La ruana es al campesino boyacense lo que el sombrero vueltiao es a los de Sucre y Córdoba.
Han pasado casi treinta años, pero tengo viva en la memoria, como si fuera de esta mañana, la imagen del papa Juan Pablo II celebrando misa solemne en Chiquinquirá con una ruana que le llegaba hasta las rodillas.
Descendiente directa de los amoríos que una capa española mantuvo con un poncho indígena en los altiplanos de Colombia, la ruana es al campesino boyacense lo que el sombrero de vueltas al agricultor de las sabanas que se extienden a lo largo de Córdoba y Sucre: símbolo de su vida y de su tierra, de sus alegrías y penurias, pero también una muestra de su alma.
Esta es la hora en que los historiadores no han podido ponerse de acuerdo: la mitad cree que la ruana consiste, apenas, en una grieta que los indígenas colombianos le hicieron a la capa que los caballeros castellanos usaban para disimular sus travesuras en noches de amantes.
Otros, en cambio, sostienen que no hay ningún parentesco entre las dos y que la ruana es un producto legítimo de la nueva tierra.
No falta quien afirma, con suspiros de nostalgia europea, que el nombre de la ruana se le debe a la ciudad francesa de Rouen (se pronuncia Ruan), de donde en alguna época se importaban paños que aquí convertían en ruanas.
Nada de eso importa porque lo cierto es que la vida se forma así, con pedacitos de aquí y de allá. Lo que importa es saber que, con el paso de los siglos, la ruana se fue convirtiendo en compañera y amiga, cama y chaqueta al mismo tiempo, confidente a la par que consejera, abrigo pero también bolsillo.
Por encima de todo, la ruana se volvió símbolo de la dignidad de los labriegos, como acaba de demostrarlo en los días de la protesta campesina.
De la papa a la yuca
La ruana es a la papa lo mismo que el sombrero de vueltas a la yuca.
El de la ruana no aguantó tanto atropello y salió indignado a los caminos porque le cuesta más producir la papa que venderla. Cultivar un bulto le vale 22.000 pesos. Los bancos lo pelan porque el crédito se Transformó en una usura. Los insumos lo pelan porque aquí se paga por el galón de plaguicida cinco veces más que en la Florida. El camionero lo pela porque la gasolina está casi tan cara como los peajes que paga para transitar por carreteras llenas de derrumbes y huecos. (En Colombia los peajes cuestan como si estuvieran en el camino al cielo.)
Sin embargo, cuando llega a la plaza de mercado, le ofrecen 10.000 pesos por el bulto.
Entonces se encasqueta la ruana dominguera, que es de paño tejido a mano, y entre los dos salen a protestar. Abandona por unos días su tierrita, como llaman bellamente a su terruño, y al cabo de dos semanas de marcha la ruana se impone a los políticos marrulleros que intentaron coquetearle para sacar provecho y a los vándalos profesionales que trataron de suplantarla.
Como si fuera poco, cuando regresa a sus pagos, lo está esperando el de la farmacia del pueblo para que le pague los medicamentos que le dio fiados a precios impagables. Porque si en las ciudades llueve, en los pueblos está cayendo el diluvio: por un frasco de ‘lágrimas naturales’, que en Bogotá cuesta 25.000 pesos, y ya es un abuso, en Choachí, que está apenas a 30 kilómetros de distancia, cobran 45.000.
“Es que el transporte está muy caro”, responde el boticario cuando le hacen el reclamo.
En el otro costado del país, mientras tanto, el del sombrero de vueltas presiente que un día de estos tendrá que botar la yuca en la orilla de la carretera porque el precio que le pagan por una carga tampoco alcanza para pagar los gastos.
Una ruana en Barranquilla
A veces se juntan la yuca y la papa en armoniosa convivencia: por las colinas de Sogamoso vi a un campesino que llevaba puesta su ruana infaltable con un sombrero de vueltas. Debió traérselo de un viaje al mar la hija de su tía Sinforosa, que vive por los lados de Guateque.
Al revés también, porque conozco gentes del Caribe que se ponen su ruana. No son muchos, pero los hay. A mi madre, para no ir muy lejos, le diagnosticaron hipotermia, que es una baja de la temperatura del cuerpo. Los doctores le mandaron terapias sofisticadas y remedios de todos los colores. Nada.
Sentada en su terraza, a las seis de la tarde, cuando la brisa del verano barranquillero soplaba desde el río, lo único que la curaba de aquel frío siberiano era la ruana que su nuera le compró en la plaza mayor de Villa de Leyva. Uno sudaba con solo vérsela puesta.
‘La capa del viejo hidalgo’
Yo, que canto bien, pero se me oye mal, iba una mañana por los corredores de RCN canturreando aquellos versos de Luis Carlos González, el gran poeta de Pereira, que el señor Macías convirtió en un bambuco hermoso:
La capa del viejo hidalgo / se rompe para hacer ruana…
Humberto de la Calle, que es caldense a mucha honra, y del marco de la plaza de Manzanares, para más señas, estaba en la cafetería tomándose un tinto y dio un salto. Casi se atora.
–Para ser ruana –me corrigió–. “Se rompe para ser ruana.” No es un problema de sastrería, sino de ontología.
Salí corriendo a buscar el diccionario. Ontología es la ciencia del ser en general, pero, sobre todo, de la manera como va transformándose hacia categorías superiores. En ese momento entendí. De la Calle tenía toda la razón. No es que a la capa le hayan hecho un roto para volverla ruana; es que el alma del pueblo la fue convirtiendo en ruana. Es cuestión de espíritu, no de hilo y aguja.
El ingeniero Alfredo Cardona Tobón, en su estupenda biografía de la ruana, relata que hace trescientos años, en los pueblos de América, los alcabaleros del rey de España aceptaban mantas de algodón como pago de impuestos. Después las convertían en ruanas colombianas, ponchos chilenos, sarapes mexicanos y muleras en las regiones más calientes. Todos son parientes entre sí. El nombre de ruana, por ejemplo, se usa en Colombia, pero también en Ecuador, Perú, Venezuela y hasta en Uruguay.
La ruana heroica
Al final de la campaña libertadora, Bolívar llevaba puesta una ruana que le regalaron en el pueblo de Socha, donde el cura se puso a recolectar ropa usada para el ejército libertador.
Eran unos llaneros bravos pero harapientos, prácticamente desnudos, a los que el virrey Juan Sámano llamaba “ejército de mendigos”, y que cumplieron la insólita hazaña de subir desde las planicies sofocantes de Arauca hasta demoler a las elegantes tropas españolas donde menos los estaban esperando, entre los cerros helados de Boyacá.
Con la ropita que les regalaron en Socha, algunos de aquellos centauros tan machos y tan peludos tuvieron que ponerse blusas de mujer por una razón aplastante: porque no había más. Ya se imaginarán ustedes las burlas de sus compañeros.
Además, el afortunado que tenía una ruana vieja no la usaba para protegerse del clima, como hubiera sido lo natural, sino para proteger la vida, que era mucho más importante. Envolvía el antebrazo en la ruana para enfrentar los mandobles de espadas y machetes, de modo que la ruana y el brazo le sirvieran de escudo.
Si no pudieron derrotarlos las legiones del rey de España, ¿ustedes creen que los descendientes de aquellos hombres van a permitir que los maten de hambre unos vendedores de insecticidas?
Adivinanzas y refranes
Las leyendas populares han hecho de la ruana protagonista de historias y bromas interminables. Los artesanos de Nobsa, en la parte alta del río Chicamocha, se divierten contándole al viajero esta adivinanza:
–Grande, peluda y en el centro una rajadura. ¿Qué es?
Cuando el visitante empieza a sonrojarse, ellos le dan la solución.
–La ruana –gritan, y sueltan la carcajada.
La ruana es una referencia constante en proverbios y refranes. Ya usted sabe lo que significa ponerse a alguien o a algo de ruana.
“Por debajo de la ruana” es sinónimo de trampa, de lo que se hace mañosamente, a escondidas, como ciertos contratos de obras públicas. El peso de la ley sigue siendo solo para los de ruana. En las grandes ciudades llaman “ruanetas”, con desprecio, a la gente del pueblo. En tierras de Antioquia y de las regiones paisas, cuando alguien dice que el hábito no hace al monje, la gente le añade: “Ni la ruana al arriero ni el vestido al caballero”.
Epílogo
En el edificio de la gobernación de Boyacá, el día en que los manifestantes y el Gobierno se sentaron a dialogar, un dirigente de los campesinos, llamado César Pachón, les dijo al ministro del Interior y al de Agricultura:
–Nosotros no pedimos subsidios. Tampoco queremos limosnas. Lo único que estamos pidiendo es que nuestro trabajo se pague con justicia.
Este país será distinto cuando la gente sienta que puede reclamar sus derechos sin miedo y sin destruir con vandalismo lo poco que tenemos.
Cuando la ruana y el sombrero de vueltas se encuentren en un recodo del camino y se den el abrazo que se están debiendo desde hace tanto tiempo. Espero estar vivo para verlo.
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO
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