sábado, 30 de enero de 2016

LA CIUDAD DE LA RIA

Da gusto leer las historias de Alberto López. Ahora nos comparte la historia del abuelo que en medio de muchas dificultades migró a La Ria en busca de una nueva vida. Una historia que no queremos dejar de leer hasta llegar al final

Alberto Lopez


Corría el otoño de 1887, cuando, desde un Villorrio de la Merindad de Castilla la Vieja, llegaba a la ciudad de La Ría mi abuelo paterno. Venía como un emigrante más, perdido en la marea humana que intentando escapar de la pobreza y la miseria del campo, acudía a las ciudades industriales en busca de pan y trabajo. 

Recogida la cosecha, y con poco más que lo puesto, venía como temporero, con la intención de ganar algunos cuartos, que le permitieran mantener a la numerosa prole que había dejado en el pueblo. 

Comenzó trabajando de peón en las minas del sur de la capital, hospedándose en los barrios altos de San Francisco y Las Cortes, primero de patrona, y después realquilado en una de las chabolas apiñadas junto a la boca de la mina Miravilla. En las campañas siguientes buscaría trabajo en los criaderos de los montes de Triano, alojándose en los barracones de las compañías mineras. 

Tras la gran huelga de 1890, que acabó con aquellos barracones, consiguió realquilar en Gallarta dos cuartos con derecho a cocina y volvió al pueblo, convencido, de que no había otra salida para su familia, que dar un paso adelante y emigrar a la ciudad. 

Sin poner ningún reparo, mi abuela se aprestó a organizar la marcha y a seguir a su hombre, donde éste la llevara. Vendieron los cuatro trastos que tenían, hicieron unos hatillos con lo imprescindible, que repartieron entre los niños de acuerdo a sus edades, y él con dos colchones a la espalda, y ella con una maleta, un bebé en brazos y otro en el vientre, se fueron a tomar el coche de línea para reiniciar una nueva vida, en aquella ciudad de hierro, de la que todo el mundo hablaba maravillas. 

La Ría era por aquel entonces, la columna vertebral de una ciudad industrial minera, siderúrgica y portuaria, donde se daban las formas más despiadadas de la explotación capitalista. En torno a ella giraba la vida de un rosario de barrios y pueblos que, entremezclados sin solución de continuidad con excavaciones y acopios mineros, muelles, astilleros, ferrocarriles, altos hornos y cargaderos de carbón y mineral, la acompañaban desde la vieja villa mercantil de las siete calles hasta el mar. 

Una deslumbrante ciudad industrial, donde se daban tantas ciudades como clases sociales, modos de vida, culturas, orígenes e identidades.

Sin puentes que la cruzaran, la Ría cortaba de un tajo el territorio, dividiéndolo en dos: la margen izquierda, caótica, minera, industrial, obrera, y la derecha, burguesa, donde se desarrollaban los nuevos barrios jardín, que seguían los modelos del urbanismo inglés. 

Cuando habían huelgas y manifestaciones, en aquella ciudad fracturada física y socialmente, no les resultaba difícil a la policía y al ejército cerrar la zona minera y bloquear las fábricas y los núcleos populares de la margen izquierda, de tal manera que, les resultaba imposible a los obreros acceder al Ensanche, donde radicaban las instituciones del poder económico y político, y a los barrios residenciales de la orilla opuesta, donde los burgueses se sentían a resguardo de las algaradas sociales. 



Era una ciudad, donde su geografía, resultaba la expresión de una estrategia territorial, impuesta por la burguesía industrial y financiera, para ejercer su dominio social y garantizar el funcionamiento del nuevo modelo de ciudad industrial. 

Los mineros vivían a pie de mina, entre los vertidos de las escombreras, en poblados de barracones y chabolas, donde las condiciones de habitabilidad y salubridad eran pésimas. El cólera, el tifus, la tuberculosis y otras enfermedades infecciosas, hacían estragos en estos asentamientos surgidos sin orden ni concierto entre los pliegues de los montes. 

Junto a las factorías de los altos hornos y los astilleros, fueron naciendo barrios obreros que, en pocos años, se convirtieron en poblaciones con miles de habitantes. 

Entre aquellos braceros y campesinos pobres procedentes de la inmigración, con unos orígenes y un bagaje cultural diferentes a los de la población autóctona (que en su mayor parte, siguió en los núcleos agrícolas y los caseríos dispersos, con su tradicional forma de vida rutinaria) fue naciendo una nueva clase obrera, que a pesar de los reiterados esfuerzos del poder para borrar su historia, dejó profundas huellas en la transformación física del territorio, en las formas de vida, y en la formación de la nueva ciudad de La Ría, donde se acabó acrisolando la sociedad compleja y diversa que ha llegado hasta hoy. 

Por aquellos años convulsos, Gallarta era el corazón de la zona minera. Los partidos de izquierda y los sindicatos obreros, celebraban allí sus manifestaciones y mítines más importantes. Entre las brumas de mis desordenados recuerdos, creo ver a la imponente figura de Facundo Perezagua dirigiéndose desde el balcón del Ayuntamiento a los mineros concentrados en la plaza, a La Pasionaria desfilando entre un mar de banderas rojas en un Primero de Mayo y a Indalecio Prieto hablando desde un estrado en un frontón abarrotado de gente. 

Después de tres varones y una hembra, mi padre sería el quinto en la descendencia y el primero que vio la luz en esta tierra. Se llamaba Ernesto, como mi abuelo, y desde muy pequeño, sin apenas conocer la escuela, siguió la estela de sus hermanos y se lo comió la mina. 

De él solo tengo algunos recuerdos borrosos (quizás no sean ni propios y pertenezcan más a la herencia oral de mi madre) ya que, siendo yo un niño, reventó barrenando en la mina Concha por un salario de miseria. 

Lo que no lograron tres años de guerra, una sentencia de muerte de un tribunal militar y varios años de trabajos forzados excavando a pico y pala el túnel de La Engaña (paradojas de la vida, tener que volver a la tierra de sus ancestros a cavar el último túnel del Santander Mediterráneo, aquel ferrocarril que no pasó de ser un sueño) lo conseguiría unos años después la mina. Al igual que mis abuelos y mis tíos, descansa en el cementerio de una aldea perdida entre los montes de hierro.

Primogénita de una familia numerosa de aparceros pobres, mi madre había nacido en Valujera, una aldea de cuatro casas del Valle de Tobalina. Siendo casi una niña, la enviaron a servir a Burgos en casa de un pariente lejano, canónigo de la catedral. Mis abuelos debieron pensar, que le serviría para aprender algunas letras, y también que, con una boca menos, mejorarían el magro sustento del resto de su prole. 

Pero el vicario de Dios la hacía trabajar como a una burra, y sin enseñarle ni pagarle un céntimo, la estuvo matando de hambre, hasta que con apenas catorce años, consiguió escapar de la tutela de aquel avaro y en varias jornadas a pie (en las que pagó con su trabajo, el lecho y el sustento en las fondas y caseríos del camino) consiguió llegar a la ciudad de La Ría. 

Tras unas semanas acogida generosamente en casa de una prima, que había llegado dos años antes y se había puesto de puta en la Palanca, se empleó de criada en Gallarta, con la familia de un nuevo rico minero, de origen leonés, que a pesar de no saber ni firmar, le llamaban, por sus aires aristocráticos Don Paco el Marquesito. 

Este personaje había levantado a la entrada del pueblo una gran mansión, en un estilo neogótico híbrido y ampuloso, rodeada por un amplio parque jalonado de fuentes y estatuas a cual más extravagante y dispar, adquiridas para darse lustre en sus tour europeos. 

Allí organizaba rumbosas y sonadas fiestas, con gran asistencia de autoridades, gentes acaudaladas y otros personajes tan variopintos como él, en las que corrían ríos de champaña y caviar, junto al vino de Rioja, bocadillos de tortilla y chorizo del Bierzo. 

En la temporada de verano, se trasladaba con su familia y su servidumbre al palacete que tenía en el Muelle Nuevo de Portugalete, para tomar los baños de mar en la playa de El Salto y navegar por la costa en su famoso yate, El Potosí. Allí coincidían por entonces, las familias de la nueva burguesía minera, industrial, naviera y financiera con la antigua aristocracia del Casco Viejo mercantil que tenía sus despachos y almacenes en las Siete Calles. 

A pesar de tan distinguida presencia, Portugalete no había dejado de ser una villa comercial y popular, al servicio de la margen izquierda y zona minera. Los domingos las tiendas se mantenían abiertas y grupos de mineros y obreros, bajaban con sus familias de los montes de Triano o acudían desde los distintos núcleos fabriles de la margen izquierda, a proveerse de todo tipo de vituallas, a beber en sus tabernas y a bailar en la plaza a los sones de la banda. 

Pero el incremento de las agitaciones sociales fue cambiando las cosas. Alarmadas con las primeras concentraciones de masas que tuvieron por escenario la villa marinera, las clases altas la fueron abandonando y cruzando la Ría hacia los nuevos barrios de las Arenas y Neguri, donde se sentían más protegidos. 

Allí se estaban poniendo de moda las formas de vida de la aristocracia inglesa, las residencias campestres, los baños de mar, los deportes al aire libre como el tenis, el golf, el fútbol y sobre todo las regatas, que contaban con la presencia de la familia real, que prestaba su brillantez en las fiestas que se daban en el imponente edificio del antiguo Balneario, reconvertido en Real Club Marítimo. 

Un edificio que se alzaba orgulloso frente al nuevo puerto, como símbolo del poder y el empuje del capitalismo local, hasta que en los años setenta del siglo XX, un atentado de ETA le pegó fuego y fue sustituido por un edificio moderno, de tan escaso relieve, como la burguesía venida a menos que lo levantó.

Allí construyó también el Marquesito, su nueva villa palladiana, junto a los de otros grandes próceres de la ciudad, y allí se trasladaría, pocos años después, a vivir de forma permanente con su familia, abandonando sus anticuadas residencias de Gallarta y Portugalete. El lustre chusco que el rico minero se había ganado con su apodo popular, lo lavaría su primogénito, al serle otorgado por el Caudillo el título de Marqués de Bodovalle, con el que pretendía blanquear la fortuna acumulada por su familia, con el sufrimiento y la sangre de tantos obreros que dejaron la vida, arrancando el hierro de sus minas. 

En aquel baile dominical de Portugalete, al que popularmente llamaban El Chicharrillo y donde acudían los obreros y las criadas de uno y otro lado de la Ría, se conocieron mis padres. Tras dos años de relaciones formales, se casaron. 

Dadas las estrecheces económicas y las dificultades para encontrar una casa donde meterse, mi madre, ocultando a sus señores su matrimonio civil, continuó sirviendo, pero enterada la Marquesita de que no había pasado por la vicaría, la puso en la calle sin contemplaciones de un día para otro. Así que se fueron a vivir a Gallarta, compartiendo techo con otra familia, que les subarrendó una habitación con derecho a cocina, en una casa que era poco más que una chabola mejorada. 

Mi padre siguió en la mina, y mi madre comenzó a coser en casa con notable éxito entre las mujeres de los mineros. Un año después conseguirían alquilar su propia vivienda. En una foto sepia y ajada por el paso del tiempo, que colgaba de un cordel en la pared del comedor, posaban solemnes y ceremoniosos el día de su boda. Ella, sentada en una silla de respaldo recto, con un vestido blanco, el pelo recogido en un moño y un pequeño ramo de azahar en las manos que dejaba reposar sobre el regazo, y él, de pie, sacando pecho, con traje oscuro, repeinado con raya en medio, gran mostacho, una mano colgando del bolsillo del chaleco, y otra descansándola sobre el hombro de su mujer, en un gesto severo de jerarquía y protección. Mi madre decía de él que, era un hombre muy guapo, quizás no muy inteligente, pero que sobre todo era honrado y bueno.

Se llamaba Herenia y era una joven menuda, blanca y delicada, pero de gran inteligencia y carácter. Una mujer con temple de acero, que desde la soledad de su viudedad y con un mocoso a la espalda, se enfrentó con resolución a la vida. Y lo hizo sin acritud y sin perder la sonrisa. Así eran las mujeres humildes en aquel tiempo.

Tras la guerra, Gallarta declinaba acosada por la voracidad de la mina y la represión política. Señalada como viuda de socialista, pero a la vez soltera, al no reconocer las nuevas autoridades su matrimonio civil (yo me convertí de pronto en un hijo del pecado) mi madre decidió que lo más conveniente era cambiar de aires y nos fuimos a vivir junto a la Ría, a una vega insalubre e inundable que llamaban El Desierto y que por entonces se comenzaba a poblar. Era el único núcleo obrero de la margen derecha, donde se habían asentado algunas factorías industriales a fines del siglo anterior, aprovechando el paso del nuevo ferrocarril que, desde la capital, llegaba hasta las nuevas urbanizaciones burguesas situadas junto al mar y cuyos terrenos habían sido adquiridos con la desamortización, por un aristócrata que los usaba como finca de recreo, y que a la vista de la falta de viviendas, había iniciado el negocio de promoverlos inmobiliariamente. 

Mi madre encontró trabajo en un taller de cordelería, donde hacían chicotes para el amarre de las embarcaciones. Las jornadas eran muy largas, salía de casa al alba y volvía al anochecer. Cuando llegaba me daba la cena, me ayudaba a hacer los deberes y se ponía a coser para los vecinos, hasta bien entrada la noche. La cordelería no era un trabajo propio de mujeres, había que tener buenos brazos para trenzar el material, pero los hombres escaseaban, se los había llevado la guerra. Con el tiempo se fue consolidando como costurera y consiguió dejar el trabajo en el taller.

Alquilamos una buhardilla pequeña, en una casa de pisos bastante decrépita que daba frente a la Ría. Conservo imborrable el momento en que por primera vez me asomé al balcón del comedor de aquel nuevo hogar y quedé deslumbrado ante el gran escenario que se ofrecía ante mis ojos. Aquel mundo maravilloso, iba a ser desde entonces el mío. 

Con las primeras luces del amanecer, la Ría iniciaba una rabiosa actividad. Los barcos, las gabarras y los remolcadores la surcaban en ambos sentidos, mientras que los pequeños gasolinos iban y venían entre las márgenes cargados de obreros, sorteando las olas provocadas por los barcos. Con el sonido de las sirenas y de los cuernos de las fábricas llamando al trabajo, comenzaba también mi jornada. 

Asomado a aquel balcón, pasaba las horas muertas en la contemplación de aquel maravilloso espectáculo. Había mediodías en que el sol se velaba por los humos de las chimeneas que, elevándose hacia el cielo, se confundían con las nubes. Al anochecer el espectáculo cambiaba, los barcos desaparecían, dejando el protagonismo a los altos hornos que, con sus explosiones encendían la noche con reflejos rojos azules y dorados. Entonces, las aguas pardas del color del hierro se tornaban en un espejo negro, donde chisporroteaban las luces del cielo.

Con mi madre en el trabajo, yo me crié en la calle, al cuidado de las miradas de las vecinas. Por entonces apenas circulaban coches, las calles eran un espacio público que hacía las veces de plaza, parque y cancha de deportes. Además teníamos la Ribera de la Ría, donde los chavales aprendimos a nadar, a manejar los botes, a tirarnos de cabeza desde lo alto de las planchadas, a coger carramarros en la marea baja y a pescar mubles con un simple aparejo. Cuando leo historias de aquellos años, todas hacen referencia a que fueron tristes, oscuros, de represión y estrecheces económicas, pero los niños, al menos los de la Ría, no lo percibíamos así. 

Mi recuerdo está asociado al disfrute de una gran libertad. La Ribera de la Ría ofrecía la posibilidad de infinitas aventuras. Pienso que, a pesar de que a los niños pobres, se nos fueran los ojos tras la merienda de los chicos pudientes, éramos más felices que los niños actuales, ultra protegidos por los padres y encerrados en unas escuelas valladas, con horarios rígidos, que en ocasiones me recuerdan a la cárcel.

Cuando mi madre hacía horas extraordinarias y retrasaba su vuelta a casa, se ocupaban de mí los vecinos de la buhardilla de enfrente, Juan e Irene, un matrimonio mayor sin hijos, que me daban de cenar. 

El era patrón de los gasolinos del pasaje que cruzaban la Ría y en ocasiones me llevaba en la cabina permitiéndome manejar el timón. Con excepción de la cabina, los gasolinos eran descubiertos, así que cuando llovía, se cubrían con un techado de paraguas negros. Había sido botero antes de la guerra, cuando el pasaje se hacía en botes de remo. 

Tenía una pierna ortopédica completa, que había perdido en la Batalla del Ebro. Cuando por primera vez la vi colgada de un gancho en la pared de su dormitorio, me di un susto de muerte, al suponer que se había arrancado una parte de cuerpo. Irene, su mujer me cuidaba como si fuera su nieto. 

Los gasolinos pintados de azul y blanco (los colores del club de fútbol local) partían de la planchada situada frente al café de Roque (un lugar de mala fama, donde, según mi madre, acudían mujeres de vida alegre) y cruzaban la Ría hasta atracar a los pies de los Altos Hornos. En torno a aquella planchada y a la rampa que penetraba en el agua, atracaban pequeñas embarcaciones, botes y gasolinos de las gentes que trabajaba en la Ría llevando y trayendo pasajeros, cargas y suministros a los barcos que atracaban a lo largo de los muelles. 

La Ría era el centro de la vida, había pesquerías, astilleros, talleres de reparación de buques, almacenes de efectos navales. También era el centro del estraperlo y de una cierta delincuencia menor, en la que, en alguna medida (también los niños convertidos en incautos recadistas ocasionales) participábamos todos.

A pesar de su matrimonio civil, mi madre era bastante religiosa, así que me mandó al colegio de los Hermanos Maristas que había fundado, al otro lado de las vías, el prohombre que había desarrollado el barrio. 

Con honrosas excepciones eran unos frailes de disciplina rígida, mano ligera y vara de avellano, con la que pretendían hacernos pasar por el aro, aunque con algunos de nosotros nunca lo conseguirían, pues el palo solo hacía aumentar nuestra rebeldía. Como en casi todos los colegios, también en aquél había un fraile de sonrisa blanda y manos sudorosas, que nos metía mano. 

Pero a nadie se le ocurría decir nada, era mejor callar que denunciarlo y meterse en un lío que no llevaría a ninguna parte. Fermín, un compañero de clase se lo dijo a su madre y en lugar de ir al colegio a pedir explicaciones, su padre le respondió con una ración de hostias. 

Así que, como he dicho, era más práctico esquivar al fraile. Y eso hacíamos. Además, a mi madre, nunca le habría entrado en la cabeza que, un religioso, pudiera tener tal comportamiento.
Los domingos por la tarde salíamos a pasear juntos, me compraba un tebeo, tomábamos una gaseosa, y después íbamos al cine, a la sesión de las seis, yo con un paquete de pipas y ella con otro de cacahuetes. A la salida, dábamos vueltas al quiosco de la plaza, mientras escuchábamos a la banda. 

Cuando murió mi padre, se puso el luto y ya nunca se lo quitó. Yo la recuerdo siempre vistiendo de oscuro. A pesar de ser todavía una mujer joven y guapa, nunca puso la mirada en otro hombre. Su única preocupación era trabajar y ganar lo suficiente, para que su hijo estuviera bien alimentado, fuera abrigado, limpio, y no le faltase de nada. 

El centro de la ciudad estaba a pocos kilómetros de nuestro barrio, pero lo sentíamos muy lejos. Era donde estaba el poder, los bancos, el comercio, las navieras, la bolsa. Era la ciudad del Ensanche. No había motivo para ir a aquel extraño lugar, donde todos eran empleados o funcionarios con corbata, apenas se veía a obreros por la calle y en los días laborables la gente paseaba con traje. Nuestra vida se ceñía al barrio, donde se trabajaba, se estudiaba, se jugaba, se iba al cine, donde se tenía la pandilla, la novia, se formaba una familia, se criaban los hijos y se moría. 

Así era mi barrio, más o menos como el resto de los barrios populares de la ciudad de La Ría.
Por San Antonio me llevaba a las fiestas patronales de Gallarta. Comíamos en casa de los únicos tíos que todavía seguían viviendo allí, ya que los demás, se habían trasladado a otros pueblos de la margen izquierda. 

Pasábamos en gasolino a Baracaldo (si estaba Juan al mando de la embarcación nos colaba) y cogíamos el tren a Ortuella. De allí subíamos caminando a Gallarta. La carretera serpenteaba entre un caos de excavaciones, rellenos, montañas de mineral, balsas de barros y escombreras. El pueblo había cambiado mucho después de la guerra. La actividad extractiva languidecía, los minerales ricos habían desaparecido hacía tiempo, y ya solo quedaban carbonatos de baja ley. 

Pero la mina Concha, implacable, perseguía la veta aproximándose cada vez más al pueblo. Las explosiones de dinamita hacían temblar los edificios. Año tras año veía cómo iban cayendo las casas, hasta que el laboreo llegó a las puertas de la plaza del Ayuntamiento, y junto con las escuelas, el frontón y la iglesia, la mina, acabó por tragar el pueblo entero. La casa de mis tíos que, estaba en las afueras, fue de las últimas en desaparecer. 

Entonces nadie se atrevía a protestar, ante aquél atropello de los capitalistas de la mina. Girón el jerarca falangista, por entonces Ministro de Trabajo, al que se le llenaba la boca defendiendo a los obreros, prometió un pueblo nuevo en una zona más añejada. Nuevo Ayuntamiento, nueva escuela, nueva iglesia y nuevas casas. 

Pero lo que construyeron fue un barrio dormitorio más, como otros tantos de la margen izquierda y el pueblo dejo de ser un pueblo. Justificándolo con el progreso de la mina y de la industria, barrieron la historia de Gallarta, enterrando lo que había significado en las luchas obreras. 

Con la democracia, el nacionalismo vasco en el poder, dio otra vuelta a la tuerca. Mis señas de identidad y las de mis predecesores, se iban perdiendo. Nunca pensé que, su desaparición pudiera llegar tan lejos.

A mi madre en el barrio la llamaban la Castellana y entre los vecinos más próximos la pantalonera. A mí me conocían como el hijo de la viuda, aunque algunos niños, que por su apellido vasco se las daban de superiores, me apodaron el maketo. 

A veces pensaba que, con excepción de mi madre nadie sabía cuál era mi nombre. Entonces intuí que en la tierra donde había nacido, siempre sería un ciudadano de segunda. Todavía no sabía que mi destino en el mundo, iba a ser el de un marginal y un extraño condenado a vagar sin destino.

Rebasado la mitad de este siglo, llegó una segunda oleada de inmigrantes, mucho mayor que la de finales del siglo anterior. Cerradas las minas por agotamiento, ahora venían a trabajar en las acerías, los astilleros, las industrias de la Ría y la construcción de edificios. Si en la época de mis abuelos procedían de los territorios cercanos, el norte de Castilla, La Rioja, el valle del Ebro y Cantabria, ahora acudían desde toda la península. 

Si entonces los nacionalistas les llamaron maketos, ahora, supongo que por influencia de las imágenes que de la guerra de Corea ofrecía el Nodo, les llamaban coreanos. Dos términos y dos momentos diferentes para un mismo desprecio. Con la llegada de aquellos inmigrantes, los pueblos y barrios de la Ría experimentaron un nuevo crecimiento. 

Parecía que la autarquía de posguerra tocaba a su fin y arrancaba un nuevo futuro. Pequeños talleres y nuevos negocios se abrían por doquier. En los solares abiertos por las bombas y en las huertas próximas, se levantaban naves, pabellones y nuevos bloques de viviendas que, la necesidad, llevaba a ocuparlas, antes incluso de finalizar su construcción. 

La ciudad de La Ría volvía a resurgir, pero las viviendas no se construían al ritmo que llegaban los inmigrantes, así que las laderas del valle, comenzaron a poblarse de chabolas. En aquel mundo en ebullición, yo también intenté buscar mi camino, pero me perdí en sus entresijos y acabé convirtiéndome en un golfo. 

La vida me pasó por encima y continué dando tumbos, hasta que todo se resquebrajó cuando caí en prisión. Había jugado demasiado tiempo sobre el filo de la navaja y acabé perdiendo. Entonces, todos me borraron de su memoria. Solo mi madre siguió conmigo. Su bondad era infinita, como su dulzura y su fortaleza para afrontar la vida. 

A pesar de hacerle penar lo indecible con mi conducta desordenada, nunca tuvo para mí una sola palabra de condena. Su desacuerdo lo ilustraba, todo lo más, con el silencio. Falleció en su humilde buhardilla frente a la Ría, tal y como había vivido, sin quejarse, sin pedir nada, pobre, pero con la dignidad y el orgullo que da el saberse honrada. 

Hacía poco que había entrado por segunda vez en prisión, mi última causa estaba todavía fresca y no me dejaron salir para acompañarla a su última morada. Al igual que mi padre, también ella ocupa una tumba sin nombre. 

Nunca llegué a casarme, ni a tener hijos a los que desgraciar con el peso de mi vida. Por suerte, ese peso lo llevo solo. Algunos dirán que, también en asunto de mujeres, fui un golfo y un putero. Seguramente tendrán razón. Para qué voy a argumentar lo contrario, si nadie me creería. Esto me trae un recuerdo entrañable, el de la única relación seria que he tenido. 

Fue en mi adolescencia y primera juventud, con una chica del barrio. Se llamaba Rosa Mari y era hija del guarda barreras del ferrocarril. Cansada de mis calaveradas y ante la perspectiva de pasarse la vida esperando mis salidas de prisión, se fugó con un vendedor de seguros de vida que pasó ocasionalmente por el barrio. Es algo que, a los presos, antes o después, nos acaba sucediendo a casi todos. Cuando recuperé la libertad, ya no tenía la ilusión para volver a intentarlo y en esas sigo. 

De los restos de mi familia, perdí todas las noticias. Hay que disculparles. Reconozco que el recuerdo de un delincuente no es plato de buen gusto para nadie. Hoy no me quedan otros amigos que los que hice en prisión. Al margen de ellos, estoy solo en el mundo. He aprendido a no lamentarme de mi condición y sigo viviendo. Aunque no la escogí, ni esté orgulloso de ella, es mi vida. Ya no me importa que me llamen el maketo.

La segunda condena fue larga, muy larga. Cuando por fin, conseguí la condicional y volví a mi ciudad, me resulto una desconocida. Con las minas clausuradas, los raíles de los ferrocarriles mineros levantados, los tranvías de baldes y los cargaderos parados, los depósitos de carbón de los muelles casi desaparecidos, sin apenas tráfico portuario, con los puentes levadizos cerrados para siempre, las gradas de los astilleros y los muelles de armamento medio vacíos, las grandes fábricas clausuradas, desmontadas o a punto de desaparecer, la ciudad de La Ría, moribunda, se había convertido en un paisaje de ruinas industriales, desolado y oscuro, al que los altos hornos ya no iluminaban en la noche. Era el resultado de la llamada Reconversión Industrial, emprendida por los socialistas en el poder, que había generado un ejército de parados, buena parte de los cuales, convertidos en prematuros jubilados forzosos, nunca volverían a trabajar. Me di cuenta de que, en mi ciudad, no tenía ningún futuro, así que hice el petate y me busqué un nuevo lugar bajo el sol, donde volver a empezar. 

El nacionalismo español había arrasado Gallarta con la justificación de la extensión de la mina Concha de Bodovalle. Dijeron que lo requería el progreso, supongo que se referían al de ellos. Los socialistas, con un argumento parecido, implantaron su Reconversión Industrial, giraron el interruptor y apagaron la Ría. 

Pero el mundo siguió dando vueltas, y aunque con una lentitud exasperante, fueron pasando aquellos años oscuros, y nuevas generaciones, como en una rueda cíclica de la fortuna, vinieron a sustituir a las anteriores y otro periodo de abundancia arrancó de nuevo. 

Presa de la especulación inmobiliaria y avergonzada de su sucio y conflictivo pasado industrial, la ciudad quiso emular a otras grandes ciudades europeas y se hizo un lifting. Deslumbrados por el nuevo liberalismo y la llamada posmodernidad, el nacionalismo burgués que ahora gobernaba la ciudad, emprendió una gran reconstrucción borrando las señas de identidad franquista, y de pasada, también las que hablaban de aquellos inmigrantes transformados en obreros, con cuya sangre sudor y lágrimas, se arrancó el hierro de los montes y se levantó la ciudad industrial. 

El nuevo modelo que propugnaban era, el de una ciudad aséptica que llamaban de servicios, donde ya no había ni industria ni obreros, sino empleados, profesionales, funcionarios y turistas. Diseñaron nuevos y exquisitos espacios públicos, que siempre estaban vacíos y en lugar de gente paseando, pusieron estatuas de bronce en actitud de caminar. 

Por la calle quedaban algunos rubios en pantalón corto con caras de despistados, para los que se levantaban lujosos hoteles y museos que, como monumentos al vacío y a una vida sin sentido, solo se contenían a sí mismos. Era la nueva ciudad del espectáculo, la ciudad escenario, la de las bambalinas, la de la apariencia, el marketing y el turismo. Era la ciudad de Potemkin, pero en su versión más pija. 

Con tanta admiración hablaba la gente de ella, que tomé un autobús, y volví decidido a verla con mis propios ojos. Cuando llegué me encontré con que la ciudad de La Ría, en la que había nacido y crecido, había sido borrada del mapa. Entonces tomé conciencia de que con ella, se habían ido también mis únicas raíces, las que políticamente nunca había tenido.

Dicen que nuestra patria es nuestra infancia y que en ella radica nuestra identidad, y creo que es así porque ella es la depositaria de nuestra primera memoria, la última que se pierde. A fin y a la postre, la patria de uno es uno mismo, porque todas las demás son patrias adoptadas, escogidas o impuestas por imperativos sociales, económicos, culturales o políticos. Patrias prescindibles, como ropajes intercambiables, lugares de exilio, cárceles del alma de infancias doradas, cuya llama nunca se apaga del todo en nuestro interior. 

No fue un proceso de reflexión intelectual, ni cultural, sino sentimental, llegar a tomar conciencia de que mi única patria, donde se construyó mi identidad, lo que soy, lo que fui y no fui, lo que quise ser y no pude ser, era mi infancia, y que en términos de territorio, estaba formada por los lugares donde junto a aquella Ría, me crie y me hice hombre. 

Así que, no tengo conciencia de patria para con este país que llaman España y que nunca me dio una oportunidad, ni tampoco para con esta tierra en la que nací, donde los que consideraban que era exclusivamente suya, me apodaron el maketo. 

Me costó, pero acabé por entender, que como los obreros, los maketos tampoco teníamos patria. Que no era vasco en el País Vasco, ni castellano en Castilla, ni español en ambos territorios. Que si algo era…era maketo. Maketo en todas partes. 

Que no tenía que asimilarme a nada, que tenía mi propia historia y que, aunque de aquella ciudad de La Ría apenas quedara rastro, permanecía en mi memoria y que eso era lo importante. Porque si algo somos, es memoria. Así que yo no olvido. La Ría, también es nuestra.


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