No tengas miedo, porque estoy contigo. No mires por todos lados, porque soy tu Dios. Yo ciertamente te fortificaré. (Isaías 41:10) 10
Cuando miro hacia el pasado veo claramente que entre los retazos de mis recuerdos hay varios que cambiaron el rumbo de mi vida. Hay un episodio que últimamente ha estado revoloteando en mi memoria como pájaro enjaulado luchando por volar fuera de su prisión neural hacia la libertad.
Este curioso sentimiento es la causa de que estas letras estén siendo digitadas en mi teclado de forma espontánea para que sean leídas por pocos o por muchos, eso no importa, lo esencial es que se libere y vuele alto, muy alto.
Resulta que en mis tiempos de upa nos criaban dentro de una disciplina rigurosa llena de normas casi dignas de la inquisición.
Por ejemplo decirle no a la orden de un mayor era un imperdonable irrespeto. Romper esas normas era una grave falta que casi siempre generaba castigos que iban desde las duras reprimendas hasta los más severos castigos corporales, como las famosas pelas a punta de correa. Se de muchos que hasta recibieron golpes con otros objetos más contundentes.
Un amigo me narraba como su padre por cualquier motivo que le molestara lo colgaba de los pies, desnudo y aterrado, para luego azotarlo con un cable eléctrico y luego arrojarle agua fría. Una barbarie aplicada para supuestamente corregir los malos hábitos de los hijos.
Fui muy afortunado en ese sentido y en mi caso las pelas casi nunca pasaron de ser una amenaza, pero el miedo siempre estuvo presente y era un fantasma que siempre me acompañaba. El mundo estaba lleno de noes y de muy pocos sies.
De repente llegó la escuela, sin anestesia ni jardines ni preescolares. Así de golpe y sin anuncio nos arrancaban del cálido hogar y nos dejaban al cuidado de los maestros. Muchos niños lloraban y pataleaban mientras la mayoría solo estábamos en silencio, aterrados y con miedo, mucho miedo.
En mi caso no puedo negar que estaba feliz con mis cuadernos nuevos con forros de colores y con mi hermosa cartilla de la alegría de leer, pensaba que eso solo sería cosa de un día.
Fui muy afortunado pues la escuela estaba a menos de una calle de distancia y mis maestras más parecían mis hermanas mayores. La señorita Inés era la hermana brava que nos pegaba en la mano con una regla grande de madera cuando no dábamos bien la lección o hacíamos alguna pilatuna.
Como mi temperamento siempre ha sido muy tranquilo nunca calificaba para el reglazo, así que un día tuve que ingeniármelas para que la maestra me llamara a su escritorio para que me zampara el reglazo reglamentario, que tal, no quería ser menos que mis compañeros de clase.
Y llegó el día que salimos de la escuela y llegamos al bachillerato. En la escuela veíamos a los de secundaria como muchachos grandes y les teníamos algo de miedo porque algunos eran agresivos.
En fin, sin darnos cuenta ya éramos esos muchachos grandes que empezaban a conocer el sistema educativo. Paralelamente llegó la educación religiosa, severa, indiscutible y castradora, y regresó el miedo, miedo al castigo y a la condenación eterna. Y nosotros lo creímos así, simplemente porque ellos lo decían.
La confesión y la comunión de todos los primeros viernes eran inapelables, igual las aburridas y larguísimas misas en latín. Y los ejercicios espirituales una vez al año.
Y ahí está el retazo que menciono al comienzo, ese pájaro que revoloteaba en la jaula de mis recuerdos. Resulta que en los ejercicios espirituales, que eran muy ceremoniosos y duraban una semana entera nos hablaban siempre del pecado y del castigo. El infierno era una alusión común en las pláticas que nos daban, Lucifer en su gran trono con sus grandes alas extendidas y su tridente en la mano presidia impasible su reino lleno de otros demonios castigadores.
Todas las almas pecadoras estaban allí encerradas como en una gran caverna para recibir un castigo acorde a sus faltas. Según los ellos, los curas, San Juan Bosco había estado allí en sueños y lo había corroborado, la paila mocha si existía y está esperando a todos los mortales pecadores. Dizque en la entrada de esa caverna había un letrero que decía “Por siempre jamás”.
Estas aterradoras narraciones nos sobrecogían y llenaban de terror, entonces el último día de los ejercicios espirituales confesábamos nuestros pecados y si no los teníamos los inventábamos para luego poder comulgar y cerrar con broche de oro ese evento.
Año tras año llegaba la fecha y se repetían los discursos sobre el pecado y el castigo cual película de terror. Comenzaron a entrame dudas y noté por primera vez que el mismo Jesucristo había visitado el infierno, así lo dice El Credo: …Descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos…
Me imaginaba entonces a Cristo visitando al diablo, sentado con él en una mesa seguramente negociando asuntos sobre la repartición de las almas o cosas así, como lo hacen a veces los mandatarios de naciones en conflicto.
Como la cosa me parecía incongruente visité al párroco del barrio que era muy confiable y le hice la pregunta sobre la temporada de Jesús por tres días en el infierno. Él se fue por la tangente y terminó invitándome a un cursillo que en esos días harían sobre la biblia y me obsequió algunos libros, la duda quedó intacta y los libros en el armario.
Mucho tiempo después fueron unos testigos de Jehová los que despejaron mi incógnita cuando me dijeron que textualmente ese episodio se refería a que Cristo había descendido a la tumba, pero como ese no es el objeto que motiva este escrito ahí lo dejo.
Resulta que durante mis últimos ejercicios espirituales en una tarde muy calurosa un sacerdote desde el púlpito hablaba enardecido de los inconvenientes del pecado y los terribles castigos que sufriríamos a causa de ellos en el infierno, la dosis de terrorismo espiritual del día comenzaba a causar sus efectos y nos sentíamos como los seres más abyectos del planeta, con una pata en el infierno y hasta me pareció percibir cierto olor a azufre en el ambiente.
Es especial ese día gracias a la fluidez de aquel discurso estaba muy impresionado y creo que por el silencio en el templo todos lo estábamos. Un grupo de jóvenes entre los 12 y los 16 años eran para ellos arcilla fácil de moldear a su antojo.
Me sentía extremadamente incómodo estando allí contra mi voluntad, quería salir corriendo de ese oscuro lugar pero sentía miedo, de que me expulsaran del colegio o peor, de que me excomulgaran.
Esas dos fuerzas luchaban en mi interior y el sudor cubría mi rostro y empapaba mi camisa. Sentía miedo, mucho miedo, del rector que desde un asiento vigilaba todos nuestros movimientos y del cura que con solo lanzar una maldición podría enviarme a la condenación eterna.
“Ancho es el camino de la perdición y son muchos los que lo recorren”, retumbaba el eco de estas sentencias en los arcos de la iglesia de la Virgen del Carmen y rebotaban en los vitrales coloridos que representaban escenas del fin del mundo, pensé que tal vez sería una pesadilla de la que de repente despertaría, pero no, aquel hombre ya con el rostro rojo seguía lanzando frases terroríficas. Está mintiendo me dije, no somos tan malos, casi somos unos niños llenos de miedo.
Durante unos ejercicios espirituales en la ciudad de Lion…, contaba ahora el cura… - Había dos jóvenes que se burlaban de las prédicas, se la pasaban despreciando todas las enseñanzas y óiganlo bien, no se confesaron ni comulgaron. Luego en las vacaciones volaron juntos a la costa y el avión se estrelló y perecieron todos los pasajeros. Eso les pasó por ateos, por burlarse de nuestras enseñanzas. Tiempo después el rector del colegio mandó a hacer un monumento en el que colocaron una hélice del avión siniestrado con una placa que recordaba que en ese accidente habían perecido dos alumnos seguramente castigados por Dios por burlarse de los santos ejercicios espirituales.
Este cuento rebozó la copa, como podía ser ese desastre un castigo divino, como iban a morir cien por solo dos que según el cuento eran los irrespetuosos, el mismo relato era solo un invento.
El temor se fue convirtiendo en enojo, hasta cuando soportaría tanto engaño, tanto odio endosado al creador. Si un padre mortal da todo por sus hijos que no haría Dios por sus amadas creaturas, caso cerrado, nos mentían.
Me incorporé de la banca y con decisión comencé a caminar por el pasillo central hacia la calle, tal vez ni lo notarían.
Pero no fue así, ni a mitad del trayecto un grito interrumpió el sermón: “¿USTED PARA DONDE VA?”, era la poderosa y autoritaria voz del rector. Silencio completo, todos esperaban curiosos mi respuesta.
Así como me gritó respondí con otro grito: ¡PARA MI CASA!
Más silencio, solo las cabezas giraban de un interlocutor a otro, ya me sentía envalentonado y seguro de que era posible hacer respetar mis decisiones.
REGRESE Y SE SIENTA, gritó más autoritario que nunca el rector furioso. Yo ya estaba en el umbral del portón central, a un paso de la calle, de la libertad. Giré para encararlo y grité lo más fuerte que pude: ¡NOOOOOOOOO…!
Acto seguido salí de aquel sitio para siempre, había exorcizado el miedo, ese miedo que me había acompañado por tanto tiempo y que no era mío.
Atrapando al sol
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10, ...
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