martes, 4 de marzo de 2014

DONALEJO Y SUS 186 HIJOS

Los libros que leo.

Familia de Joaquín Arango Gómez.

Cuando en el 2009 escribí la historia  que me contó Doña Débora sobre "El berraco de Guaca:" (Don Ángel María Álvarez del Pino Gaviria), quedé sorprendido al saber que se le habían conocido 82 hijos. Esa en mucha berraquera.

Luego de contarle esta historia a mi amigo Alejandro Grisales, este me sorprendió cuando me dijo que eso no era nada, que en su pueblo natal, Santa Bárbara, había vivido un hombre que había tenido 186 hijos y que se llamaba Donalejo. Obviamente no le creí de entrada tal historia, 186 hijos, eso me sonaba a cuento, a leyenda urbana.

Pero resulta que luego de buscar por aquí y por allá encontré que si era cierto, y que además había un excelente libro sobre esa historia: "Donalejo y sus 186 hijos", de Andrés Berger.Kiss. Decidí que tenía que contar en el blog esa historia tan insólita, pero caí en la procastinación y desde entonces han pasado cinco años.

Afortunadamente tenía guardados los datos y hoy llegó el turno de presentarles a Donalejo a través de un extracto del libro de Andrés Berger-Kiss que nos muestra una historia muy cercana al personaje pues la conoció de labios del propio nieto de Donalejo.

Acerca de Andrés Berger-Kiss

Foto copyright Carla Perry
Nacido en Szombathely, Hungría, en 1927 en una familia de actores de la escena húngara, la familia de Andrés Berger-Kiss abandonó Europa antes del Holocausto, que destruyó 14 miembros de su familia paterna. Llevado a Colombia, América del Sur por sus padres a la edad de cinco años, estudió en el Ateneo Antioqueño y el Liceo de la Universidad de Antioquia en Medellín, un país que considera siempre como su segunda patria. Obtuvo una licenciatura en la universidad de Houghton en Houghton, Nueva York, con una maestría en la Universidad de Indiana y un doctorado (Ph.D.) en Psicología Clincal en la Universidad de Missouri.


Dedicado a la memoria de doña Ofelia Peláez de Mejía y don Emilio Mejía, en conmemoración de una amistad de más de medio siglo con su hijo Hernán Mejía Peláez, quien compartió desde niño las historias de su abuelo Donalejo con el autor.
Andrés Berger-Kiss



Extracto del Capítulo 1
Cómo recibió su nombre Donalejo

Vivía en la Calle del Alto, desde donde se divisaban dos peñascos inmensos que se llamaban Los Farallones, y en sus ojos zarcos que miraban más allá de aquel horizonte de montañas nudosas, se anidaba un sueño milenario que ni él mismo comprendía pero que se manifestaba a diario en una sed insaciable por la vida.  Fue aquella sed la que lo llevó a tener veintidós hijos legítimos y un reguero de naturales que brotaron esporadicamente a lado y lado de los caminos de herradura por donde cabalgaba en jornadas de un día desde las montañas escarpadas de su Antioquia hasta el Ecuador, donde compraba el ganado que criaba en Santa Bárbara.

En el pueblo todos lo respetaban.  No sólo tenía una estatu­ra colosal sino que jamás se dejó ensillar por nadie.  Tenía una manera franca de mirar a la gente en la cara, entre los ojos, con una chispa juguetona en los suyos, como quien a nada le teme, revelando una fortaleza de espíritu que amedrentaba, aun cuando se le notara una tierna sonrisa en sus labios.

Su nombre era Alejandro Mejía y en su pueblo se hablaba con frecuencia de él.  Desde el tiempo de su niñez, siendo el más joven de su vasta familia, la atención de los mayores parecía gravitar en su dirección.  Nadie sabía por qué sucedía aquello, pero algunos lo conocieron como el muchacho que muy pronto alcanzó a sus hermanos mayores, poseído de cierta soltura en sus movimien­tos, todo su cuerpo radiando una energía vital, una intensidad que era inmediatamen­te notada por los adultos.  Otros sintieron que desde sus primeros días parecía ser más sensato de lo que podría esperarse a su edad.  A menudo, cuando miraba en silencio a la gente con el dejo de un destello feliz en su cara, como si algo en ellos lo estuviera divirtiendo, Dios sabrá, qué observaciones le devolvían la sonrisa.  Pero después de unos momentos se inquietaban y no seguían mirándo­lo, como si se sintieran bajo un profundo escruti­nio que los inducía a evadir su mirada.

Uno de los primeros incidentes que dio lugar por muchos años a incontables historietas fue el día en que una de las mulas de la finca de su familia acertó a darle una patada a una gatica en el estómago.  La gata se quedó inmóvil, como si jamás pudiera volver a respirar.  Cada uno de los cinco hermanos del muchacho examinó aquel montoncito de carne y huesitos, proclamando que estaba muerta, pero cuando le tocó el turno a Alejandro, dijo:

-Todavía está calientica.  La voy a cuidar a ver si vive.

Sus hermanos encogieron los hombros cuando el muchacho recogió la gatita y se la llevó a la casa.

-Te vas a meter en la grande, Alejandrito.  Mejor que no llevés animaluchos muertos a la casa.  Apestan, uno de sus hermanos lo amonestó.

El niño insistió y, comenzando por acariciarla, la mantuvo respirando con su aliento y con el calor de su cuerpo; le habló por horas, hasta que comenzó a moverse de nuevo.  Sus hermanos juraron que un milagro había sucedido, seguros de que se trataba de una resurrección.  Tenía entonces el muchacho siete años de edad.  Y la gata, que llamó Misifús, vivió hasta llegar a ser después de treinta años, la mascota más vieja de la casa de los Mejía.

Un acontecimiento cinco años después le proporcionó el respeto entre los adultos de la familia.  Desde ese día en adelante se ganó también la admiración de sus hermanos mayores, en vez del acostumbrado desdén que todavía le reservaban.


Santa Bárbara, Antioquia
Sucedió el incidente cuando un visitante de la capital don Fulgencio Villanova Ibáñez del Gamonal, proclamando ser pariente de los marqueses de la Casa de Lumbria en España llegó a la casa del muchacho. 

Era el hombrón un viejo transplantado desde Lorenza, tan pomposo como su mismo nombre. Soliendo venir a Santa Bárbara de vez en cuando a finalizar algún negocio con el padre del muchacho, era muy conocido y temido por tener una lengua constantemente emparejada con un genio atroz que transfor­maba cada una de sus palabras en flecha venenosa.  

Durante sus visitas pre­vias, cuando fue invitado a cenar con la familia y pernoctar allí por ser un cliente tan bueno y por no haber en el pueblo todavía ninguna posada para visitan­tes, dominó a toda la familia con su verborra­gia petulante que no dejaba hablar a nadie.  Nada le complacía, todo lo que existía en el universo estaba por debajo de su majestuosidad; ninguna rosa olía tan dulcemente como las de su jardín en Medellín.  

Siendo un quejico­so invetera­do, a todas horas hablando mal del prójimo, no aprecia­ba para nada ninguna de las bendiciones de la vida del trópico: estaba siempre haciendo mucho calor, la lloviznita lo mortifica­ba, o los zancudos no lo dejaban en paz. La gente le parecía estúpida o fea, banal o ridícula; y peor todavía, desasea­da. Hiriendo el sentimiento patriótico de los presentes decía que todos, incluso él, vivían demasiado lejos de cual­quier lugar que considerara de importancia.

-¡Ah, cómo echo de menos a Madrid! ¡ésa sí es lo que se puede llamar con orgullo una ciudad!  Aquí, tenemos el honor de vivir en el mismo epicentro del ano del mundo, pontificó una vez cuando las mujeres ya no estaban presentes.  Jamás llegó a decir que algo, ni siquiera el artículo más banal, fuera bueno o hermoso o que tuviera  mérito o estuviera limpio.  Con sólo escucharle, los que lo rodeaban se deprimían.

En la ocasión tan bien recordada por la familia, una vez terminada la cena, sus gentiles anfitriones condujeron a su huésped a la sala.  Ya sentados, don Fulgencio saboreó su primer trago, encendió un cubano y comenzó a exponer los deméritos de la región.  Especialmente trató de desbaratar el pueblo santabarba­reño, diciendo que apenas los zánganos y zopencos vivían allí.

- Excluyendo, desde luego, la presente compañía, se permi­tió decir con afectación, haciendo un gran anillo de humo azul que se movió despaciosamente a través del silenciado salón.

Notando lo incómodos que se sintieron todos con las palabras criticonas de Villanova Ibáñez del Gamonal, Alejandrito lo miró con picardía, como dudando lo que acababa de oír, sonriéndole en silencio.

- Este villorrio de Santa Bárbara es absolutamente inculto, sin ninguna cultura, ninguna, como el resto de toda esta provin­cia; concluyó el visitante terminando su diatriba llenando por tercera vez su vaso con aguardiente.

Mientras que todos los demás evitaron el Contacto con la fijeza de su mirada acusatoria, el muchacho continuó mirándolo con una media burla que se asomaba a sus ojos.  Sostuvo la mirada del hombre por tan largo tiempo como para ser seleccionado por él entre las caras amedrentadas del salón.

- ¡Alejandro!... El hombre lo confrontó: Me has estado mirando como quien duda de mis observaciones.  ¿Tienes algo qué decir en defensa de este pueblo tuyo?

El muchacho ni se mosquió.  Siguió mirándolo, pero la sonrisa en sus labios se esparció por toda su cara mientras que uno de los músculos cerca del ojo izquierdo de don Fulgencio reveló un momentáneo crispamiento espasmódico. Cuando Alejandro continuó permaneciendo en silencio, el viejo abrió la boca y, con una mirada de desdén en la cara se tomó un gran sorbo de aire esperando que le duraría lo suficiente como para reanudar sus embestidas verbales. Pero el muchacho habló antes de que don Fulgencio empezara:

- Don Fulgencio, dijo, ¿conoce usted la parábola del perro muerto?

Ya que nunca lo habían puesto en su lugar en aquella casa de huéspedes tan corteses, don Fulgencio se dio cuenta inmediata del reto de uno tan joven.  Sin darse cuenta siquiera, aflojó la presión del cuello de su camisa con un dedo a tiempo que sintió el aleteo incontrolable del párpado izquierdo.  Esta vez tuvo que hacer un esfuerzo para no pestañear ante el profundo escrutinio de los ojos del muchacho.

- No, respondió, dándole más candela a su cigarro, riéndose entre dientes. No he oído la tal parabolita.  ¿Un perro muerto, eh?  ¿Y eso qué tiene que ver con Santa Bárbara?  ¡Decí a ver, que me estoy muriendo de la curiosidad, muchacho!

- Bueno... dicen que cuando Nuestro Señor Jesucristo caminó una vez con sus discípulos por el desierto, encontraron un perro muerto.  Cuando los doce apóstoles caminaron alrededor del perro muerto, uno de ellos dijo, "¡Qué horror!"  Otro que "Los moscos le sacaron los ojos....me enfermo viéndolo".  Un tercero dijo que la piel del perro estaba marchita.  San Pablo, que olía muy maluco y se tapó la nariz.  San Pedro voltió la cabeza haciendo malacara y exclamó, "Gas, fo."  Cada uno añadió algo cruel acerca del perro muerto.  Pero cuando le tocó el turno a Jesús para pasar junto al perro muerto, llamó a sus discípulos y les dijo:  "¿Habéis visto alguna vez una dentadura tan limpia y perfecta como ésta?"

Sin quitarle los ojos de encima, Alejandro terminó diciendo: Esa, don Fulgencio, es la parábola del perro muerto.

Más tarde, cuando ya don Fulgencio se hubo ido le pregunta­ron al muchacho dónde diablos había oído semejante historia.

- Yo no me acuerdo de esa parábola en el Nuevo Testamento, observó su madre.

- No la encontraste porque yo fui el que la inventó, contestó el muchacho, pa aplastar a ese señor tan malcriado.

Pero la semana siguiente, ya con don Fulgencio en Medellín, el muchacho se arrepintió de haber humillado al visitante cuando llegó la triste noticia de su muerte.

–-¿Y de qué murió? indagó el muchacho.

Los adultos a su alrededor se dieron una mirada de conspira­dores y al final de unos segundos de vacilación, uno entre ellos dijo como sin ganas de dar pormenores: - Le falló el corazón.

Lo que nunca llegó a saber Alejandro es que el corazón de don Fulgen­cio le falló durante su tercer atentado de montársele a una jamona en el prostíbulo más frecuentado por la alta sociedad de Medellín.

Cuentan que al cumplir los trece años, siendo ya el muchacho más corpulento de su escuela, bien pelirrojo y cejudo, con un conjunto formidable de músculos que le brotaban rebeldes de su camisa, Alejandro se levantó un día de su asiento y se dirigió muy campante con su caminar montaraz hacia el tablero.  Sin haber sido invita­do.

El maestro era uno de los temidos hermanos Rojas, el de los dientes de oro, que le pegaban en las pantorrillas a estudian­tes desobedientes con una regla y no cejaban hasta ver brotar la sangre. Todos los alumnos hablaban mal de él a sus espaldas, pero nadie había osado confrontarlo, poniendo en tela de juicio su autoridad. Cuando Alejandro llegó a su destino, agarró, sin recular un instante siquiera, el anuncio odiado por todos sus compañeros que los pedagogos habían instalado allí. Decía, para ser visto y recordado por todos, con grandes letras gruesas y mayúsculas: LA LETRA CON SANGRE ENTRA. 

Ante los ojos atónitos de toda la clase, Alejandro agarró el afiche con ambas manos y lo volvió trizas. Recibió su castigo inmediato sin que le saliera ni el vestigio de un quejido. Desde ese día comenza­ron a llamar­lo don Alejandro, pero terminó por ser conocido como Donalejo.

Andrés Berger Kiss.

LOS HIJOS LEGÍTIMOS DE DONALEJO
Un cuento histórico de Andrés Berger Kiss

En este cuento histórico se revela cómo fracasó el gran tenorio de Medellín, el millonario Pablo Tobón Uribe, cuando trató de enamorar a una de las hijas de Donalejo. Ni con su Cadillac, ni con su avioneta pudo, pero se divirtió tratando. Y hasta hoy día los ancianos del pueblo de Santa Bárbara que vivieron en aquella época donjuanesca se acuerdan de las maniobras de don Pablo, quien casi se entrelló en vano.


Pasaje

Aun antes de terminar la producción de sus últimos cuatro hijos, "antes de cerrar el chuzo", como decía Donalejo para indicar que no tendrían más y que renunciaría para siempre su manía por tener más varones que hembras en su familia la anotación final llegando a ser catorce hembras a ocho machos su segunda hija, la más guapa entre todas sus descendientes, Alicia, le proporcionó nietos.  Así fue cómo sus primeros nietos fueron de más edad que algunos de sus propios hijos, añadiéndole a la confusión de parentescos que comenzó a reinar en la familia Mejía.

Siendo Alicia tan linda, fue difícil mantenerla escondida, fuera del alcance de los ojos de los hombres.  El que la veía se enamoraba de ella.


Don Pablo Tobón Uribe ya mayorcito
La hermosura de Alicia adquirió tanta fama por los linderos de la vieja Antioquia después de ganarse un concurso regional de belleza en Santa Bárbara, que hasta Medellín llegó la noticia a oídos de un joven aventurero llamado  Pablo Tobón Uribe.  Era un buen mozo que se arriesgaba a hacer cualquier cosa, tentando la suerte haciendo sus proezas con tal de que le dieran la oportunidad de probar que él era mucho más intrépido que el resto del mundo.  Cuando oyó lo atractiva que era Alicia, fue a Santa Bárbara en su nuevo convertible, un lujoso Cadillac que nadie hasta entonces había visto en toda Colombia, con miras para convencerla a que fuera a Medellín a competir en el gran concurso departamental donde se escogería a la mujer más bella entre centenares que llegarían desde los rincones más apartados del país paisa.

La boyada en que se metió don Alejo con el padre Castaño
Cuento de Andrés Berger Kiss

En Santa Bárbara, el remoto pueblo en los Andes, en la bella Antioquia de Colombia, había un santo y un pecador. En este cuento se enfrentan.


Pasaje

No creía en la vida eterna prometida por el curita del pueblo.

- Yo en ese Paraíso plagao de godos lambeladrillos no me amañaría —solía decir, frunciéndose.


Iglesia de Santa Bárbara
Por eso, por los chistes malvados que contaba acerca de las fallas de la santa patrona del pueblo, por decir que los curas engañaban al pueblo, conduciéndolo a algún desastre nacional en un futuro no muy lejano y sobre todo por expresar tan abiertamente sus opiniones a cuantos querían escucharlo como seguidor entusiasta del partido liberal se consiguió la enemistad del cura del pueblo.

El padre Castaño, ultra conservador y estricto, quien ejerció sus artes metafísicas por muchos años durante la primera mitad del siglo XX, le prohibió entrar a misa y comenzó a intrigar en corredores oscuros de los laberintos burocráticos de la Santa Iglesia hasta el día cuando llegó una orden de excomunión desde el Vaticano, excluyendo a don Alejandro Mejía de los sacramentos, derechos y privilegios de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Tal vez si su tío Maxi todavía hubiera estado de alcalde, la cosa se hubiera ido por un camino distinto, pero él había renunciado hacía años y estaba involucrado en negocios más lucrativos en Medellín.

De nada valió la palanca que tenía su vasta familia ni las lágrimas de su esposa, Evita, quien vivía rezando a toda hora cuando no estaba atendiendo a su familia, agarrada de su camándula y su rosario. Lo que llamaban "El Poder", con mayúsculas, estaba comenzando a flexionar sus músculos de nuevo en todo el país. Pero Donalejo se jactó de haber sido expulsado de la Iglesia, diciendo que ésa fue la misma suerte de los hombres más eruditos durante el Renacimiento.

Aquel inmerecido castigo fue mucho más duro para Evita que para Donalejo, siendo él tan incrédulo y ella tan creyente, diferencia aquella entre hombres y mujeres que no era inusual en el pueblo. Pero la excomunión desbarató sus idas juntos a misas y cuando Evita iba con sus hijas, sentía siempre las miradas de desaprobación del cura y de las beatas del pueblo como quemaduras en su carne.

Cuando recibió el mensaje de excomunión, se rió y dijo:

- A mi no me importa un pito lo que digan ni lo que hagan esos brujos beatos.

Se rió aún más cuando, por pura coincidencia, el día que recibió la noticia de su excomunión, estalló un escándalo de primera categoría en la propia sacristía de la iglesia en Santa Bárbara.

"LA VIROCHA"



Desde los días después de su matrimonio, Donalejo se abstuvo con las mujeres en Santa Bárbara y limitó por un tiempo su tendencia a visitar las madrigueras del placer de La Pintada, ni siquiera para ver qué beldades trajeron las suertes de la nueva cosecha de mujeres que había llegado a la deriva a aquel escabroso puerto del río Cauca.

No se conmovió ante los descarriados avances de la que llamaban en Santa Bárbara "La Virocha", una hembra requeteculona y bien arrecha, de belleza excepcional, poseída de un furor uterino insaciable.
Era ella el completo escándalo del pueblo porque, habiendo quedado viuda muy joven y sin macho en la casa para calmarle sus apetitos, se especializaba en seducir a los hombres de importancia de todo el municipio. Pero no le gustaban los solteros.

Según ella, eran simples avivatos siempre listos a tomarle ventaja a las mujeres que vivían solas, sin querer asumir las responsabilidades del amancebamiento. Los atormentaba con sus miradas sugestivas pero cuando se le arrimaban, los evadía.

Le gustaban los hombres casados y desbarató con sus diabluras a más de una familia. Con piel de canela y unos ojos negros matadores, la fama de su belleza rayaba en lo legendario. Fue la primera en tener la audacia de solicitar en el único salón de belleza que existía en el pueblo donde ella iba con gran frecuencia no sólo servicios manicuristas sino pedicuristas. 

Insistió en que le dieran un masaje desde las rodillas para abajo hasta la punta misma de los dedos de sus pies, y demandó que le pintaran con rojo carmesí cada una de las uñas. Luego, las ostentó, saliendo a caminar por todo el pueblo con las piernas desnudas y en sandalias abiertas.

Fue aquella una exhibición que no se había conocido hasta entonces por esas laderas andinas y que ella inventó por sí sóla, sin la ayuda de tantas revistas de moda o cines como lo hacen las remedadoras de hoy en día que copian cualquier costumbre por extrema que sea sólo con que proceda de Europa o, mejor todavía, de la Hollywood de Norteamérica.

Sus vecinos, espiando por los postigos de sus ventanas, hacían apuestas a ver quién acertaba en adivinar cuál de los personajes del pueblo saldría todo despeinado y trasnochado de su casa a hurtadillas en las tinieblas antes de las madrugadas, después de haber disfrutado a la belleza toda la noche. No era sorprendente que de vez en cuando, al venir alguna figura ilustre de Medellín, resultara pasando la noche en su amorosa compañía.

"La Virocha" le tenía unos deseos espantosos a Donalejo, sobre todo cuando se rumoró que por estar su esposa preñada a toda hora, él no tenía manera de colmar sus gigantescos deseos.
Yo me lo comería todo, íntegro decía "La Virocha", sabiendo bien que alguien de seguro le pasaría el reporte.

Vivía en una casa no muy lejos de la calle de los blanquitos y, conociendo la ruta que seguía Donalejo, habiéndolo visto subir todas las tardes por la loma que era su calle, se sentaba en el nicho junto a la ventana abierta de par en par de su alcoba con los melones de sus abundantes pechos apenas velados por una mantilla de seda transparente. Los exhibía tan campechanamente que no había modo de no verlos, para que él, montado en su caballo y a una buena altura, pudiera darse su gran gusto viendo ampliamente todo lo que ella quería mostrarle, sin dejar casi nada a su imaginación. Todos los días ella aparecía en aquella ventana con menos ropa encima.

Pero mientras más le mostraba "La Virocha" sus magníficos encantos, mejor resistía Donalejo la tentación. Al fin, cuando ya no cupo en sí misma de las ganas que le tenía, encartada con aquellos deseos lujuriosos que la mortificaban día y noche, decidió olvidar toda cautela, empelotándosele totalmente una tarde. Se apareció en la ventana abierta tal como mi Dios la mandó al mundo, excepto que lució un moñito blanco en la cabeza y una rosa roja, aromática y sin espinas, que se asomaba sonrojando entre sus muslos apretados en medio del jardín paradisíaco de sus vellos azabaches.

Era formidable la hembra, y Donalejo tuvo que usar todas sus facultades de concentración y fuerza de voluntad para no caer en sus redes cautivadoras. Parándose en los estribos para verla mejor, se quitó el sombrero al pasar junto a su ventana y, haciéndole una venia en el estilo de días aún más caballerescos, exclamó:
- ¡Te rindo pleitesía porque con tus encantos superas a Los Farallones del Cauca!

Ella lo miró con cierta tristeza porque comprendió inmediatamente lo que siempre había sospechado y temido en los más aislados momentos de su soledad, cuando se miraba con frecuencia en el espejo y se preguntaba cómo y cuándo iría a descubrir algún día los límites del poder de su hermosura. Ahora supo con certeza que este hombre le había enseñado la lección más difícil de su vida.

Aún antes de verlo desaparecer calle arriba, dio un hondo suspiro de resignación que fue más bien un gemido de dolor que emanó desde el mismo lugar donde escondía los más recónditos secretos y esperanzas de su ser, sabiendo de antemano que su Donalejo jamás volvería a pasar de nuevo junto a su ventana por más que ella lo añorara. Fue entonces cuando sintió la primera embestida de nostalgia en su vida porque comprendió en aquel momento que estaba pasando por el último umbral de su resplandeciente juventud.

Por los caminos de Antioquia, 1900

Ver: A nadie le gusta que lo jodan cuento de Berger-Kiss

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Wow! Excelente.

Yramirez26

danubio dijo...

Saludos. Cierto, igual para mí es una de las mejores historias que he conocido. Que bueno que nos leas.