"Los lugares se llevan…dirá Borges… los lugares están en uno".
De la serie Territorio del fotógrafo y escritor Casimiro Martinferre |
La dimensión espacial en el ser humano, no está menos marcada que la temporal. De la misma manera que hay un tiempo sentimental y un tiempo histórico guardado en la memoria del hombre, el territorio está en nosotros, quizás, antes que nuestro ser histórico.
Nunca dejamos de pertenecer a la tierra de nuestras infancias. Todos los territorios de la madurez remiten a los territorios de nuestra niñez. Todos los paisajes, los vivimos desde los paisajes vistos con los ojos del niño que nunca dejó de habitar en nosotros.
Los bosques y los desiertos futuros, todas las referencias a nuestro verde, como los cielos que siempre los vemos a través de nuestro primer cielo, como los mares que surcamos a lo largo de la vida que siempre nos hablan del mismo mar, el mar de nuestro origen.
Cuando aprendimos de verdad las cosas importantes de la vida, fue en nuestra infancia. Entonces, todavía aprendíamos más con la felicidad que con el sufrimiento.
Con la madurez llegará el conocimiento de lo práctico, de lo coyuntural, de lo histórico, de lo prescindible.
Con la vejez, los territorios de la madurez se olvidan y entonces caemos en la cuenta que nuestros verdaderos lugares fueron los de la infancia…y vuelve la memoria de aquellos tiempos, iluminados por la luz de la felicidad.
Las vivencias nos ligan al territorio y a los espacios que son el recuerdo presente de los recuerdos.
La memoria espacial está ahí, en la calle, en las plazas, en los montes, en los jardines, en el desierto, en el bosque, en el mar, en los lugares más recónditos.
A lo largo de la vida vamos poseyendo lugares que hacemos nuestros por encima de otros. Lugares que van confeccionando el mapa existencial de nuestro territorio, que cuando acudimos a ellos, acudimos a los territorios fecundos de la memoria para revivir en ellos el recuerdo, porque sabemos que solo quien recuerda vive. Así lo siente Borges con su Buenos Aires:
“…Y la ciudad, ahora, es como un plano
de humillaciones y fracasos.
Desde esta puerta necesito los ocasos
y ante ese umbral he aguardado en vano…”
Y el soneto termina:
“…No nos une el amor sino el espanto.
Será por eso que la quiero tanto…”
Los lugares se llevan…dirá Borges… los lugares están en uno..
Nuestro paisaje natal, en aquel patio de vecindad; la esquina en donde se juntaba la banda del barrio; el portal aquél en donde jugábamos las tardes de lluvia; el cine donde dimos el primer beso a la vecinita de enfrente; la plaza de aquel pueblo, en cuya verbena, conocimos a la que sería nuestra mujer; la chabola perdida en el bosque, medio derruida, donde pasamos la noche cuando en aquella excursión a la montaña nos cogió la tormenta.
Todos y cada uno de estos lugares son para el profano los lugares santos de su universo privado.
Mapa que dibujamos con las imágenes vividas y guardadas en la memoria y que recuperamos a través de la ensoñación de un espíritu en paz.
Mapa también de lugares con sus nombres, que hacemos nuestros, para así poseer el territorio de nuestro mundo.
Mapa individual, particular, que recoge la geografía humana del ser de cada uno, concretado en lugares, sitios y objetos espaciales a los que asociamos rostros, sentimientos y signos de nuestra infancia y nuestra adolescencia, que nos permiten hablar, de la geografía como biografía.
Bachelard nos dice que a lo igual que hay un ensueño del reposo, hay un ensueño del hombre que anda. Un ensueño del camino, del paseo, del sendero. ¡Qué evocadora palabra “sendero”!.
Los montes que recorrimos en nuestra juventud, aquellas marchas y travesías, están unidas para siempre a la camaradería, a la confidencia, a la lealtad, a los cantos ante el fuego de la hoguera, al amor y al cansancio físico. Aquellos son nuestros montes, nuestros caminos, cuyas imágenes cuidamos y mantenemos vivas en nuestra memoria, de luces, de olores, de calor, de sed, de esfuerzo que, también recuerdan nuestras piernas y nuestros músculos, y que guardamos en la memoria de los cansancios.
Nuestro territorio, y especialmente el que habitamos en nuestra infancia, es un espacio, en el que habitar supone, como afirma Heidegger, algo más que residir en un lugar, puesto que con él establecemos una relación auténticamente existencial, una relación que recreamos en los posteriores lugares y territorios que vamos poseyendo y haciendo nuestros a lo largo de la vida.
Un territorio formado de lugares, porque todo lo que en el hombre es específicamente humano es, logos.
El arquitecto Christian Norberg Schulz hablaba del genus loci, del espíritu del lugar” con el que el arquitecto entabla, a través de su obra, una relación existencial.
En la perspectiva de las sociedades arcaicas, dirá Mirciade Eliade, que todo lo que no es nuestro mundo, no es todavía mundo. No puede uno hacer suyo un territorio, si no lo crea de nuevo.
Para Bachelard no se alcanza a meditar en una región que existiría antes del lenguaje. Por eso hay que nombrarlo. Para convertirlo en lugar.
El espacio captado y poseído por la imaginación no puede seguir siendo espacio abstracto o espacio indiferente entregado a la medida y reflexión del topógrafo. Es espacio vivido, no en su positividad física, sino con todas las parcialidades de la imaginación.
Esta relación existencial, precisa de una dualidad entre hombre y territorio, en la que tanto uno como otro se pertenecen mutuamente. Ello requiere abandonar el concepto de progreso que, ve el territorio como una posesión absoluta al servicio y disposición arbitraria del hombre. Y es que no hay posesión real, si no hay entrega. Por eso el territorio como la naturaleza pertenecen al hombre en la medida en que este es poseído por ellos y vivido existencialmente. Por eso dirá Hölderling que es poéticamente como el hombre habita la tierra.
De igual manera que todos los territorios tienen su forma y su historia canónica, la tienen también de forma particular para cada uno de sus habitantes. Incluso los territorios que desde nuestra óptica occidental y urbana resultan inescrutables, planos y sin matices, tienen sus lugares, formas y significados específicos, para los hombres que los habitan.
En las grandes praderas argentinas, donde la vista se pierde en el horizonte, los pastores se orientan y se reconocen en el color de la hierba y en el olor de la tierra.
La selva amazónica, masa compacta e inescrutable de vegetación para el hombre urbano, es hábitat acogedor para el indio que se orienta y reconoce en los distintos árboles, en el musgo de sus troncos, en los colores, en la humedad del aire y del suelo, en los olores, en la señal que siempre deja el machete, en la vegetación de una antigua trocha ya totalmente cerrada.
La arena del desierto que ve con monotonía el europeo, son para el beduino, distintas arenas de granos, colores y brillos diferentes. Donde nosotros vemos un mar uniforme de arena sin matices y sin historia, el ve un mapa cruzado de caminos, que llevan a esos lugares de encuentro y descanso que, desde cientos de años son los oasis. Arenas de la memoria, lugares donde habitan los genios del desierto.
Hasta en el mar, donde no existen riberas, encuentra el pescador sus lugares de referencia donde ir a pescar, orientado por el sol, por el brillo de la superficie o por la profundidad oscura de las aguas. En sus brazos guarda todavía la memoria, de aquel lugar donde libró la batalla con aquél gran pez, el mayor de todos, que se escapó en última instancia, y que él sabe, le sigue allí aguardando, desafiante y dispuesto para un nuevo duelo.
De la misma manera que guardamos un territorio de la memoria jalonado por lugares de posesión, por lugares amados, por espacios donde nos sentimos a salvo, protegidos y defendidos contra fuerzas adversas, por lugares que asociamos positivamente a nuestra vida, que nos permiten hablar de una logofilia, existe también un territorio del olvido, donde se apartan los lugares del desamor, del odio, del fracaso y de la pesadilla, que nos permiten hablar de una logofobia.
Así el territorio como espacio homogéneo, se jalona tanto de hitos positivos que surgen como ensueños deseados, como de vacíos negativos que queremos olvidar, pero que el territorio, terco, nos los hace presentes una y otra vez. Porque el territorio, especialmente el de la infancia, nunca se olvida
¿Cuántas veces hemos cambiado de acera o hemos dado un rodeo para no ver un lugar que nos trae recuerdos ingratos?...
¿Cuántas disculpas no hemos puesto para no tener que volver a aquél barrio o a aquella ciudad de los malos sueños y recuerdos?
Y por el contrario… ¿cuántas veces cambiamos la línea recta por la sinuosa para pasar por aquél lugar al que asociamos determinado momento de felicidad?.
Ensueños de imágenes de la memoria querida y de la memoria olvidada. El resto, solo espacio vacío, amorfo, sin cualificar, sin marcar, sin nombre, sin existencia…espacio sin consagrar.
Territorios de la alegría y del sufrimiento, de la iluminación y de la oscuridad, de lo sagrado y de lo profano, de la alegría y de la tristeza, del nacimiento y de la muerte. Territorios de la existencia.
"En cualquier parte del mundo en que me encuentre, cuando siento el olor de los eucaliptos, estoy en Adrogué. Adrogué era eso: un largo laberinto tranquilo de calles arboladas, de verjas y de quintas; un laberinto de vastas noches quietas que mis padres gustaban recorrer (…) De algún modo yo siempre estuve aquí, siempre estoy aquí. Los lugares se llevan, los lugares están en uno…”
(Borges)
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