lunes, 11 de septiembre de 2017

SALA DE URGENCIAS

Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único.
Agatha Christie.



En este largo trasegar por la vida y luego de tantos caminos andados y cimas escaladas me voy acercando a la séptima montaña.


Muchos senderos han sido planos, otros empinados y pedregosos. Tampoco han faltado pasos al borde de profundos abismos, ni las ocasiones en las que haya sido menester retroceder para corregir el rumbo. 



Y así, bien o mal, he llegado al borde de la séptima colina, esa que nos reta para que lleguemos a su cúspide cuando ya nuestra humanidad anda algo maltrecha. Es allí donde encontré un sitio que nunca había visitado y que siempre me había causado algo de temor. Un lugar al que solo llegamos cuando de repente algo anda mal y nos obliga a una minuciosa evaluación de nuestro vehículo físico.



Es un espacio blanco con corredores llenos de puertas que se van abriendo al golpe de la camilla. Al ingresar recuerdo una sucesión de imágenes frenéticas, mangueras que penden de tubos niquelados, bolsas de suero tambaleándose, rostros angustiados con gorras y tapabocas. Y en el cielo hileras de luces que parecen señalar el camino hacia la inconsciencia. 



En la sala de urgencias se define el albur de nuestro fin o trascendencia, del ser o no ser, del seguir o terminar.



Y todo esto lo asumimos con una pasividad y resignación que no soñábamos poseer. Las enfermeras entran y salen recogiendo muestras de nuestros fluidos. Los médicos chequean la presión, la oxigenación, los pulsos, los latidos, el comportamiento de la pupila ante la luz de una linterna. Me siento como un fórmula 1 en el laboratorio de pruebas esperando ansioso el dictamen final.



Y la sétpima montaña sigue allí, esperándome, la veo a través de la ventana y de la niebla que vaga por el aire.



No puedo definir si es agradable o desagradable estar ahí; lo que es innegable es que es necesario.



El doctor me pregunta:

¿Qué enfermedades padece?
¿A qué es alérgico?
¿Qué cirugías ha tenido?


Y así siguió con una larga lista, y mis respuestas siempre fueron “No”. Caramba, hasta entonces me enteraba de que yo era Supermán.



No me quieras ahora porque estoy enfermo, pues así tal vez no sea amor sino lástima. No me pobretiés, diciéndome o diciendo por ahí, “Pobrecito”. Es que eso no consuela, humilla.



No confundas la lisonja con el elogio, que aunque parecen significar lo mismo tienen un origen opuesto, una procede de la envidia y la mentira, la otra, del respeto y el reconocimiento sincero. Aún así no me llenes de elogios cuando me ves en este trance, solo necesito respaldo y compañía.



Esta vez parece que mi mal tiene remedio, espérame montaña que voy para allá . Adiós sala de urgencias.


2 comentarios:

Unknown dijo...

Excelente crónica!!..muy poética. Me conmovió, motivó y reflejó!!. Un gran saludo..

danubio dijo...

Gracias por el comentario-