Hace tiempo un amigo me cedió su entrada para el lanzamiento de una exposición de arte que se realizaría en la galería de una importante empresa de la ciudad. Ya había asistido a algunas exposiciones como las inolvidables Bienales de Coltejer e igualmente a las que se hacían en el museo de Zea, hoy Museo de Antioquia; pero eso de ir a un acontecimiento de estos, y en un sitio tan caché. nunca.
Es que a esos eventos los pintores y los curadores solo invitan a gente de dedo parado, que tenga en el banco una cuenta corriente bien gorda que les garantice vender por lo menos una obra por cada dos o tres asistentes o al menos unas cuantas que justifiquen el precio de los cocteles y los pasabocas.
Si no fuera porque mi amigo me cedió su invitación no estaría contando esta historia, pues entonces ni cuenta de ahorros tenía. Cuando ingresé a la sala de exposiciones me sentí como un mosco en vaso de leche.
Percibí la confusa y desagradable mezcla de aromas de las lociones de moda, todos vestían ropa de marca y las damas lucían trajes originales de famosos diseñadores. Cogían la copa de champaña con el dedo meñique bien estirado y algunos señores dominaban el arte de mantener una ceja bien levantada. Hablaban en voz baja y se veían tan circunspectos que aquello más parecía un velorio.
Me dediqué observar con atención los óleos exhibidos con mi escasa capacidad de estudiante primíparo del Instituto de Bellas Artes. Me interesaba la técnica del artista y la forma en que había manejado el pincel y el color.
De pronto me di cuenta que yo era el único que estaba interesado más en la obra que en las copas y en los canapés y sentí vergüenza ajena. Como era posible que aquellos señores, muchos de ellos exitosos empresarios y sus esposas, damas de la más alta sociedad, mostraran tal desinterés por el arte de su anfitrión, al menos por educación habrían al menos tratado de fingir algo de intelectualidad.
Pero lo peor estaba por llegar, después de haber mirado todo me recosté en la baranda de unas escaleras que conducían a un sótano que resultó ser el lugar de donde venían los meseros que atendían a los concurrentes. Así fue que uno de ellos apenas subió me ofreció amablemente una copa de champaña, pero cuando la fui a recibir se nos vino encima un tumulto de gente que sin recato dejó mi mano en el aire y la bandeja vacía. Nunca imagine que en un acto tan solemne vería tal rapiña y tantos agalludos juntos.
Posteriormente lo mismo pasó cada vez que traían los pasabocas, el tumulto fue tal que llegué a temer por mi integridad física. Mientras esto pasaba, mis ojos se cruzaron con los de los meseros creando un mensaje cómplice de desaprobación incrementado por el lenguaje gestual.
La obra de aquel pintor de cuyo nombre si quiero acordarme pero no he podido era muy buena, y solo le deseo ahora que haya triunfado en su carrera a pesar de esas personas tan pobres que asistieron a su primera exposición y que lo único que tenían era dinero
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