sábado, 25 de enero de 2014

LA DESTRUCCIÓN DE LA BELLEZA

Un recorte encontrado en el cajón de las cosas olvidadas, aunque fue publicado en 1989 no veo que las cosas que describe hayan cambiado mucho, es más, creo que han empeorado. La foto que ilustraba esa columna la recuerdo muy bien pero no la he podido encontrar, en su lugar pego una imagen que aunque dista mucho de la original más o menos cumple el objetivo.



Por Hernando García Mejía
“El Colombiano”
Septiembre 24 de 1989

En días pasados publicó este periódico una hermosa y simpática fotografía de la “Cámara indiscreta” de Daiguer, en la cual  un muchachito inválido apoyado en sus dos muletas le susurra a un sacerdote venerable: Padre, me acuso de haber matado un pajarito…

Ni la fotografía magistral del conocido fotógrafo, ni la leyenda que la ilustra podrían ser más elocuentes y significativas. Lo primero que sentí fue admiración por la originalidad del conjunto y por la fortuna del artista que logró captarlo. Después sentí cierta preocupación  y un deseo muy hondo de meditar sobre lo que implica y quiere abarcar de oscura y oculta catástrofe.

Porque, viéndolo bien, la muerte de un pajarito incluye, en cierta forma, la muerte de muchas cosas bellas, lo mismo que la muerte de los árboles, que el abovedamiento de los arroyos que antes espejeaban limpiamente bajo el sol, que la hecatombe general de la poesía, del arte, del espíritu, de tantos milagros que el progreso ha venido desplazando inexorablemente con sus rojas aspas de guerra, de tedio  y desesperanza siempre creciente.

El hombre está mecanizado de una manera inconcebible. Ya no le importan sino los números, las cifras, lo productivo, lo comercial, que que da réditos de cualquier índole. Ha perdido la capacidad y la audacia de soñar y de amar. Ha entregado su parte de ángel quedándose solo con la de demonio. La prostitución y la quiebra de sus valores esenciales se hacen cada vez mayores. Ya no tiene tiempo de nada, ni siquiera de mirar las estrellas, ni de pensar, ni de leer.

Lo absorben extrañas codicias, fatales apetitos de oro  y de guerra. Donde antes plantaban un árbol, sembraba una planta para esperar una flor para la primavera, hoy pone una granada, un cañón, o estira la mano para dar un bofetón al primero  que se le ponga por delante.

Es dramático y amargo reconocerlo. Actualmente las minorías que se dedican al ejercicio luminoso del arte, y a los claros apostolados de la belleza, son miradas como seres raros, con extrañeza, ironía, burla y desprecio. Es necesario dedicarse a pelear o a conseguir plata para poder lograr el asentimiento de las multitudes enloquecidas, que han olvidado el rostro de la belleza, que han perdido la pureza de las primeras edades y que no se acusan como el niño de la foto de Daiguer de haber matado un pajarito…

No, Ahora nadie se acusa de no amar, de no soñar, de no cultivar árboles, de no vivrar con lo bello. Nadie. Todos marchan ciegamente hacia un futuro de caos y de apocalipsis, mientras atrás quedan los soñadores, los poetas, los que se empeñan en enfrentarse al espectáculo de la espantosa vulgaridad que los amenaza.
Adelante van los hombres armados, jadeantes, furiosos, precipitando el advenimiento del polvo y la ceniza, desde la tierra a las estrellas.

Menos mal que entre las multitudes ávidas de incendio y de muerte, algunos, todavía, alzan sus voces y endulzan sus gargantas diciendo por los ciegos, por los violentos, por los insensatos, dirigiéndose al Padre de la creación: “Padre, me acuso de haber matado un pajarito”…

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