos de carne, roja y gigante, que iba dando indicaciones precisa: suban la copa, huelan la copa, hagan un buche.
Hice lo que me iba diciendo: metí la fosa nasal en el líquido rojo. Revolví la copa. Y me mandé mi primer sorbo. “Siéntanlo”, decía el especialista, “sientan el vino. ¿Tiene personalidad, verdad?”.
No me pareció, para ser francos. Personalidad tienen, digamos, un Carlos Moreno de Caro, un Jota Mario Valencia, un Armando Benedetti que te alza una ceja en dos minutos, ¿pero un vino?
Como no le encontraba mayor sentido a lo que decía esa especie de Churchill grasoso que pedía silencio cada dos segundos, me invadió cierta ansiedad y opté por beberme la copa como me enseñaron: sin tanto análisis y buscando la sensación de un trastorno redentor.
Pero sucedió lo peor; ese especialista resultó ser lúdico y didáctico, como los estimuladores empresariales, y empezó a preguntarles a los asistentes lo que sentían.
Soy muy malo para manejar ese tipo de situaciones. Me producen mucha presión. Cuando en algún sitio público empiezan a hacer preguntas, me mortifico, por eso dejé de ir a misa. No me gusta participar. Me da vergüenza. Soy malo para eso.
Cuando trataba de taparme con la mujer que estaba delante de mí (una señora que tenía unas gafas como las de “la Gata” o, lo que es igual, como las de Gina Parody, sucedió lo que siempre sucede: Aquel barrigón se fijó en mí, me señaló y me preguntó que características tenía el segundo vino que no tuviera el primero.
- La cantidad – respondí. En el primero me sirvieron más.
El tipo me miró con desconfianza.
_ ¿Y no le sintió el aroma a frutas, a ciruelas, por ejemplo? No supe que decir. La verdad, suele pasarme lo contrario, sobre todo cuando tengo guayabo: que los jugos de frutas me saben a vino. De manera que asentí cobardemente ante la indulgencia del especialista, que cambió de tema y empezó a hablar del color del vino. En los tintos, el rojo púrpura denota juventud, en los blancos, en cambio, se sabe que un vino tiene una edad intermedia cuando es de tono amarillo pajizo.
Me acordé de un amigo vietnamita de la adolescencia que se la pasaba viendo revistas pornográficas y al que le decíamos así, el amarillo pajizo, y todavía era incapaz de entender en que me había metido. Sonaba la interferencia del micrófono del sensei chileno, nadie podía hablar, no se podía fumar. Era casi una visita al médico.
Y opté por ir bebiendo, clandestinamente: en vez de hacer un buche, me empacaba dos y me los pasaba. Y en ese tormentoso trance para evadir la realidad, fui capaz de capotear una vez más las preguntas del conferencista:
- A ver, usted de nuevo: agite la copa para que libere aromas.
- Yo, en efecto, agité la copa pero, como últimamente consumo un producto que se llama Finigax, no me fue posible liberar aromas.
- Hice fuerza, pero no me fue posible.
- Ahora siéntalo de nuevo, a estas alturas ya debe estar en capacidad de detectar con sus sentidos de que botella hablo. Si hablo de algo ácido pero un poco serio, ¿a qué me refiero?
- _ ¿A Antonio Caballero?, respondí con nerviosismo. Me regañó en público. Me instó a que pusiera atención.
Con el paso de las horas, mis características y las del vino se fueron confundiendo: no sabía si cuando decía que estaba de mal cuerpo y era intenso hablaba de mí. Me emborraché; traté de golpearlo. Fui retirado del recinto.
No vuelvo a las catas, Están llenas de personas que no tienen plan y que van a tomar gratis. Soy un poco bestia, lo reconozco. Me gusta tomar para marearme. No se me da eso de hablar de lo que tomo, sino de tomar cuando hablo. Suelo pedir el vino de la casa, que es barato. Detesto a los tipos que chicanean con el vino. Me parecen snobs. Piden un cuncho. Lo saborean. Huelen el corcho. Lo ponen en la mesa. Como si no fuera mejor comérselo, como yo hago: uno no sabe en qué momento le cae mal a la digestión el licor, y me dicen que el Lomotil está descontinuado.
(Páginas 77 a 80)
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