Alberto López
La Ría de Bilbao en 1961. Fuente: Corporación Administrativa del Gran Bilbao |
Una vida presidida por el trabajo, sin apenas tiempo para el descanso y recreo con excepción de la fiesta dominical. Una ciudad industrial que, más parecía de los países protestantes del norte, pegados a una ética puritana en la que el trabajo es la vida, que de los países católicos meridionales, donde el trabajo es un sufrimiento, un castigo y una carga.
Por aquella Ría de hierro de aguas rojas y pardas, iluminadas durante la noche por el resplandor de los fogonazos de los altos hornos, subían y bajaban incesantemente barcos que dejaban tras de sí, una estela de acero. Barcos con mineral de hierro arrancado de las minas de Somorrostro que partían para la Europa desarrollada…
Cargueros de chatarra de los países avanzados que nos devolvían sus detritus, lo que no les servía después de exprimir nuestro mineral… Carboneros de Asturias e Inglaterra para alimentar nuestros altos hornos, que no eran nuestros, si no de ellos… Madereros que venían costeando el continente africano desde las selvas de Guinea, la última colonia de un viejo imperio decrepito que el franquismo había intentado volver a ensalzar con el resultado de una mueca trágica… Barcos viejos, a vapor, renqueantes, oscuros, sucios, como el Tramp Steamer de Maqroll el Gaviero, casi todos negros, cubiertos con polvos rojos del mineral de hierro o del negro carbón, mostrando tras la pintura desprendida de su piel, el óxido de su decrepitud y sus deficientes parcheos y repintados, que mi imaginación veía como ratas triponas, de los que tiraban pequeños remolcadores, negros como cucarachas, que los subían desde el puerto exterior hacia el interior de la Ría donde en sus muelles vomitaban sus bodegas y recogían una nueva carga.
Como los barcos de entonces, los coches, los taxis, las bicicletas, las motos, los autobuses y los trenes eran también negros. El humo de las chimeneas de las fábricas, la religión, las cruces, los curas, los frailes las monjas, los paraguas, la ropa, las boinas, el cine, la escuela, sus maestros, todo era gris o negro. Los trabajadores vestían de gris, y azul mahón hasta en su ropa interior.
Muchas viudas de guerra se pusieron de luto y ya nunca se lo quitaron, y el luto se pasó a los hijos e hijas y a los otros hombres y mujeres que no tenían motivo para llevar luto. Pareciera como si el franquismo quisiera volver a la austeridad de la época gloriosa de los Austrias, donde el negro se convirtió en la moda del vestido impuesto por la aristocracia y la nobleza.
La ciudad, donde todavía se hacían presentes algunos restos de ruinas de la guerra, estaba cubierta de una pátina sucia que dejaba en el ambiente la industrialización. Era como una pequeña Londres dickensiana. Los edificios ennegrecidos por la guerra, como los hombres, habían perdido sus colores originales, mostraban al aire sus canas y su decrepitud con sus desconchones y sus desnudos raseos de cemento gris de las fachadas. Los colores habían desaparecido del ambiente urbano. Incluso el campo y los montes, que habían tenido el verde deslumbrante de un país septentrional, se mostraban apagados y quemados por la guerra y el humo de las fábricas mezclado con la lluvia ácida.
Era como si todo se hubiera pintado de gris. La humedad y el aire cargado de polvo de mineral y carbón que expulsaban las chimeneas y los altos hornos, lo hacían todo pegajoso y sucio. Hasta la lluvia era en ocasiones negra.
Un mundo triste y oscuro, donde la gente caminaba encorvada, como llevando una pesada e invisible carga a sus espaldas.
En aquellos tiempos todos usábamos boina, de color negro, bueno…menos algunos señoritos de la capital, que la llevaban azul. La boina, entonces, no era para protegerse del sol, sino del frío, el agua y la suciedad. Sin embargo mi padre se permitió el lujo de tener una boina solo para los domingos. Fue un regalo de mi madre. Aunque mi padre salía poco, yo pienso que se la compró para que fuera elegante a la misa mayor.
¡Ay la misa!…La misa entonces, era algo muy importante. La escala de valores la imponía como el acto social más relevante de la semana y estaba muy mal visto no cumplir con lo que ante todo se consideraba un deber para con Dios y para con la Patria. La religión, como la patria, indisolublemente unidas, no era entonces una cuestión de ética, de moral personal o de amor.
Era una cuestión de deberes, de obligaciones de formas… y también de miedo. La autoridad del párroco rebasaba en buena medida lo puramente religioso Su dedo acusador, señalando a aquel que no había cumplido con la obligación dominical, venía casi siempre acompañado de la visita de la policía y de la imputación por simpatía con los rojos. Además, si se había sido una vez rojo (para ser rojo bastaba con haber votado por la República) para el nuevo Régimen se era para siempre rojo, un pecado que ante la iglesia representaba una penitencia de por vida. Por eso, en el acto social de la misa, unos junto a otros, viéndonos y siendo vistos, todos rezábamos en forzosa unión, como decía el himno requeté, “defendiendo la bandera de la santa tradición”.
Una vez cumplida la obligación, cada uno se iba por sus propios derroteros, los hombres por una parte y las mujeres por otra, separados como en los bancos del interior del templo, unos a la derecha y otras a la izquierda, o como en la escuela, en las procesiones, en las comuniones, en las fiestas, en la gimnasia, en fin en casi todo. Los hombres tomaban el recorrido de los vinos en cuadrilla, el poteo o txikiteo de tasca en tasca, y las mujeres el de sus casas a preparar la comida después de una corta charla con otras mujeres a la puerta de la iglesia.
El acto social de acudir a misa, se había convertido así en una especie de representación teatral, que en la semi oscuridad misteriosa del templo, se ofrecía en un idioma críptico, que solo dominaban los curas y que se llamaba latín. Una vez por semana el pueblo actuaba, repitiendo mecánicamente sesión tras sesión, la correspondiente perorata de rezos y cantos, de acuerdo a una disciplina casi militar que dominaba todos los aspectos de la sociedad. Para un Caudillo, bruto e ignorante como Franco, España solo podía ser un cuartel.
En aquellos tiempos hacía frío. Pero no era un frío como el de ahora. La temperatura podía ser la misma, pero el frío era diferente. El frío, aquél frío pegajoso se nos metía en el cuerpo y ya no salía ni en el verano. Las casas eran frías, los talleres eran fríos, las escuelas eran frías, las iglesias eran frías, los hospitales eran fríos, los cuarteles eran fríos… Por más que multiplicábamos los jerseys, la humedad, la sucia humedad, se metía dentro de nosotros, lo calaba todo, nos mordía como un perro y como la tos ya no nos soltaba. Era como si el frío no fuera algo meteorológico, como si estuviera en nosotros desde siempre, como si hubiera nacido con nuestro propio nacimiento.
Con el frío venía el miedo, que es como otra clase de frío. Miedo a la guerra pasada que, el régimen con su discurso machacón la seguía haciendo presente, miedo a la represión inacabable de la posguerra, a la guardia civil, a los curas delatores, a la miseria, a caer enfermo, a volver a pasar hambre, a que volviera el pasado, a la dureza del presente y a la oscuridad del futuro. Los discursos tanto de los dirigentes políticos, como de los maestros y los curas, que eran los únicos que podían hablar, solo perseguían infundir temor a la vida, al Dios vengador, al pecado mortal y al fuego eterno. Aquellos discursos eran los discursos del terror y del miedo.
Cuando nevaba, los niños apenas si jugábamos en la nieve.
Más que un fenómeno para la diversión, la nieve representaba más frío. Su poética blancura apenas duraba unos momentos Al de poco de caer ya era oscura. Eran tiempos de barro. Hoy pensamos que nieva menos, pero no es verdad, es solo que lo sentimos menos. La nieve entonces era añadir frío al frío y sufrimiento al sufrimiento. Hoy es motivo de curiosidad y diversión. Pero hay ciudades, otras ciudades, donde hoy, todavía sigue nevando, como nevaba entonces en la ciudad de la Ría.
Nuestro mundo exterior no ofrecía muchas alegrías, era un mundo triste. A los niños de entonces nos robaron la infancia. Sin apenas aprender a jugar, aprendimos a trabajar. Nos hicieron mayores a la fuerza. Pasamos por la escuela y aprendimos a leer, sin saber qué es lo que había detrás de la lectura. Con aquella enseñanza, con la que se acababa odiando lo que al menos en apariencia se pretendía estudiar, los chicos del barrio acabaron resultando unos analfabetos funcionales. Con las lecturas en voz alta de la clase, nos hicieron odiar la poesía y El Quijote. Con catorce años, nos hicieron aprendices y nos condenaron al mundo adulto del taller y a las largas jornadas de un trabajo casi siempre embrutecedor. Yo escapé, casi de milagro. Una infancia sin juegos creó niños melancólicos, pero a su vez también soñadores. El frío y la necesidad de soñar nos metió en el cine y en buena medida, a algunos, esto nos salvó.
En las casas de la gente obrera no había libros y en la escuela tampoco. Además de la pobreza, el problema era la incultura general, de la que no se escapaban ni los obreros (unos caseros y otros emigrantes) ni los curas, ni los frailes ni las monjas, a cuál de ellos más ignorantes y embrutecidos que, enseñaban las letras del catón a golpes de vara de avellano.
En mi casa solo conocí dos libros: uno que describía las heroicidades del bando nacional en la guerra (mi padre lo compró para mostrar su adhesión al régimen como purga de haber votado al Frente Popular) ilustrado con unos dibujos del pintor del Régimen, Carlos Sáenz de Tejada, en los que con una influencia estética de los artistas fascistas italianos, plasmaba heroicos soldados del llamado bando nacional, heridos, muertos o a punto de morir en la batalla, recreándose en forzadas posturas manieristas y en sus cuerpos semi desnudos de una calculada ambigüedad. A mí me producían tanto un rechazo y miedo como una cierta atracción morbosa mezcla de sexo y muerte.
Mi madre me tenía prohibido verlo, pero yo lo hacía a escondidas. El otro era uno de medicina que describía las enfermedades y recetaba soluciones caseras. Tenía dibujos describiendo el cuerpo humano en color, con las venas, los huesos, los músculos, el corazón, los riñones…todo muy detalladamente representado, pero con cierto recreo en la sanguinolencia, que, quizá me equivoque, creo apreciar en muchos libros de medicina. Este libro también me atraía, pero mi madre opinaba que no eran libros para chavales, así que durante años no llegue a tener un verdadero libro en las manos.
Nuestro padre compraba el periódico solo los domingos, y mis hermanos mayores cambiaban las novelas populares, de papel basto reciclado, en el quiosco, como hoy se alquilan películas de violencia y sexo, en una tienda que se atreven a llamar videoclub. Eran todas del oeste, grasientas y desvencijadas, donde morían casi todos menos la chica y el chico buenos. A los pequeños no nos dejaban leer aquellas novelas, pero las leíamos a escondidas.
Llegaban forradas con papel de periódico y con sus lomos repasados una y otra vez con cola, para que no se desarmaran del todo. De entre todas ellas brillaba la serie de El Coyote, de José Mallorquí, cuyas ediciones están entre las mayores de toda la historia de la literatura. De todas maneras, donde los niños aprendimos la leer de verdad fue en los tebeos. El único dinero que yo necesitaba, era para comprar tebeos y para ir al cine. Era nuestra inversión para escapar de aquel ambiente frío, oscuro, represor y embrutecedor.
Franco, a quien los libros le parecían un lujo prescindible, cerró muchas bibliotecas y redujo la producción de libros a la mínima expresión que demandaba su aparato de propaganda. La Dictadura no requería españoles que pensaran, si no que obedecieran. Por eso fue implacable, no solo con otras opciones políticas, si no también con las culturales. Así que tras la huida de la mayor parte de los intelectuales, artistas y científicos simpatizantes de la República, y el cierre de los círculos culturales y populares, el país se convirtió en un páramo cultural, y un barrio obrero como el nuestro, en un absoluto desierto. Pero el Régimen cometió dos grandes errores. Uno fue dejar que creciera el cine, pensando que tan solo se trataba de una distracción. El otro, abrir las puertas al turismo, a fin de recaudar fondos, hasta convertirlo en la industria nacional más próspera. Con el primero pudimos liberar nuestras mentes para poder soñar. Con el segundo conocimos a las extranjeras, verdaderas mujeres de carne y hueso, como las que habíamos soñado en el cine.
Fueron dos grietas, por donde el Régimen comenzó a desangrarse, de forma mucho más importante, que lo que conseguían hacer la agitación y propaganda política de los partidos que luchaban desde la clandestinidad. Aquella dictadura del miedo, no se derroto por la lucha política más o menos heroica de los partidos democráticos. La verdad fue mucho más prosaica. Aunque murió matando, se hundió sola, cociéndose en su propio caldo, víctima de su desfase histórico y de su propia decrepitud, podredumbre y corrupción.
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