Cuando llegaba la época de navidad siempre visitábamos a los abuelos. Entonces su casa se llenaba de repente con hijos venidos de todos los puntos cardinales, acompañados de sus esposos, esposas e hijos. Una cantidad nada despreciable de personas, pues en aquellos tiempos, familia paisa que se respetara, no tenía menos de diez hijos.
Era el retorno a nuestras raíces que año tras año hallábamos en esa hermosa casa de campo. Allí descubríamos en las noches que el cielo estaba inundado de estrellas, tantas que hasta nos asustaba, en la ciudad no veíamos ni la cuarta parte de las que veíamos desde la casa de los abuelos.
El cielo se fundía con la tierra, cuando miles de luciérnagas encendían sus titilantes lucecitas en la oscuridad de la noche y teníamos la sensación de flotar en el espacio, hasta el punto de confundirnos y perder la noción de donde era arriba y abajo.
Nuestra fascinación se veía interrumpida por los gritos que desde la casa nos llamaban a comer. Entonces con mis hermanos y primos corríamos para encontrar en la mesa un suculento y humeante plato de frisoles con coles y otro de arroz, chicharrón, tajadas, aguacate y arepa. La sobremesa era un vaso de leche, pero de la original, de la de la propia vaca que tenía el abuelo y acompañada de un pedazo de dulce macho, (Panela).
Al amanecer nos amarrábamos una canasta de la correa y nos uníamos a los recogedores de café y a las chapoleras, que con mucha paciencia nos enseñaban a distinguir los granos de café que debíamos recolectar.
Para todos era una aventura corretear a las gallinas y buscar los huevos que ponían en sus nidos escondidos entre la maleza.
Montaña arriba había un nacimiento de agua que mi tío había canalizado a través de unas largas canoas de guadua que la conducían hasta una poceta grande de almacenamiento cerca de la casa.
Energía eléctrica no había, pero disfrutábamos en la noche de la luz de una vieja lámpara Cóleman, ideal para ambientar las historias de brujas y espantos que se acostumbraban antes de irse a dormir.
Eran navidades llenas de amor y unión familiar, nunca imaginamos estar en ningún otro sitio.
En casa de los abuelos pasamos muchas navidades felices, hasta que ellos se fueron hacia ese cielo estrellado que tanto contemplamos, tal vez a mirarnos desde allí con sus dulces ojos de ángeles.
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