Estaba por cumplir quince años cuando Hildebrando Mesa puso sus ojos en ella y se empeñó en conseguir su amor. Era un hombre ya maduro y según las mujeres del pueblo bastante atractivo, tenía varios negocios que administraba responsablemente y le daban para llevar una vida bastante holgada.
Enfocó todas sus atenciones en la bella Flor y comenzó a colmarla de finas atenciones.
Encargó un hermoso vestido para su fiesta de cumpleaños que trajeron desde Cali a marchas forzadas por caminos de herradura y a lomo de mula, acompañaba la encomienda una buena provisión de frutas tropicales y adornos Europeos para la torta que elaborarían en la casa de las Gómez, famosas por su repostería. Sobra decir que Flor miró desde el comienzo con buenos ojos a su pretendiente y el día de su celebración formalizó el noviazgo con la bendición de sus padres.
Comenzaba el primer mes del nuevo siglo XX cuando Flor entró al templo vestida con un argentino y precioso vestido de novia, cuya cola cargaban diez pajecitos con trajes de terciopelo negro. Siete hermosas niñas regaban pétalos de rosa al paso de la radiante novia que mostraba una bella y tierna sonrisa.
La plaza estaba atestada de gente y los balcones exhibían bellas bromelias y jazmines en flor. Hildebrando ya había llegado minutos antes en una bella calecita arrastrada por un imponente percherón color miel y se encontraba a la espera de su amada en el altar principal. Su corazón dió un gran salto cuando la vió entrar tan hermosa y delicada por el pasillo central acompañada de su Señor padre Don Gonzalo.
Doña Amelia, madre de Flor, se había acomodado en la primera banca en compañía de Doña Josefa, madre del novio, las dos lloraban emocionadas al ver tan enternecedora escena.
Desde el coro salió una bella melodía entonada por las dulces voces del grupo de niños del colegio salesiano, si el cielo existía debía ser muy semejante a aquella iglesia en ese momento, el aire estaba impregnado de aromas de azahares y rosas y de los pebeteros salían vapores de sándalo e incienso.
Todo el corredor central estaba repleto de flores blancas, como la pureza de aquella criatura que finalmente llegó al sitio donde su enamorado la esperaba ansioso.
La ceremonia fué un hecho inolvidable para la población, que desde aquel día distinguió a la jóven como La Flor de Apía.
La nueva pareja se instaló en la hacienda El Vergel, cercana al casco urbano, la mano de Flor pronto se vió pues aquel lugar se transformó en un pequeño paraíso.
Hildebrando se complacía mirando a su preciosa compañera ora sembrando margaritas en el camino de acceso, ora plantando tulipanes bajo las barandillas de macana del corredor de su casa, era ella en aquel nuevo jardín su flor más preciada.
El amor retoñó y creció día a día al igual que las palmas de cera que sembraron en la vega sur de la finca, la ternura de Hildebrando afloró logrando convertirse en el perfecto complemento de Flor. Todo parecía perfecto pero, nunca falta el pero, faltaba en aquel lugar un pequeño gran detalle que era el gran anhelo de la Flor de Apía, una rubia criaturita que retozara por el campo invadiendo con su risa todo su mundo, una creación visible y tangible de aquel inmarcesible amor, un hijo. Hildebrando había sido muy claro al respecto, nunca tendría un descendiente con su esposa, era tan perfecto su cuerpo, tan sutiles sus líneas que un embarazo la echaría a perder, esto entristecía mucho a la jóven mujer e impedía que su gozo fuera completo.
O el destino a veces es implacable o los sueños y las ilusiones se abren paso contra viento y marea, verán lo que poco tiempo después sucedió.
Resulta que como su esposo era un gran comerciante tuvo que viajar a Cúcuta para cerrar unos negocios, montó en su brioso alazán y con gran pesar se despidió de su esposa que no pudo contener las lágrimas al verlo partir hacia tan distante lugar, distante digo, porque en aquel entonces no había sino trochas difíciles y escabrosas y algunos trayectos eran por la vía fluvial del Cauca y el Magdalena, fácilmente aquel periplo le tomaría por lo menos ocho meses.
Resignada, Flor asumió su forzosa soledad con estoicismo y disipó su vacío con duro trabajo, emprendió la construcción de un galpón para producir pollos y gallinas ponedoras, contrató para ello unos buenos peones que vivían en Chinchiná y encargó a varias de las criadas para que fueran por los ranchos vecinos a seleccionar aves de buena calidad para iniciar la cría, todo marchó a la perfección y comenzaba a ver los resultados cuando comenzó lo inevitable.
Flor visitó a su madre y le confió el motivo de sus angustias, estaba teniendo ya un largo retraso y comenzaba a notar que su vientre crecía con rapidez, se hechó a llorar en brazos de su madre sin saber que camino coger, después de mucho análisis y conociendo la renuencia de su esposo a los embarazos tomaron una drástica decisión, Flor debería viajar a Supía donde residía su tía Merche y permanecer desapercibida hasta dar a luz a la criatura, luego de su recuperación volvería a la hacienda como si nada hubiese ocurrido pues para entonces su marido estaría por retornar.
Dicho y hecho, regresó a El Vergel y puso todo en orden, encargando a su capataz Aparicio del manejo de la hacienda so pretexto de que iba a acompañar varios meses a una tía que estaba delicada. Viajó entonces a Supía hasta que llegó el día del parto. Todo se hizo en la más completa reserva, hijita. Cuantas veces había querido confesárselo a su marido, gritarlo voz en cuello, pero sus palabras se ahogaban en llanto porque al pasar el tiempo la advertencia del no al hijo anhelado se hacía más imponente.
Carmela llegaba a sus 38 años y sus hijos José Antonio y Román de 14 y 16 años payaseaban alrededor del ponqué de cumpleaños, Alirio su esposo reía divertido con las ocurrencias de los muchachos que bromeaban por la incandescencia de las 38 velitas, José Antonio era el vivo retrato de Hildebrando, cosa que siempre había incomodado a Carmela pues nunca se había tragado al esposo de su tía Flor.
Inconscientemente tenía una abierta animadversión hacia José, aunque era el más tierno y querendón, en cambio para Román eran todas sus caricias y atenciones, Alirio lo había notado y trataba de compensarlo tratando de no incomodar a su esposa que aún no se recuperaba de la reciente muerte de su madre Merche.
Transcurría entonces el año de 1.945 y la segunda guerra mundial había afectado bastante la economía mundial y por ende a Colombia, el negocio del café se había vuelto paradójicamente muy rentable y Alirio percibía grandes ganancias por sus exportaciones del grano, del cual tenía cultivos en varias fincas que poseía en Montenegro. Parece ser que el estado mayor Americano hacía grandes compras del aromático café de nuestro país para enviarlo a sus tropas en el frente de batalla, los soldados lo tomaban en unos tarros de acero inoxidable con oreja y así lo vemos en todas las películas sobre ese acontecimiento. La guerra estaba por terminar con las terribles explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaky, pero definitivamente nuestro principal producto quedaba consolidado porque los Americanos en un arranque de nacionalismo, habían canjeado su afición del té Ingles por el café Colombiano. La violencia también irrumpía por esa época por las tierras de la patria, dejando desolación y muerte, fue este el motivo para que Alirio empacara maletas y se fuera con toda su familia para Medellín en busca de mejores oportunidades para sus hijos. Medellín tenía un crecimiento desaforado, los finqueros y comerciantes de todo el departamento de Antioquia estaban trasladando sus negocios y capitales a esta bella ciudad que estaba llamada a convertirse en la ciudad industrial y cultural del país.
Román y José Antonio eran en 1.968 dos destacados profesionales en administración de empresas y Alirio había montado una empresa de exportación de café suave y seguía prosperando a la par que la ciudad.
Carmela se había vuelto una vieja refunfuñona y amargada, solo cuando la visitaban sus nietos, los hijos de Román, se transformaba en un mar de miel y los colmaba de regalos y besos, en cambio todo lo contrario ocurría cuando era José Antonio quien los visitaba con sus tres hijos, el no entendía por que su madre le odiaba tanto, si el solo vivía para ella.
Sería la verdad, que apuraba por salir a flote, la que le resolvería ese enigma. Flor acababa de cumplir 83 abriles cuando resolvió visitar a Carmela, aún gozaba de estupenda lucidez pero su salud se había menguado desde que Hildebrando falleciera.
La Flor de Apía sacaría sus últimos alientos para dar el grito que tenía ahogado en su garganta por tantísimo tiempo. Tomó un avión de Aerocondor en el aeropuerto de Manizales y partió rumbo a la bella Medellín, donde se resolvería el misterio de su vida.
En el aeropuerto la esperaban Alirio, Carmela, Román y José Antonio con sus hijos, la vieron bajar de la nave muy erguida, vestida de seda blanca, caminando segura, como siempre, igual que cuando cumplió sus quince años, igual que en la iglesia al casarse con su amado Hildebrando, la vieron tan bella, con su sonrisa pura e inocente, la Flor de Apía traía alrededor una luz de amor indefinible, una paz interior invadía su ser, todos la miraban sorprendidos percibiendo que aquella visita
sería la última y la más inolvidable y a fé que no se equivocaban, finalmente llegó hasta ellos, los niños recibieron alegres su equipaje sospechando sus regalos, entonces la flor de Apía abrazó sollozando a su Carmela diciéndole dulcemente, como solo una madre puede hacerlo:- Hijitamía...
Las gemelas.
(Sobre la tragedia del 11 de septiembre de 2.002)
Nota para el blog:
Estaba sentado frente al computador, cuando en el canal de televisión español que tenía sintonizado pasron el extra de un accidente en una de las torres gemelas, inmediatamente recordé un accidente similar que había sufrido el Empire State, como en los años 50, cuando una pequeña avioneta se incrustó en uno de sus pisos. Ahora era un avión grande de pasajeros el que había colisionado, que horror; seguí tecleando mi libro cuando ante mis ojos ví a otro avión chocando contra la otra torre, el periodista ni se dió cuenta en ese momento, pero luego fué todo confusión y caos. Paré mi tarea y empecé a escribir lo que salió desde el fondo de un corazón abrumado por la perversidad de algunos seres humanos: Las gemelas.
Grandes nacieron, de hecho las más grandes en el mundo, esbeltas y
coquetas, enjoyadas con alhajas invaluables,
eran la admiración de todos, pues su belleza era incomparable.
Como la escala de Jacob eran, como un puente entre el cielo y la tierra.
A veces su corona entre nubes se perdía, mientras sus pies se clavaban en la tierra.
También eran símbolo y emblema de un imperio insuperado, más grande que
Bizancio y el de Roma.
Todos al mirar las dos hermanas se decían, quién como ellas, tan sólidas y
hermosas.
Quién osaría desafiarlas, tan poderosas y opulentas.
Cada amanecer peinaban juntas sus cabellos, mirándose aleladas en las aguas,
mientras que sus hermanas menores las rodeaban respetuosas en silencio y
admiradas.
Acogían día a día y amorosas, a los hijos que llenaban sus entrañas, y al
mirarlas de nuevo repetían, quien como ellas gemelas de mi alma.
En las noches de la ciudad nueva, coquetas con brillantes se vestían y
cuidaban el sueño de sus hijos.
Una de ellas, metálica corona se ceñía, era la única que hablaba.
Cogidas de la mano las gemelas se adoraban y cuando el viento rápido
cruzaba, sus cantos virginales entonaban, quién como ellas murmuraban.
Un aciaga mañana de septiembre, dos flechas de plata por un loco disparadas,
hirieron de muerte a las hermanas.
Gimiendo y crujiendo, asidas de la mano se desploman, en agónico alarido
mortecino, dejando sobre tierra sus restos esparcidos, quién como ellas
clamaron en el orbe, quién como ellas...
coquetas, enjoyadas con alhajas invaluables,
eran la admiración de todos, pues su belleza era incomparable.
Como la escala de Jacob eran, como un puente entre el cielo y la tierra.
A veces su corona entre nubes se perdía, mientras sus pies se clavaban en la tierra.
También eran símbolo y emblema de un imperio insuperado, más grande que
Bizancio y el de Roma.
Todos al mirar las dos hermanas se decían, quién como ellas, tan sólidas y
hermosas.
Quién osaría desafiarlas, tan poderosas y opulentas.
Cada amanecer peinaban juntas sus cabellos, mirándose aleladas en las aguas,
mientras que sus hermanas menores las rodeaban respetuosas en silencio y
admiradas.
Acogían día a día y amorosas, a los hijos que llenaban sus entrañas, y al
mirarlas de nuevo repetían, quien como ellas gemelas de mi alma.
En las noches de la ciudad nueva, coquetas con brillantes se vestían y
cuidaban el sueño de sus hijos.
Una de ellas, metálica corona se ceñía, era la única que hablaba.
Cogidas de la mano las gemelas se adoraban y cuando el viento rápido
cruzaba, sus cantos virginales entonaban, quién como ellas murmuraban.
Un aciaga mañana de septiembre, dos flechas de plata por un loco disparadas,
hirieron de muerte a las hermanas.
Gimiendo y crujiendo, asidas de la mano se desploman, en agónico alarido
mortecino, dejando sobre tierra sus restos esparcidos, quién como ellas
clamaron en el orbe, quién como ellas...
DZR.
1 comentario:
El hecho mas impresionante seguramente visto por nosotros. En ese momento crei que sonaba la primera trompeta del apocalipsis. Siempre me gusto saber donde estaban las personas en ese momento y que sintieron. Yo estaba en la caseta de una obra en construccio en Jerico, cuando la almacenista me lo dijo, no le crei, todos temblabamos esperando lo peor, ese hecho cambio el mundo. saludos danubio
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