sábado, 13 de abril de 2013

MIRANDO POR LA PERSIANA


“Vivid y dejad vivir”

Un automóvil rojo se detiene en una calle del barrio a la dos de la mañana, una leve llovizna empapa el oscuro pavimento y le da un aspecto de espejo en el que se reflejan las luces de la luz pública.

Se apaga el motor y las ventanillas permanecen cerradas y empañadas. En las casas del vecindario todos duermen, ¿Todos?  No, una persiana se deforma y un ojo tras ella lucha por ver a quienes han llegado en el coche, igualmente tras la trinchera de esa ventana espía unos oídos se aguzan tratando de escuchar las voces casi imperceptibles de los ocupantes del vehículo.

Esta es una escena común en cualquier pueblito o ciudad del mundo,  igual puede ocurrir en Nueva York o en Titiribí, la curiosidad enfermiza y el morbo de mirar y escuchar clandestinamente lo que no nos importa es un deporte nacional y la madre de todos los chismes.

Finalmente la imaginación armará una historia fantasiosa y al día siguiente habrá varias versiones del acontecimiento observado desde varias ventanas vecinas.

Doña Lola casi no pudo conciliar el sueño, ansiosa por contarles a sus amigas lo que creía haber visto en cuanto despuntara la luz del día.

El despertador mostraba las seis de la mañana cuando activó su bip electrónico. Se sentó al bode de la cama para acomodarse las chanclas que estaban en el piso como todos los días esperando a  sus reumáticos pies. Bajó las escaleras  tan rápido que estuvo a punto de caer cuando se le enredó su vieja levantadora de satín blanco en uno de los adornos de las barandas metálicas.

Tomó el teléfono mientras organizaba sus ideas para armar la historia de modo interesante. Estaba segura de tener la exclusiva y convertirse, por algún tiempo al menos, en la mejor comunicadora de su grupo de croché.

Marcó el número de su amiga Pepita en el disco de su viejo teléfono Ericson, 2…, 5…, 3…., y así hasta terminar los eternos pulsos.

Doña Lola frunció el seño al escuchar el triste sonido de la línea ocupada. Debí marcar mal, se dijo, y volvió a girar el lento disco: 2…, 5…., 3…

De nuevo el tono de ocupado. Decidió preparar mientras tanto un tinto para calmar sus nervios y luego volvió a llamar a Pepita. Que le diré, que le diré, pensaba Doña Lola; de seguro nada bueno estaba ocurriendo dentro de ese auto rojo.

Aparcarse a esa hora de la madrugada había sido muy sospechoso, típico de los hombres que salen con mujeres casadas o de… ¡Qué horror!, hombres casados que salen con otro hombre, doña Lola se persignó y prefirió desechar esa última conjetura tan espantosa.

El teléfono de Pepita continuaba dando tono de ocupado, ya era la quinta llamada y el tercer tinto.

 – Eh avemaría, que mujer para hablar por ese aparato dijo en voz alta con tono de enojo.

Doña Lola se sirvió el desayuno cuando eran casi las 11 de la mañana y luego salió al patio a regar sus plantas. Que le diré, que le diré. Esos vidrios tan empañados pudieron ser señal de algo no muy sano, este mundo está perdido. Y que tal que fueran terroristas planeando algún atentado, que horror.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre del teléfono.

– Aló…
- Hola Lola, como te va
- Hola Pepita, te estaba llamando desde hace rato, te tengo un chisme buenísimo…
- Después me contás, imagináte que hoy me visitaron de sorpresa mi hijo Fernando y su esposa, que susto me dieron, llegaron en su carro desde Cali a las 3 de la mañana.
- Oh…, que bueno querida. ¿ y qué carro tiene Fernando?
- Yo que sé querida, no distingo esos cacharros, es un auto rojo muy bonito, hasta te trajeron unos detallitos pero les dio vergüenza tocar tu puerta tan temprano.
¿Y qué era lo que me ibas a contar?
- Ya ni recuerdo, alguna bobada seguro, Que bueno la visita de Fernando, a esas horas en las que llegó de Cali yo estaba en el quinto sueño, ahora paso por los detallitos, Que lindo tu muchacho, Hasta luego querida, chao.

jueves, 11 de abril de 2013

MI PEQUEÑA REVOLUCIÓN

No tengas miedo, porque estoy contigo. No mires por todos lados, porque soy tu Dios. Yo ciertamente te fortificaré. (Isaías 41:10) 10

Cuando miro hacia el pasado veo claramente que entre los retazos de mis recuerdos hay varios que cambiaron el rumbo de mi vida. Hay un episodio que últimamente ha estado revoloteando en mi memoria como pájaro enjaulado luchando por volar fuera de su prisión neural hacia la libertad.

Este curioso sentimiento es la causa de que estas letras estén siendo digitadas en mi teclado de forma espontánea para que sean leídas por pocos o por muchos, eso no importa, lo esencial es que se libere y vuele alto, muy alto.

Resulta que en mis tiempos de upa nos criaban dentro de una disciplina rigurosa llena de normas casi dignas de la inquisición.

Por ejemplo decirle no a la orden de un mayor era un imperdonable irrespeto.  Romper esas normas era  una grave falta que casi siempre generaba castigos que iban desde las duras reprimendas  hasta los más severos castigos corporales, como las famosas pelas a punta de correa. Se de muchos que hasta recibieron golpes con otros objetos  más contundentes.

Un amigo me narraba como su padre por cualquier motivo que le molestara lo colgaba de los pies, desnudo y aterrado, para luego azotarlo con un cable eléctrico y luego arrojarle agua fría. Una barbarie aplicada para supuestamente corregir los malos hábitos de los hijos.

Fui muy afortunado en ese sentido y en mi caso las pelas casi nunca pasaron de ser una amenaza, pero el miedo siempre estuvo presente y era un fantasma que siempre me acompañaba. El mundo estaba lleno de noes y de muy pocos sies.

De repente llegó la escuela, sin anestesia ni jardines ni preescolares. Así de golpe y sin anuncio nos arrancaban del cálido hogar y nos dejaban al cuidado de los maestros. Muchos niños lloraban y pataleaban mientras la mayoría solo estábamos en silencio, aterrados y con miedo, mucho miedo.
En mi caso no puedo negar que estaba feliz con mis cuadernos nuevos con forros de colores y con mi hermosa cartilla de la alegría de leer, pensaba que eso solo sería cosa de un día.

Fui muy afortunado pues la escuela estaba a menos de una calle de distancia y mis maestras más parecían mis hermanas mayores. La señorita Inés era la hermana brava que nos pegaba en la mano con una regla grande de madera cuando no dábamos bien la lección o hacíamos alguna pilatuna.

Como mi temperamento siempre ha sido muy tranquilo nunca calificaba para el reglazo, así que un día tuve que ingeniármelas para que la maestra me llamara a su escritorio para que me zampara el reglazo reglamentario, que tal, no quería ser menos que mis compañeros de clase.

Y llegó el día que salimos de la escuela y llegamos al bachillerato. En la escuela veíamos a los de secundaria como muchachos grandes y les teníamos algo de miedo porque algunos eran agresivos.
En fin, sin darnos cuenta ya éramos esos  muchachos grandes que empezaban  a conocer el sistema educativo. Paralelamente llegó la educación religiosa, severa, indiscutible y castradora, y regresó el miedo, miedo al castigo y a la condenación eterna. Y nosotros lo creímos así, simplemente porque ellos lo decían.

La confesión y la comunión de todos los primeros viernes eran inapelables, igual las aburridas y larguísimas misas en latín. Y los ejercicios espirituales una vez al año.

Y ahí está el retazo que menciono al comienzo, ese pájaro que revoloteaba en la jaula de mis recuerdos. Resulta que en los ejercicios espirituales, que eran muy ceremoniosos y duraban una semana entera nos hablaban siempre del pecado y del castigo. El infierno era una alusión común en las pláticas que nos daban, Lucifer en su gran trono  con sus grandes alas extendidas y su tridente en la mano presidia impasible su reino lleno de otros demonios castigadores.

Todas las almas pecadoras estaban allí encerradas como en una gran caverna para recibir un castigo acorde a sus faltas. Según los ellos, los curas, San Juan Bosco había estado allí en sueños y lo había corroborado, la paila mocha si existía y está esperando a todos los mortales pecadores. Dizque en la entrada de esa caverna había un letrero que decía “Por siempre jamás”.

Estas aterradoras narraciones nos sobrecogían y llenaban de terror, entonces el último día de los ejercicios espirituales confesábamos nuestros pecados y si no los teníamos los inventábamos para luego poder comulgar y cerrar con broche de oro ese evento.

Año tras año llegaba la fecha y se repetían los discursos sobre el pecado y el castigo cual película de terror. Comenzaron a entrame dudas y noté por primera vez que el mismo Jesucristo había visitado el infierno, así lo dice El Credo: …Descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos…
Me imaginaba entonces a Cristo visitando al diablo, sentado con él en una mesa seguramente negociando asuntos sobre la repartición de las almas o cosas así, como lo hacen a veces los mandatarios de naciones en conflicto.

Como la cosa me parecía incongruente visité al párroco del barrio que era muy confiable y le hice la pregunta sobre la temporada de Jesús por tres días en el infierno. Él se fue por la tangente y terminó invitándome a un cursillo que en esos días harían sobre la biblia y me obsequió algunos libros, la duda quedó intacta y los libros en el armario.

Mucho tiempo después fueron unos testigos de Jehová los que despejaron mi incógnita cuando me dijeron que textualmente ese episodio se refería a que Cristo había descendido a la tumba, pero como ese no es el objeto que motiva este escrito ahí lo dejo.

Resulta que durante mis últimos ejercicios espirituales en una tarde muy calurosa un sacerdote desde el púlpito hablaba enardecido de los inconvenientes del pecado y los terribles castigos que sufriríamos  a causa de ellos en el infierno, la dosis de terrorismo espiritual del día comenzaba a causar sus efectos y nos sentíamos como los seres más abyectos del planeta, con una pata en el infierno y hasta me pareció percibir cierto olor a azufre en el ambiente.

Es especial ese día gracias a la fluidez de aquel discurso estaba muy impresionado y creo que por el silencio en el templo todos lo estábamos. Un grupo de jóvenes entre los 12 y los 16 años eran para ellos arcilla fácil de moldear a su antojo.

Me sentía extremadamente incómodo estando allí contra mi voluntad, quería salir corriendo de ese oscuro lugar pero sentía miedo, de que me expulsaran del colegio o peor, de que me excomulgaran.
Esas dos fuerzas luchaban en mi interior y el sudor cubría mi rostro y empapaba mi camisa. Sentía miedo, mucho miedo, del rector que desde un asiento vigilaba todos nuestros movimientos y del cura que con solo lanzar una maldición podría enviarme a la condenación eterna.

“Ancho es el camino de la perdición y son muchos los que lo recorren”, retumbaba el eco de estas sentencias en los arcos de la iglesia de la Virgen del Carmen y rebotaban en los vitrales coloridos que representaban escenas del fin del mundo, pensé que tal vez sería una pesadilla de la que de repente despertaría, pero no, aquel hombre ya con el rostro rojo seguía lanzando frases terroríficas. Está mintiendo me dije, no somos tan malos, casi somos unos niños llenos de miedo.

Durante unos ejercicios espirituales en la ciudad de Lion…, contaba ahora el cura…  - Había dos jóvenes que se burlaban de las prédicas, se la pasaban despreciando todas las enseñanzas y óiganlo bien, no se confesaron ni comulgaron. Luego en las vacaciones volaron juntos a la costa y el avión se estrelló y perecieron todos los pasajeros. Eso les pasó por ateos, por burlarse de nuestras enseñanzas. Tiempo después el rector del colegio mandó a hacer un monumento en el que colocaron una hélice del avión siniestrado con una placa que recordaba que en ese accidente habían perecido dos alumnos seguramente castigados por Dios por burlarse de los santos ejercicios espirituales.

Este cuento rebozó la copa, como podía ser ese desastre un castigo divino, como iban a morir cien por solo dos que según el cuento eran los irrespetuosos, el mismo relato era solo un invento.
El temor se fue convirtiendo en enojo, hasta cuando soportaría tanto engaño, tanto odio endosado al creador. Si un padre mortal da todo por sus hijos que no haría Dios por sus amadas creaturas, caso cerrado, nos mentían.

Me incorporé de la banca y con decisión comencé a caminar por el pasillo central hacia la calle, tal vez ni lo notarían.
Pero no fue así, ni a mitad del trayecto un grito interrumpió el sermón: “¿USTED PARA DONDE VA?”, era la poderosa y autoritaria voz del rector. Silencio completo, todos esperaban curiosos mi respuesta.

Así como me gritó respondí con otro grito: ¡PARA MI CASA!

Más silencio, solo las cabezas giraban de un interlocutor a otro, ya me sentía envalentonado  y seguro de que era posible hacer respetar mis decisiones.

REGRESE Y SE SIENTA, gritó más autoritario que nunca el rector furioso. Yo ya estaba en el umbral del portón central, a un paso de la calle, de la libertad. Giré para encararlo y grité lo más fuerte que pude: ¡NOOOOOOOOO…!

Acto seguido salí de aquel sitio para siempre, había exorcizado el miedo, ese miedo que me había acompañado por tanto tiempo y que no era mío.

miércoles, 10 de abril de 2013

¿QUIEN MATÓ A GAITÁN?

El 9 de abril de 1948 fue una fecha que marcó la historia de Colombia. Como yo no había nacido me correspondió conocer ese episodio mucho tiempo después seguramente con los adornos, adiciones y cortes posteriores propios del teléfono roto.

Escuché que Jorge Eliecer Gaitán fue un líder liberal que arrastraba multitudes con su fluido y ardiente discurso y se perfilaba como el presidente que la mayoría esperaba. Supe también que organizó varias marchas en las convocaba muchedumbres, se destacaron la marcha de las antorchas y la gran marcha del silencio del 7 de febrero de 1948 en la que le pedían al entonces presidente Mariano Ospina Pérez que ayudara a acabar la violencia que ya había generado varias masacres en las que habían muerto opositores liberales en varios lugares del país a manos de la policía del estado, "Popol".

Dicen que fue tal el éxito de esta marcha que hizo que el clima de hostilidad contra el caudillo se recrudeciera. Esta fue la última actividad importante de Gaitán antes de ser asesinado el 9 de abril de 1948.

Se dice igual que el asesino de Gaitán fue un humilde hombre llamado Juan Roa Sierra que lo esperaba a la salida del edificio Agustín Nieto para  propinarle varios balazos y luego ser  linchado por una enardecida turba. Hasta ahí lo que conozco y que de alguna forma encuentro similar al asesinato del presidente Kennedy.

Esto es a groso modo lo que sé de esta triste historia y creo que para muchos es el mismo pequeño retazo que cosieron a su memoria.

Por eso es sorprendente lo publicado por Plinio Apuleyo Mendoza en el priodico El Tiempo del 8 de abril de este año y que abre nuevas perspectivas sobre los verdaderos motivos y actores del atroz crimen. Quiero transcribir aquí este escrito que encuentro de gran interés e importancia para la búsqueda de la verdad.


YO MATE A GAITAN

El detective detrás de la mano asesina de Roa Sierra
Por: Plinio Apuleyo Mendoza |
10:31 p.m. | 08 de Abril del 2013

Moribundo el detective Portes le dijo al coronel Mera: 'Yo maté a Gaitán'.

Plinio Apuleyo Mendoza aporta un dato inédito: el hombre a quien el político Plinio Mendoza Neira, su padre, consideró cómplice de Juan Roa Sierra (acusado de dispararle el 9 de abril de 1948), confesó su crimen antes de morir.
¿Quién estaba detrás de Roa Sierra, el asesino de Jorge Eliécer Gaitán? Desde hace más de 60 años a esta pregunta se le han dado dos distintas respuestas, igualmente falsas.

La primera de ellas, sustentada desde siempre por la extrema izquierda, afirma que este crimen fue urdido por la oligarquía y el gobierno de Mariano Ospina Pérez. La segunda, refrendada incluso por cercanos amigos a quienes suele ubicárseles en la derecha, acusa al comunismo internacional, cuyo propósito esencial habría sido el de sabotear la Novena Conferencia Panamericana, reunida en aquel momento en Bogotá. Fidel Castro, entonces presente en la ciudad, habría sido uno de los agentes comprometidos en este siniestro complot.

Pues bien, siempre fui depositario de una explicación totalmente ajena a estas dos versiones y digna de ser tomada en cuenta. Se la escuché muchas veces a mi padre, Plinio Mendoza Neira, el testigo más cercano del crimen que segó la vida de Gaitán.
Siempre la guardé en mi mente como una confidencia familiar. Pero sólo ahora un hecho todavía desconocido por el país parece confirmarla.

Recordemos lo sucedido aquel 9 de abril a la 1 y 5 de la tarde. Mi padre salía con Gaitán del edificio donde este tenía sus oficinas. Se proponía llevarlo a almorzar en un restaurante cercano, junto con otros amigos que se encontraban con él. A Gaitán y mi padre, cercanos amigos desde muy jóvenes, la política los había vuelto a reunir; gracias a este último, Gaitán había sido reconocido como jefe único del partido liberal. Mi padre fue designado miembro de su junta asesora. Como tal, se veían casi todos los días. Sus oficinas estaban situadas a media cuadra de distancia. Yo, que era entonces un muchacho de apenas 16 años, por cierto fervoroso partidario de Gaitán, junto con mis condiscípulos del Liceo de Cervantes Camilo Torres y Luis Villar Borda, le solía llevar textos y transcripciones de sus discursos que registrábamos en nuestra oficina.

Aparece el asesino

Apenas habían traspuesto la puerta del edificio Agustín Nieto, seguidos por otros amigos, mi padre tomó del brazo a Gaitán y antes de pisar la carrera séptima alcanzó a decirle: "Tengo que hablarte de un proyecto que nos conviene poner en marcha". Se refería a la creación de un instituto llamado Benjamín Herrera, destinado a formar líderes sindicales para el partido liberal. Pero no pudo decir más, porque en aquel momento, viniendo de la acera de enfrente, vieron avanzar hacía ellos a un hombre con un revólver en la mano. Pequeño, mal trajeado, con una barba de tres días ensombreciéndole el rostro y una mirada llena de odio, alzó el arma e hizo tres disparos.

Gaitán, al verlo, había dado una brusca media vuelta intentando regresar al edificio, de ahí que los disparos lo alcanzaran en la cabeza y la espalda. Cayó sobre el andén. El asesino, posteriormente identificado como Juan Roa Sierra, había bajado el arma como si quisiera disparar un tiro de gracia. Mi padre, entonces, alargó su brazo como buscando arrebatarle el arma.
Roa Sierra la levantó velozmente hacía él e hizo un cuarto disparo que por milagro no lo mató. La bala perforó su sombrero y se clavó en una pared del edificio. Ese sombrero, con la huella del impacto, se guardó en casa por muchos años.

Roa Sierra retrocedía lentamente, siempre con el arma en la mano, cuando ocurrió algo inesperado. Del café Gato Negro, que estaba a sus espaldas, salió un hombre corpulento, con sombrero y abrigo negros, que se acercó sin prisa a él y tranquilamente le quitó el revólver. Luego le hizo señas a dos policías que estaban en la esquina y les entregó a Roa, quien parecía obedecerle con docilidad.

Aquel enigmático personaje dejó a mi padre muy sorprendido. No sabía si en su acción había un frío coraje o más bien complicidad con el asesino. Le extrañó mucho que no se diera a conocer en la prensa como el hombre que lo había desarmado.

Los dos policías que tenían a Roa, rodeados de pronto por enfurecidos testigos del crimen, decidieron empujarlo al interior de la farmacia Nueva Granada, que estaba detrás suyo. El farmaceuta cerró rápidamente la reja para evitar que la multitud penetrara en su establecimiento. Empleado o propietario de la farmacia, a este hombre lo entrevisté dos días después. Fue mi primer trabajo como precoz jefe de redacción de la revista Reconquista, editada por mi padre. "Era un hombre muy pequeño y estaba muerto de miedo -me contó el boticario refiriéndose a Roa-. Como la multitud se había agolpado al otro lado de la reja, buscaba escaparse corriendo hasta el fondo del establecimiento sin hallar salida alguna. Temiendo por mi farmacia, yo abrí la reja justo para darle cabida solo a él y lo lancé fuera. Allí lo mataron a golpes".

El misterio del hombre que logró desarmar a Roa Sierra con suma tranquilidad lo despejaría mi padre pocos meses después. Miembro de la dirección liberal, se encontraba una mañana en la sede del partido, en la calle 16 con carrera 9a., cuando se empezaron a escuchar afuera los gritos de protesta de una inesperada muchedumbre. Llamaban traidores a los dirigentes liberales, encabezados por Carlos Lleras Restrepo, por haber aceptado, en aras de la paz, participar desde la madrugada del 10 de abril en el gobierno de Ospina Pérez. El ministro de Gobierno era el propio Darío Echandía. Pese a ello, en muchas regiones del país seguían produciéndose actos de violencia contra los liberales a cargo de policías conocidos como chulavitas y de conservadores rasos interesados en conservar el poder en las elecciones presidenciales previstas para el año 50.

Con sumo valor, mi padre decidió salir al balcón para hablarles a los manifestantes. Al lado suyo, apareció de pronto su amigo y miembro de la dirección liberal José Francisco Chaux, quien sin abrir diálogo alguno le gritó a la multitud: "¡No se dejen engañar! El hombre que está allí abajo, azuzándolos contra nosotros, es un detective cuya placa de identificación aquí tengo. Se llama Pablo Emilio Potes y ha organizado a los pájaros del Valle". Diciendo esto, señalaba a un hombre grande y corpulento con sombrero y traje oscuro que al oírlo intentaba escabullirse. Mi padre lo reconoció de inmediato. Era el mismo personaje que había desarmado a Roa Sierra.

'Yo maté a Gaitán'

A partir de aquel momento, y hasta el final de su vida, mi padre siempre tuvo la convicción de que Gaitán había sido asesinado con la complicidad de aquel Potes y de otros miembros del bajo mundo del detectivismo de la época que buscaban, valiéndose de pájaros y chulavitas, impedir el triunfo de los liberales. No hay que olvidar que desde 1947 se había desatado contra el liberalismo en todas las regiones del país (mi padre lo había verificado en Boyacá, su departamento) una feroz ola de violencia. Gaitán la había visto muy de cerca. De ahí su famosa Manifestación del Silencio del 7 de febrero -2 meses antes de su muerte-, poblada de féretros vacíos y banderas negras. Yo la contemplé desde un balcón de la plaza de Bolívar, al lado de mi padre.

Por cierto, nunca creyó él que el presidente Ospina Pérez y su alto gobierno estuviesen implicados en el asesinato de Gaitán.
Tampoco que fuese obra del comunismo internacional, con participación de Fidel Castro. A propósito de este, siempre nos contó que dos días después del 9 de abril había tenido que ir a la Quinta División de la Policía, en la Perseverancia, para calmar y desarmar a un grupo de insurrectos que aún permanecían allí. "En vez de emborracharse, ustedes se han debido organizar como un grupo armado y colocarse al frente de una insurrección popular -les dijo-. Ahora es demasiado tarde, están rodeados por el ejército.
He conseguido que los dejen salir sin que nada les ocurra".
También nos dijo: "dos muchachos cubanos, que allí se encontraban, se acercaron a mí y me dieron la razón. -Quisimos ayudarlos pero no fue posible -me dijeron-. Uno de esos muchachos tenía puesta una chaqueta de cuero".

Años después, hallándonos con Gabo en Caracas, entrevistamos a Emma Castro, hermana de Fidel. Había llegado para solicitar apoyo a los revolucionarios que se hallaban en la Sierra Maestra. Cuando supo que éramos colombianos, nos regaló una foto que
Fidel y Rafael del Pino, un compañero suyo, se habían tomado en el parque Santander. Llevaba la fecha del 3 de abril de 1948.
Apenas se la enseñamos a mi padre, reconoció en ella a los dos muchachos cubanos que había encontrado en el cuartel de la Policía, en la Perseverancia.

Nunca llegué a imaginar que 65 años después de aquel 9 de abril de 1948, surgiera de manera casi milagrosa, un testimonio capaz de darle vigencia a lo que mi padre se llevó a la tumba como convicción suya.

En efecto, revisando en días pasados viejos mensajes electrónicos no abiertos, encontré uno que me estremeció. En un texto titulado "¿Quién mató a Gaitán?", escrito por el coronel Luis Arturo Mera Castro, se mencionaba por primera vez a Potes, al famoso Pablo Emilio Potes, el mismo personaje tantas veces citado por mi padre. En dicho artículo, el coronel Mera revelaba que el tío de un amigo suyo había sido llamado de urgencia por Potes quien, moribundo, abandonado en una pocilga de la calle 63 de Bogotá, había sentido la necesidad de hacerle una extraña confesión.
Textualmente le había dicho: "Por el aprecio que le tengo y para descanso de mi alma lo mandé llamar. Yo estoy pudriéndome en vida y estoy pagando mi pecado por el mal tan grande que le hice al país: yo maté a Gaitán".

Nada de esto ha tenido difusión en la prensa. Pero, para mí, fue un informe estremecedor que no me deja en paz. Confirma lo que mi padre siempre me aseguró.

Plinio Apuleyo Mendoza

Especial para EL TIEMPO