No sé si
alguna vez les ha pasado, pero yo si he tenido épocas que rayan con la
hipocondriasis.
Desde
pequeño tuve acceso al vademécum y a otros libros de medicina que describían
una buena cantidad de enfermedades con sus respectivas y detalladas descripciónes de causas, síntomas y remedios.
Aún
conservo algunos, como la voluminosa “Enciclopedia de la salud”, de Félix
Reinhard, publicada por la editorial Gustavo Gili de Barcelona en el año de
MCMLV (1955). Igual guardo con gran cuidado un hermoso catálogo de transparencias anatómicas del
cerebro editado por Laboratorios Abbott.
Estos
libros están llenos de láminas y fotos, algunas algo miedosas, que nos muestran desde un simple sarampión
hasta una impresionante yaga supurante. Son estas obras excelentes formadoras
de los hipocondríacos del mundo. Olvidaba mencionar que también fui fanático de
esos folletines que venden en la calle y en el transporte público, como: Manual
casero de remedios del sistema digestivo, cómo desinflamar el cólon? y otros por
el estilo. También hay muchos libritos sobre como curarse con yerbas, y de estos últimos sí que saben muchos.
Al más leve
síntoma acudía a estos libros para tratar de descubrir que enfermedad era la
que posiblemente me acechaba. Ante una simple tos de gripe siempre pensaba en
lo peor: Cáncer de pulmón, o en el mejor de los casos, una pulmonía crónica. Una
migraña siempre era un tumor cerebral, y un lumbago no rebajaba de cálculo renal.
Un hormigueo en el brazo será un preinfarto y un dolor de estómago una peritonitis.
Mi caso fue
pasajero y afortunadamente no llegó a estos extremos, pero sí me llevó a
comprender la angustia que deben soportar estos desafortunados seres, que no
son pocos.
Los
reconocerán por su manía de hablar frecuentemente sobre su imaginaria historia
clínica y por su desconcertante conocimiento sobre productos farmacéuticos, posología y
contraindicaciones.
Son
consejeros incondicionales recomendando a sus amigos tal o cual remedio para
los forúnculos, verrugas, callos, cólicos o insomnio.
Igualmente
serán expertos en elaborar derechos de petición para lograr que su prestadora
de salud les haga costosos exámenes, que indefectiblemente corroboraran el
diagnóstico previo de su médico, que nada malo les había encontrado. Entonces
dudarán de la exactitud de los resultados y de las estadísticas, contemplando la
posibilidad de solicitar la eutanasia en caso que llegado el momento sea
necesaria.
Su botiquín
estará repleto de cápsulas, pastillas, parches León, jeringuillas y ampolletas,
algunas ya caducas. A veces dan la impresión de disfrutar de su desdicha y
hasta publican en las redes sociales sus exóticos padecimientos.
Debe ser un
tormento la vida de un hipocondríaco, pues siempre estarán convencidos de que
todos sus achaques se deben a graves enfermedades. Los médicos sí que deben
tener historias épicas acerca de este tema.
Ahora con
la facilidad de los motores de búsqueda la fascinación del hipocondríaco debe
ser inmarcesible. Solo con escribir “Sarpullido” sabrá que igual se llama
dermatitis, y que puede ser leve o crónica. Por supuesto la del consultor de los
datos será crónica. Igual es sorprendente la cantidad de variantes que pueden hallar
sobre este humilde padecimiento: Exfoliativa, de contacto, erisipeloide, pitiriasia,
foliculitis y miliaria. Pero pese a que la estadística es abrumadoramente
favorable para esta condición, para nuestro personaje el asunto no rebajará de ser un cáncer de piel.
Y regreso a
lo que comenté al comienzo, la mayoría de nosotros pasamos en
determinados momentos por alguna situación similar. El que esté libre de culpa
que tire la primera piedra.
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