-San Agustín (354-430)
El tiempo transcurre tan rápido para nosotros los mortales y tan lento para el cosmos. No puedo definirlo, y creo que los más avanzados genios tampoco. Estos únicamente suponen y garabatean en sus tableros teorías y complicadas operaciones matemáticas.
Solo sabemos que de alguna manera el tiempo actúa en sincronía con nuestras células, que en un momento comienzan a marchitarse. Un día somos un niño que se duerme y que al despertar ya está al final del camino, la vida es una semana.
Primera entrega.
Como apenas estoy escribiendo estos retazos de la vida los iré agregando por partes, comienzo con el domingo, ese día rojo de mis recuerdos.
Día domingo.
Desde la cocina me llegaban los sonidos familiares de la casa, las voces de mi madre y las muchachas del servicio, el traqueteo de la máquina en la que molían el maíz cocinado para hacer las arepas. También oía el crepitar de los carbones del fogón de leña, el tintineo de las cucharas y el sonido del chorro del lavaplatos que se mezclaba con el ruido que producen las tasas y platos cuando los lavan.
Me acomodé de costado en mi cama y vi a través de la puerta entreabierta de mi cuarto como los rayos del sol ya se habían instalado en el patio obligándome a entrecerrar los ojos. Era un patio grande y tenía suficiente espacio para recibir la visita diaria del sol, además allí estaban las matas que tanto amaba mi madre, las begonias, anturios, orquídeas, bifloras, helechos, balazos, azucenas, margaritas, y aferrada a un muro, la batatilla (La flor sencilla, la modesta flor).
Desde la cocina me llegó un olor de huevos revueltos con hogao, ese olor característico del sofrito de cebollas y tomate, no faltó el aroma del chocolate que soltaba sus excelsos vapores entrelazados con el rítmico ruido del molinillo que giraba en la chocolatera. Recordé que era el día en el que nos llevaban a visitar a los abuelos y sin pensarlo dos veces me levanté y corrí hacia la cocina por el corredor entablado que llevaba a la cocina para recordárselo a mis padres.
Ese domingo me dieron permiso para bañarme en la poceta, que era una pequeña alberca cuadrada hecha con muros de ladrillo revocado, que si no ancha para mí era lo suficientemente profunda para tragarme hasta la altura del mentón. Era difícil que me permitieran hacer eso, tal vez por ese motivo lo recuerdo tan claramente.
Como era día festivo nos pusieron los mejores trajes para llevarnos a la misa de once. Yo era el más pequeño de los diez hermanos y aún me vestían con pantalón corto. Salíamos en fila india rumbo al templo siguiendo a nuestros padres, debíamos vernos algo así como los patitos tras su madre.
La plaza era un hervidero de gente y estaba llena de toldillos de madera con techos de lona blanca, era un mercado persa en el que se conseguía de todo, ropa traída de Medellín, perfume de pachú, pañoletas de seda, cobijas, ruanas, sombreros… pero yo no tenía ojos más que para los toldos que vendían golosinas y cuando pasábamos frente a ellos miraba a mis padres con ojos de ternero huérfano y así siempre obtenía un buen algodón de azúcar o un delicioso gaucho de los que hacía Jorge Larita, un argentino que había llegado al pueblo con un circo y que por culpa de un flechazo de Cupido terminó quedándose. El pregón de Larita para vender sus gauchos era: "Con cinco prueba, con diez se ceba y con quince a su casa lleva"
La misa fue larga y aburrida, tan jarta como podía ser para un niño de cuatro años que tenía que aguantarse más de una hora viendo la espalda del cura celebrante, que para empeorar hablaba en latín. Pero la verdad es que había una parte de la misa que me encantaba, era cuando salíamos de ella rumbo a la casa de los abuelos.
Segunda parte del domingo
Visita a los abuelos.
De regreso en casa nos cambiaron de ropa y nos pusieron otra más apropiada para ir a la casa de los abuelos, es que ellos vivían en las afueras del pueblo en una finca cafetera situada en la vereda de la Amoladora. Nos fuimos caminando y saliendo de la población por el parque de los libertadores llegamos a la zona campestre por la que recorrimos un camino de tierra enmarcado por una frondosa vegetación que inundaba el aire con aromas de helecho y salvia. Entonces se podía escuchar el canto del sinsonte y el sonido de los arroyos que de cuando en cuando atravesaban el mismo camino sacándole ese delicioso olor a tierra mojada.
Entramos a la vereda de Buenos Aires y la primera casa que encontrábamos era la de mi tío Enrique, estaba a la orilla del camino, sus muros eran blancos con zócalos altos pintados de azul al igual que sus puertas. Allí olía a panela, pues mi tío tenía un trapiche grande atrás de su casa, recuerdo las inmensas pailas llenas de miel de caña hirviendo y exhalando ese magnífico aroma de panela. Y no puedo dejar de recordar los bloques de “blanquiao”, una golosina blanca de panela que allí hacían.
Luego de saludar seguimos rumbo a la Amoladora no sin antes pasar por la casa donde tenían la urna de la virgen de la milagrosa, cuya historia ya conté en otra entrada del blog:
La milagrosa
Divisamos el portón de la casa de los abuelos y algunas gallinas salieron a recibirnos, es que las mantenían sueltas y recorrían el lugar como Pedro por su casa. El portón estaba abierto y enmarcaba la casa campesina situada en un pequeño promontorio a unos veinte metros del acceso. La paredes eran blancas, las puertas, ventanas y chambranas del corredor exterior eran de rojo vivo. Parecía esa casa un rubí engastado en todo ese verde intenso del sitio. Mi abuelo estaba sentado en un taburete de cuero que tenía recostado en la chambrana, su pelo ya estaba completamente blanco, tenía el aspecto de un patriarca bíblico, su rostro era blanco y sonrojado y sus ojos azules como el cielo primaveral de ese día. La abuela estaba echándoles maíz amarillo a las gallinas mientras les cantaba el cutu,cutu, cutu…
Al vernos se alegraron y nos recibieron con tiernos abrazos, como los niños somos tan interesados todos rodeamos al abuelo que como siempre abrió sonriente su carriel y comenzó a repartirnos monedas de cinco centavos. Es que con cinco centavos podíamos comprar muchas golosinas.
Saludados los abuelos nos desperdigábamos a correr por la finca, a saltar y a miquear subiéndonos a los árboles. Me entretenía mucho mirando a algunos peones que esparcían los dorados granos de café sobre el tablado de una secadora corrediza para que se secaran con el calor del sol. Las matas de café parecían arbolitos de navidad y sus rojos frutos las bolas de adorno. La cosecha ese día era generosa y las chapoleras llenaban prontamente las canastas que llevaban adosadas a sus espaldas. Yo le pedí a una de ellas una canasta para ayudar a recoger café, en medio de risas una de ellas me amarró una pequeño canasto a mi cinturón, pocas veces he sido tan feliz como ese día en el que llené varias canastas de café y en el que me comí varios frutos, eran de un sabor dulzón y eran de consistencia babosa.
El tío José llegó y nos invitó a ver el sitio por el cual surgía el agua de la finca, es un nacimiento de agua nos dijo, mientras señalaba orgulloso el punto del que salía a borbotones el agua más fresca deliciosa y limpia que he visto, el tío José había canalizado esa agua por unos canalones de guadua partidos a lo largo por la mitad, canalón tras canalón conducían el precioso líquido loma abajo hasta una poceta ya cerca de la casa. Desde ahí ya tenían instalada una tubería normal de acueducto hasta los servicios de la casa.
A mí me pareció una megaobra de ingeniería, y la verdad aún me lo sigue pareciendo pues me ratifica la recursividad de nuestra gente, que a veces con poco hace mucho.
Nos llamaron a gritos desde la casa, el almuerzo estaba listo. La mesa estaba en el corredor, tenía un mantel de tela de calamaco con cuadros rojos y verdes, ese día nos sirvieron un plato de frisoles con coles y cilantro como solo ellos sabían hacerlo, el seco era arroz, carne de cerdo, ensalada, papas, tajadas de plátano y arepa. La sobremesa era leche acabada de ordeñar. Si quiere más que le piquen caña…
El día pasó rápidamente y emprendimos el camino hacia el pueblo cuando ya se escuchaba el croar de las ranas y las guacamayas volaban formando escuadrones en V rumbo a sus nidos. Llegamos como a las seis de la tarde, cuando ya los coloridos arreboles del atardecer eran un bello fondo para las torres de la iglesia.
Mañana será otro día.
DÍA LUNES.
Esa vez me despertó el pito del tren de las seis de la mañana, a pesar de que el tren pasaba por el costado oriental del río a varios kilómetros de mi casa se escuchaba el silbato de la locomotora fuerte y claro, es que la ciudad en esos años aún no había sido invadida por el ruido y el descontrol por el que ahora pasamos y que en medio de mi irremediable optimismo pienso que superaremos para volver al estilo de los bucólicos tiempos idos.
En este lunes blanco mi primer recuerdo al despertar fue que ese día sería mi primera comunión, nos habían preparado durante quince días en la catequesis de la parroquia, ya sabíamos que hacer durante la ceremonia, cuando arrodillarnos, cuando pararnos, cuando sentarnos.
Importantísimo era que cuando recibiéramos la sagrada hostia no podíamos masticarla, había que esperar a que ella de diluyera lentamente en la boca, si la masticábamos por error sería cosa muy delicada pues el divino cuerpo de Cristo quedaría multiplicado en multitud de pedacitos, imagínense, nos decían en la catequesis, al cuerpo de Cristo empotrado entre sus dientecitos y muelitas y luego del cepillado de boca arrastrado por el agua del lavamanos hacia las espantosas cloacas de la ciudad. El solo imaginar eso me aterrorizaba, por eso tendría muy presente no masticarla en el momento de recibirla, eso estaba claro.
En esas cosas pensaba mientras hacía un rato de pereza en la cama antes de levantarme.
Desayuno no habria esa mañana, tenía que hacer ayuno una hora antes de recibir la comunión, los adultos creo que debían hacerlo hasta por dos horas antes. Desde mi lecho podía ver mi vestido bien acomodado en la silla de mi cuarto, un cachaco gis claro: Saco y pantalón. Los zapatos de charol negro brillaban como espejos en el piso al lado de la silla, cuando me los midieron en el almacén los sentí algo ajustados, es que estaba acostumbrado a ir siempre de zapatos tenis, cuando habría dado por usarlos también en la ceremonia que me esperaba, pero no me lo permitían.
También tendría que usar en la manga derecha el saco, cosida a la altura del hombro, una banda de tela con las imágenes de un copón y una hostia coronadas con las letras JHS (Jesús, hostia santa), lo que menos me agradaba era que tenía que usar un corbatín negro anudado en el cuello de la camisa. El día anterior en la prueba del vestido me sentí bastante incómodo, pero había que darles gusto a mis padres que me miraban felices como si vieran al príncipe de Gales.
Y dicho y hecho pronto estaba listo con mi disfraz preparado para salir hacia el convento de las hermanitas de La Presentación que era el lugar desde el que saldría el tradicional desfile de todos los que recibiríamos la eucaristía por primera vez. Hacía un calor tremendo a las diez de la mañana mientras las monjas nos acomodaban en la calle en dos largas filas, en una iríamos los niños y en la otra las niñas. Adelante cuatro niños cargaban en andas una imagen del Niño Jesús y luego le seguían otros que llevaban unos palos altos coronados con cintas azules y blancas que ondeaban por el viento hasta de lo más de bonito.
Al fin ya eran como las once de la mañana cuando las hermanitas ya extenuadas nos tuvieron bien formados para iniciar el desfile, es que es más fácil organizar diez micos para una foto que filar un montón de mocosos inquietos para un desfile. Para esa monjitas solo guardo gratitud por su paciencia.
Tan taratán…, La banda Paniagua inició el desfile con marchas religiosas muy ispiradoras y comenzamos a caminar hacia la iglesia, a pocas calles del lugar, Tan, tararatán…
El calor era tremendo y el sol casi nos derretía, los zapatos me tallaban, el hambre me azotaba, y el corbatín me estrangulaba, tan, taratán…
Si no fuera por la expectativa de los regalos que llevan a las primeras comuniones, por la torta blanca y la piñata, yo me hubiera salido de la fila y seguirá siendo hereje o como se les diga a los que no hacen la primera comunión, pero mentira, algo de fe hbía en aquel niño, aunque no lo entendiera, ni lo entiendo aún, el cuerpo de Cristo morando en esa pequeñísima hostia tal vez provocaría en mí alguna sensación celestial luego de deshacerse en mi boca. Que siga el desfile, Tan, taratán…
Registro de invitación |
El resto de la historia se redujo a pararse, sentarse, arrodillarse… Olvidé por completo lo de sacarse los guantes durante la elevación, pero el disimulado codazo de mi vecino de asiento me lo supo recordar muy bien. Para qué, pero la oración si me pareció muy bonita y aún la recuerdo bien: “Señor, no soy digno de que entres a mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.
Estuve bastante nervioso cuando saqué la lengua para recibir la hostia, la verdad no sabía si había que sacarla mucho, poco o muy poco. Tuve que resolver eso en milésimas de segundo mientras el sacerdote extendía como en cámara lenta la sagrada forma hacia mi boca, resolví sacarla en término medio y funcionó de maravilla. Regresé a mi lugar con la cabeza baja y las manos unidas en actitud de humilde oración mientras procuraba no morder la hostia.
Ya en mi lugar me hinqué en el reclinatorio y efectivamente la hostia se deshizo rápidamente, tenía un sabor bastante insípido, muy diferente al que imaginé que tendría el cuerpo de Cristo, realmente lo imaginaba muy cercano al sabor de las obleas que vendían con arequipe en la plaza del barrio, pero era comprensible y lo importante era que ya había hecho mi primera comunión.
En el patio del convento habían dispuesto una largas mesas con manteles blanquísimos para darnos el desayuno, entre una y otra cosa ya llevábamos un montón de horas de ayuno. Las monjas para esto están sobradas, las mesas estaban adornadas con flores blancas y todo era bonito, la chiquillería llenó por ese rato el silencio habitual del monasterio con sus gritos y barullo, nos sirvieron chocolate caliente con pan y queso, cuando terminamos nos dieron a todos unas estampitas del niño Jesús y nos llevaron a la puerta donde nos esperaban los familiares. Gracias hermanas.
La piñata.
Eran sencillas las piñatas, se hacían en nuestra propia casa, no en costosos salones de recepciones como las de hoy día. Es que ni existían esos sitios. Ya en el patio que tenían las casas viejas, entre el contraportón y el comedor, en una mesa grande y sin dilaciones nos dieron el desayuno, el de las monjas había sido el aperitivo, mientras comía no me abandonaba una rara sensación entre decepción y culpabilidad, como era que tanto rato después tras la ingesta de la hostia aún no notaba ningún efecto colteral, nada.
Sonó en primer tok, tock en la puerta, el primer invitado había llegado. Era Don Carlos Jiménez, el dueño de la tienda de la esquina y venía con su regalo en la mano, mientras mis padres lo saludaban y acomodaban en la sala yo casi le rapé el paquete de su mano y mientras le daba las gracias corrí hacia mi cuarto para desempacarlo, era un hermoso mapamundi que giraba y todo y de encima un dominó en una cajita de manera con veinte mil pesos adentro, eso era mucha plata. Verdaderamente comenzaba a justificarse el haberme aguantado la tortura de los zapatos y el corbatín.
Y así poco a poco la casa se llenó de gente. Me dieron muchos regalos y la torta y las sorpresas tampoco estuvieron mal.
Otro día que pasa en mis recuerdos mientras los consigno tecleando en la hoja de Word, seguramente habré olvidado algunos detalles y habré exagerado otros, pero así más o menos fue que ocurrió. Ya es hora de dormir, mañana será otro día.
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